Mi madre todavía me pregunta qué quiero ser de mayor. Lo hace
seria, tanteando el terreno mientras me acerca sigilosa un bocadillo
de nocilla. Yo me pongo solemne para dar la respuesta. Me aprieto
bien el nudo de la corbata y me abrocho la gabardina hasta el primer
botón de la camisa, para hacerlo lucir. Acto seguido, doy un
mordisco al bocadillo, carraspeo para coger buen tono y afirmo que
quiero ser rico como Mario Vargas Llosa, ganar el Cervantes, el
Príncipe de Asturias y el Nobel. Por ese orden. Nada cercano al
futuro como escritor provinciano y profesor de instituto que me
espera.
De hecho, ya inicio mi carrera escribiendo en el periódico de mi
pueblo. Mi abuela el otro día me preguntó orgullosa si yo estaba
escribiendo en él. Quise contarle que mi intención era la misma que
la de Antonio Muñoz Molina cuando comenzó a escribir en el Diario
de Granada. El novelista cuenta que se presentó en la redacción del
diario porque no le publicaban nada y ansiaba que sus palabras
desprendieran tinta. Sentirse escritor. Algo parecido a lo que hice
yo en la redacción de este medio. La trayectoria del escritor de
provincias se urde acercándote al abrazo frío de una columna, como
un capo de la mafia busca consuelo zambulléndose en los brazos de su
padrino, implorando que su mujer no se encuentre un pez crudo en el
felpudo de su ático.
Somos los escritores de provincias seres entrañables. Nos paseamos
incomprendidos por las estrechas calles de nuestros pueblos, con los
brazos enlazados detrás de la espalda, buscando un verso a la tarde,
que nos caiga la gota exacta de una idea suntuosa para una novela,
quizás la abuela del vecino de un amigo que perdió a su marido en
la Guerra Civil y sacó adelante a siete hijos. La gente del pueblo
se sentiría orgullosa de esa novela, pensamos, y nos dirigimos
acelerados a casa para escribirla en pocos meses y que el
Ayuntamiento nos la publique con 500 ejemplares. Porque los
escritores provincianos escribimos sobre todo para que nos lea la
gente de nuestro pueblo. Somos como aquellos versos de Pedro Sevilla,
en el poema titulado Mi madre, donde el poeta le confiesa el
único e incontestable motivo por el que se dedica a esta tarea de
borronear papeles: <<Si escribo es porque tengo / una deuda
con tus ojos de lluvia; / para que llores menos, si es posible, / y
digan los del pueblo: / esa vieja de luto es la Angelina, / que le ha
salido un hijo que hace versos / y escribe en los periódicos>>.
Todo se reduce a eso, a que los del pueblo hablen de ti, y si eres
bueno, a que tus alumnos te lean y te pregunten por qué escribiste
esta o la otra cosa.
A veces el escritor de provincias cree que su obra está poco
reconocida, o que si da un poco más de sí, puede escribir algo que
interese a las grandes editoriales. Quién sabe si un diario. Pero lo
escribe y de las editoriales tan sólo recoge un silencio largo e
imperturbable que entra por el vientre y se acomoda en la garganta.
Entonces piensa en el suicidio, como el protagonista del relato
Diario de un escritor fracasado, de Juan Bonilla. Y tampoco es
eso, hombre. No si en tu pueblo existe un periódico con falta de
columnistas que generosamente va a ofrecerte un acogedor hueco
semanal para que te sientas escritor. Así que aquí me veo,
escribiendo en el periódico de mi pueblo, trajinándome una
excelente carrera como escritor de provincias que esté a la altura
de mis antecesores, repitiéndome lo mismo que dice el comisario que
entra en la funeraria del señor Mozzarella, en Con faldas y a lo
loco, y descubre que detrás se
encuentra un bar clandestino: <<Las cosas hay que
hacerlas bien o no hacerlas>>.
Artículo publicado en Arcos Información (15/04/2016)
Foto: Con faldas y a lo loco.
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