Cuando en la serie The Wire, Omar Little pedía consejos a Butchie, el mundo se paraba. Butchie cumple a la perfección ese refrán que dice más sabe el diablo por viejo que por diablo. Privado de la vista, desarrolló dos virtudes indispensables para cualquier ser humano: la serenidad y la reflexión. Y si he dicho indispensables para cualquier ser humano, más indispensables si cabe para los personajes que habitan las calles de The Wire, donde el silbido de las balas te hacen saber que una vida vale lo mismo que una hamburguesa. Omar se sentaba en la barra del bar de Butchie, con mohín torcido, exponía el tema y esperaba a que su consejero canalizara toda la información. El ciego, con la expresión en el vacío que le otorgaban esos ojos que miraban hacia atrás, aguantando el silencio sin dejar de darle brillo con un paño a un vaso, dictaba la solución: la única y posible que su protegido podía tomar para salvar su pellejo. El mundo comenzaba a funcionar y los que temíamos por la vida del delincuente respirábamos mejor. Pero yo no escuchaba los consejos de Butchie, yo miraba sus ojos y pensaba en la niebla.
Hay libros que llevamos dentro como una cicatriz, y eso ya es para toda la vida. Lo mismo que digo libros, también me refiero a poemas, versos sueltos, relatos, y un largo etcétera que no acabaría nunca. Por ejemplo, en una tarde gris y de lluvia, mientras escribo, miro a la ventana del salón donde vivo y me acuerdo de Antonio Machado. Monotonía de lluvia tras los cristales. Yo nunca me he visto de niño vestido de colegial y mirando los puñetazos de la lluvia en las cristaleras, pero desde que conozco a Machado, y sin ser un niño, cada vez que llueve me asomo al cristal que tengo más cerca, poso mi sien en él y repito: Monotonía de lluvia tras los cristales.
Pero además de lluvia, en Hannover ahora mismo una niebla suave se va apoderando de los tejados de las casas. Camina lenta, para que la veamos llegar, y yo, con mi sien apoyada en el frío ventanal, escuchando la metralla del aguacero, me olvido de Machado y recito: las cuencas blancas de los ojos de un ciego. Ninguna imagen se asemeja mejor a la niebla que ese verso. Mª Jesús Ortega es la artífice, una poeta más entre muchos poetas, cuyo libro seguramente sólo conozcamos unos cuantos, pero que carga sus poemas de un dolor y de un ritmo, que cada acento retumba en la cabeza como un martillo golpeando un yunque. Las cuencas blancas de los ojos de un ciego, un verso que pertenece a un poema que dedica a la niebla en su libro Toque de arrebato (Delegación de Cultura del Ayuntamiendo de Arcos, 2006). Una imagen que me acompañará toda la vida; un poema que yo recitaba cuando veía los ojos de Butchie mirando al vacío.
Y es que es curioso este paisaje de tejados verticales y de casas en medio del bosque. Miro la niebla y veo ciegos paseando por las aceras, con sus cuencas blancas y andando sin bastón porque qué más cómodo que andar por la niebla si tus ojos son la niebla. La niebla de Mª Jesús. Que ahora también es la mía. Que llega con su espíritu de nubes y de sombras, te hace temer y apartar la vista de la ventana, porque viene con la melena suelta y un vestido blanco y una risa loca, envolviéndolo todo, metiéndote dentro de ella, cumpliendo su propósito: el recordatorio espeso de que no estamos en ninguna parte.

Foto: Omar y Butchie. 

NOTA: Éste es el poema al que se hace mención en el artículo.


Niebla en el castillo de Fatetar



Parece que no estamos en ninguna parte.

Tras los cristales, el vacío mojado,
las cuencas blancas de los ojos de un ciego.
Huele a moho.
Sobre las mesas corretean en espíritu puro
sombras y nubes.
Dan ganas de arrimarse a alguien
y hay espanto,
un espanto blando y muy secreto
que prefiere correr hacia lo oscuro,
echar las persianas,
cualquier cosa antes que levantar la vista
hacia esas ventanas sin sentido,
huir del despiste temprano
de este extravío correoso.
No hay más remedio que hacerse el loco
y negar el saludo a los cristales
que retienen como pueden ahí fuera
la lechosa exageración que es hoy la niebla
y su recordatorio espeso
de que no estamos en ninguna parte.


Mª Jesús Ortega, Toque de arrebato, 2006.