No es bueno llegar a la primavera con los deberes hechos. Entras en la rutina de ganar, ganar y ganar, y llegan las jornadas decisivas y miras más lo que hacen aquellos para quienes el curso ha sido un mero trámite, que lo que verdaderamente te gusta, que es ganar, ganar y ganar. Te crees indestructible, joder, cómo no, si estás en Marzo y aventajas en 11 puntos al segundo de la clase, que es aguerrido, firma una de las temporadas de su historia y aunque gana a todo el mundo, no puede contigo. Piensas que para que todo termine tan sólo hay que dejar pasar el tiempo, quizás leyendo a los modernistas, preocupado por la belleza; tu belleza, porque no sólo ganas, es que encima en cada partido dejas un soneto en alejandrinos o una salutación escrita en hexámetros. Así que sí, que lo mejor es que el tiempo se diluya como una mancha de aceite en un calcetín y ya el año que viene Dios dirá.
Cada derrota que sufras de aquí al final ni siquiera se contará en los libros de Historia. Qué más da. Acudes a la contienda bien peinado y bien perfumado, y tratas al balón de forma delicada, al trote, despacio y en horizontal. Eres jodidamente bueno y tarde o temprano la pelota entrará, puede que más de una vez, donde mejor se encuentra, acunada en el vientre de la portería. No importa que sea el Real Madrid el que venga a chafarte la tarde de un sábado. Ya nada ni nadie puede estropearte tus plácidos fines de semana. Se pierde, y qué, aún la ventaja es suficiente. Te duchas, te peinas, te abrochas el último botón de la camisa y pides comida en el chino. El miércoles sí hay que darlo todo, vienen los mismos quisquillosos de siempre a ponerte contra las cuerdas. Sufres. Se ponen 0-1, pero como siempre, ganas. Lo siguiente es un trance habitual. Anoeta, que no es un estadio modernista una tarde noche de domingo, sino triste y melancólico como un verso de Machado.
Ahí te das cuenta de que algo no va bien. Te marcan, y aunque queda mucho tiempo para que ocurra lo de siempre, que ganes, te quedas sin respuestas. Lo achacas al cansancio de entresemana, esos quisquillosos de rojiblanco de verdad que fueron duros. Quizás sea un traspiés doloroso, pero puede que venga bien para espabilar. Te ha ocurrido como al estudiante perezoso que llega de clases y se promete, convencido, que la siesta va a durar una hora. Sin embargo, cuando abre los ojos, el sol no tiene el color que debe tener y se marcha bostezando por la espalda de los edificios. Todo va a salir bien, te dices, todo va a salir bien.
Pero, carajo, el miércoles hay barro. Mucho barro. Te encuentras en medio de una histeria que ni siquiera has visto llegar. No se puede fallar. Estos del Manzanares vienen con cuchillos en los dientes, aunque de nuevas. Ya has vivido eso mismo en Stamford Bridge y ha pasado lo de siempre, que ganas. No. No ganas. Algo va mal. Tus compañeros tienen los ojos negros. Las piernas tiemblan. Has llegado a la primavera con los deberes hechos para la victoria y ahora resulta que tu máximo rival está en semis y tú no. Que puede que haya Undécima y tú no estás presente para hacer lo de siempre, ganarles. Bueno, aún quedan dos competiciones. El calendario es fácil, y el siguiente partido lo juegas en casa.
Y no. Que no. Que se adelantan en tu campo 0-1 y cuando esperas que llegue lo necesario, el descanso, resulta que el balón se cuela elegante por un hueco leve y te hacen el segundo. Y ahí ya sí que sí. Tomas consciencia de que estás en el final y has alimentado al mismo demonio que alimentaste tantas veces otros años. Rijkaard, Ronaldinho. Pero viene A Coruña, donde se ha ganado una liga, donde va a pasar lo de siempre, te repites, que ganas...