lunes, julio 21, 2014

 Estimada Ana,

Empiezo esta correspondencia con dedos temblorosos, por aquello de contar a la gente nuestras pequeñas intimidades. La distancia nos empuja a ello y tampoco es cuestión de mantenerse callado. Como ya nos separan algo más de veinte kilómetros, abro una puerta en mi blog para que también esté perfumado por su presencia, así logro saber más de usted, que las palabras son más hermosas si salen de sus dedos. A parte del miedo a que la gente conozca nuestras intimidades, otro hecho en este ejercicio me da recelo, lo cual es la posibilidad de que el pequeño número de lectores que nos observen, acabe tirando tomates y algarrobas a la pantalla de su ordenador.
Y es esta duda lo que me hace escribirle. Hace poco escribí que la escritura nos sirve para evaporarnos de nosotros mismos, algo que se contradice con el verdadero afán -al menos el mío- que mueve a los escritores, el cual es ser leídos por la mayor masa mundial, aunque parezca soberbio. Es bonita la farragosa tarea entretanto, sobre todo las primeras causas que nos animan a dedicarnos a ello. Mi decisión para emplearme en esto con ferocidad fue una mujer, ni siquiera en eso he sido innovador. Le escribía poemas de amor inspirándome en las Donna Angelicatas de Garcilaso o Darío.  Cuenta Juan Marsé que cuando tenía dieciséis o diecisiete años escribía relatos, y una amiga de su hermana que le causaba apetencia se los pasaba a máquina. La duda del Marsé adulto era  si que la chica le pasara esos relatos a máquina era lo que le obligaba a escribir.
Aunque ahora  el fin de la escritura es muy distinto. No hay que ocultar que a uno le gustaría ganar algunos euros con ella, pero que sean las palabras las protagonistas, no que uno vaya buscando la fama o la publicación apegándose a quien haya que apegarse. Se me viene a la cabeza Roberto Bolaño. El escritor chileno se encontraba casi en la precariedad económica junto a su familia, y gastaba lo poco que ganaba en imprimir sus obras y enviarlas a editoriales que, por lo general, hacían el mismo caso a sus escritos que un entrenador de fútbol al tercer portero suplente. Cuando le llegó el reconocimiento, cuando el mundo editorial adivinó que sus novelas y relatos se convertirían en la nueva forma a seguir de la literatura hispana, le llovieron las ofertas para las conferencias, ya sabes, eso que prefieren muchos escritores antes de dedicarse a lo que se deberían de dedicar, que es la escritura. Bolaño apartó las adulaciones, porque él jugaba mejor en el barro, en el terreno fangoso de las comas, los puntos y los párrafos bien medidos.
La escritura debe ser soledad, querida Ana. Hay que llenar el estómago de piedras, sentir el aliento de la literatura en la nuca, auscultar los latidos de las comas y mirar más allá de nuestro ombligo. Ya algún día olerás la tinta. Cuentan que Schopenhauer, cuando terminó El mundo como voluntad y representación, envió el manuscrito a su editor con la siguiente nota: “Este libro será en tiempos venideros fuente y ocasión para un centenar de otros libros”. Unos años más tarde, los editores le dijeron que la primera edición de su libro sirvió, entre otras cosas, para reciclar papel, aunque el tiempo dio la razón a Schopenhauer. Tenemos que debernos a nuestras palabras, Ana, aunque luego el único dinero que hagan sea el de fabricar folios marrones, de esos que te decían que tenían ese color porque eran reciclados, cuando estabas en la escuela, y que olían tan mal.

PD: Le debo una receta de puchero.


 Abraham Guerrero Tenorio. 
Foto: Juan Marsé. 

Publicado el lunes, julio 21, 2014 por La enfermedad de las Turas

Sin comentarios

miércoles, julio 09, 2014

 Hay tardes, antes de los partidos, que se parecen mucho a pozos negros. Son tardes en las que atinas a tintinear una cucharilla en una taza de café durante horas. Te sientas solo en el sofá porque el resto de la humanidad te parecen demonios. No hay ningún consuelo hasta que empiece el duelo. Ayer fue una de esas tardes, con la salvedad de que unas horas antes del partido, salí a pasear por las calles de Hannover porque teníamos visita. En el paseo nos acompañaba la pequeña Victoria. Cuando andábamos a la altura de Kröpcke, Victoria sacudió el bolso de su madre un poco asustada, preguntando <<mamá, ¿quiénes son esos rubios?>>, señalando a unos chavales que se acercaban en tropel hacia nosotros con las camisetas de Alemania. Luego fuimos a cenar a un restaurante griego, a unos diez minutos de mi casa. Mientras pedíamos la cuenta, empezó el partido.
Brasil sacó la cabeza de Neymar, para que los alemanes se sintieran asustados, como cuando Tom Hagen coloca debajo de la cama del productor Jack Woltz la cabeza de su caballo favorito. Pero los alemanes no gritaron mucho. Nada más empezar el partido, Julio Cesar sintió un tic nervioso en los ojos. Los entrecerró, mirando al frente, sospechando de algo. Creía ver, por los vomitorios del estadio, la silueta de unos tanques acercándose. No podía ser verdad. La película que ellos habían escrito era muy distinta. Tenían la metralleta preparada para el que quisiera cogerla. Tenían la metralleta preparada para la masacre. Tenían la metralleta bien sujeta como Dadinho tenía una pistola bien sujeta para aniquilar todo un puticlub entero. Por puro placer. Con maldad. La misma maldad que Scolari inculcó a sus pupilos para el Mundial. Los jugadores de Brasil realmente eran los Bad Boys del torneo. Pero el primer disparo fue germano. Los sacudió. Se produjo sin que ningún jugador brasileño supiera qué pasaba. Intentaban mirarse sacudiéndose el polvo de los ojos. Sólo Julio Cesar había sospechado algo. <<Son los tanques>>, pensó mientras apartaba escombros para recoger el balón dentro de su portería. Pero no dijo nada porque no quería creerlo.
La camarera nos dio la cuenta de la cena. Pagamos con prisas. No nos queríamos perder ningún detalle de lo que se antojaba como un buen partido. Qué digo buen partido, un partidazo. Me relamía pensando en la metralleta de los brasileños. En el camino a casa llovía y eso lo hacía todo más trágico. Sólo tardamos diez minutos en llegar. En el trayecto oímos gritos. Muchos gritos al principio. Luego bocinas. Nos mirábamos porque no sabíamos qué pasaba. <<Han pitado penalti y por eso gritan. Luego han metido gol y de ahí las bocinas>>, dije. Luego oímos palmetazos en una espalda. Luego oímos risas locas. Entré en la casa y encendí la tele. Alemania ganaba 0-5. Por el césped, unos tanques muy verdes y que daban mucho miedo se deslizaban como salamanquesas venenosas.
En la segunda parte, los rubios alemanes flirteaban, calzando botas negras y con el macuto a la espalda, con las mujeres brasileñas. Mientras, detrás de ellos, los tanques seguían su labor, unas veces rozando el objetivo, otras veces atravesando el corazón de la portería. Hasta dos veces más, como si no la hubieran liado ya bastante. Las madres lloraban. Los niños preguntaban <<mamá, ¿quiénes son esos rubios?>>. El partido terminó. Brasil se había encomendado a una metralleta y acabó mordiendo una frase insípida de Paulo Coelho. David Luiz rezaba al cielo. Julio Cesar le decía a sus compañeros, que lo miraban extrañados, como se mira a alguien que balbucea y se da guantazos en la cara, <<yo los vi, yo vi los tanques>>.
La derrota de Brasil es una de esas derrotas que los aficionados repasan dos días después, tres meses después, diez meses después, un año. Algunos pensarán: <<¿y si David Luiz no hubiera dejado a Müller solo?>>. Otros: <<¿y si la vértebra de Neymar no nos hubiese servido para cabeza de caballo?>>. Otros: <<¿y si una tormenta hubiera suspendido el partido?>>. Yo todavía pienso que el cabezazo de Ramos pasa dando un lengüetazo al poste de Courtois, y que Godín, tras el pitido final, se abraza llorando a Simeone.

Foto: Thomas Müller.   

Publicado el miércoles, julio 09, 2014 por La enfermedad de las Turas

Sin comentarios

lunes, julio 07, 2014

 Mi padre creció sin padre y eso siempre me resultó muy extraño. Mi abuelo murió trabajando. Cayó por un boquete y se mató. Nunca conocí a mi abuelo paterno, pero le tuve mucho miedo. Mi casa también era la casa de mi abuelo y de mi padre. Para subir a mi casa hay que pasar por un pozo que antes estaba tapado por un barreño de metal, el cual no abarcaba todo el boquete y dejaba las esquinas libres. Mucho tiempo estuve pensando que cuando pasara al lado del pozo la mano de mi abuelo resurgiría por una de las esquinas, una mano gris y huesuda, y me absorbería a la oscuridad como una lagartija absorbe una mosca.
Mi padre nunca me ha hablado de su padre. Ahora sé que es porque duele mucho. Yo crecí sabiendo que había un abuelo, pero también he crecido sabiendo que existe La Muralla China. Muchas veces, mi padre se sienta en el patio de mi casa a dibujar, pero no dibuja. Entonces me imagino que piensa en su padre, que le diría las mismas cosas que él me decía a mí, como que cuando se acercara una avispa le enseñara la lengua y me la apretara con los dientes para que no me mordiera. Mi padre dibuja bien y está aprendiendo rápido. Me enseña sus cuadros con devoción y riendo. Yo a todos le asiento. Algunos no me gustan, pero otros son muy bonitos. Mi padre nunca estudió arte en la escuela pero sabe de Monet y Van Gogh y Cézanne y Manet y Renoir y yo muchas veces le digo que en el agua de la Puesta de sol de Monet parece que hay boñigas de cabra, aunque a decir verdad no le digo boñigas, le digo que parece que hay mierdas de cabra, a lo que él sonríe y me dice que el Impresionismo es lo mejor y yo no le contradigo porque a mí también me gusta.
Mi padre nunca me abofeteó pero una vez hizo que me meara encima. Yo andaba preocupado en lo ancho que deberían ser mis pantalones y en odiar a mi padre. Lo odiaba de verdad. Le deseaba cosas malas. Me daba placer chulearle, sobre todo en el fútbol. El Valencia y el Real Madrid eliminaron en semifinales de Champions por esos años al Barça y recuerdo que por dentro me alegré porque sabía que se estaba jodiendo vivo. Hizo que me meara encima porque una vez cerré la puerta de mi casa con mis hermanos, con él y yo afuera y las llaves dentro. Tenía mucha ira en la cara pero no quería abofetearme a mí y le daba puñetazos a la pared. Yo me meé encima y quise abrazarlo y pedirle perdón. A mis hermanos nunca los abofeteó tampoco pero una vez abofeteó a un chico que se metía con mi hermano. Le dijo algo así como que a su hijo nadie le iba a hacer la vida imposible, como cuando Robert de Niro es el padre de Calogero en Una historia del Bronx y le dice a Sonny <<no te acerques a mi hijo>>.
Nunca he visto llorar a mi padre, aunque una vez lo escuché, o eso creo. Su hermana se había puesto muy enferma y creo que él lloraba en la cocina de mi casa. Me sentí como con bruma en el pecho y fui a casa de mi primo para preguntarle si él también había escuchado a su padre llorar en la cocina. No es la única vez que he sentido como bruma en el pecho al escuchar a mi padre. Antes acostumbraba a leer mucho por las madrugadas. Muchas veces leía tantas horas seguidas que apartaba la vista del libro cuando oía el despertador de mi padre. Entonces me apresuraba a mi cama, con el libro de García Márquez, de Cela o de cualquier mierda que estuviera leyendo en ese momento, debajo del brazo, porque sabía que si mi padre lo veía rodando por el sofá, descubriría que me acababa de acostar porque él se había levantado, y al día siguiente se cagaría en la madre que me parió y en la madre que parió a Cela y García Márquez. Cuando estaba en la cama, veía a mi padre, por la ventana de mi habitación, sacudir en la pileta del patio sus zapatos del trabajo manchados de polvo, para ponérselos algo más limpios. Eso me daba mucha pena porque no quería que mi padre se tuviera que levantar tan temprano para ir a trabajar. Me gustaba pensar, agarrado a la almohada, que mi padre se marchaba cagándose en la madre del trabajo, de los pájaros que empezaban a cantar y en los santos difuntos de la jodida y perra vida.

Foto: Una historia del Bronx.   

Publicado el lunes, julio 07, 2014 por La enfermedad de las Turas

Sin comentarios