jueves, noviembre 17, 2016

 Llegas a casa después del trabajo. Tienes la cena hecha desde el día anterior para ahorrar tiempo, te das una ducha, recalientas la comida, te desparramas en el sofá -si el día está para lujos quizás abras una lata de cerveza-, enciendes la tele e intentas buscar algo que te aleje cuanto más mejor de la cómoda miseria en la que vives, algo que no te haga ver nítido lo que el Pijoaparte vio enseguida la primera vez que se acostó con Maruja, en la novela Últimas tardes con Teresa: «la aceptación de la pobreza». Pero es imposible. La televisión está hilada para que la gente llore o para que sienta envidia de los ricos: el millonario que nos ofrece su lujosa casa para que podamos ver cómo viven los dioses; Bertín Osborne entrevistando en su casa asimismo ostentosa a cualquier colega -si el día está para lujos quizás entreviste al Presidente del Gobierno-; o sino, lo contrario: la periodista que inicia ilusionada su andadura por televisión y entrevista a una señora mayor cuya casa ofrece humedades del tamaño de un galápago; si cambias ves a la misma becaria con distintos apellidos entrevistando a una anciana que cobra una pensión mínima y no puede pagarse un elevador para subir los 20 escalones que dan acceso a su vivienda; en otro hay una señora distinta «con tres bocas que alimentar» y que pide ayuda, mientras una presentadora con una sonrisa renacentista alienta a edición para que rotulen un teléfono con el fin de que donemos «solidaridad». Extasiado por tanto drama, pides a gritos los anuncios, pero cuando éstos llegan, vienen de la mano del dramón definitivo: la señora mayor que chochea y cree que le ha tocado el gordo de lotería, con todo un pueblo ayudándola -inclusive un nieto holgazán que representa milimétricamente a los jóvenes de España- en la mentira. Más tarde, el chispazo final, con la señora regalando el décimo a su hijo.
La Lotería de Navidad se ha propuesto no dejarnos descansar de la desdicha social ni siquiera en los anuncios. Antes, al menos, su publicidad iba destinada a irradiar felicidad y magia. Eran reclamos tiernos, un artificio que el publico se alegraba de ver. Eran, en definitiva, lo que se espera de la Navidad. Estos elementos se han sustituido por cortometrajes donde el único fin es la llorera, pero además, lo hacen de la forma más ruin posible, utilizando la ilusión de un obrero cualquiera o de una anciana preocupada por su hogar. Una sensiblería barata que, de todas formas, funciona, porque el público ya se ha acostumbrado a la compasión que tantos y tantos años lleva vendiéndonos la televisión, a llamar solidaridad a lo que es caridad, al hecho de que tan sólo la suerte repartida un día al año será capaz de sacarnos la cabeza por el balcón para que respiremos. Yo no he llorado con el anuncio de la Lotería. Es más, he sentido un poco de vergüenza ajena ante esa estampa costumbrista y pueblerina llena de estereotipos manidos, con el joven enganchado al móvil tratando mal a la abuela, incluso cuando pide colaboración a sus vecinos se resigna ante la locura de la anciana. Tampoco me gusta la condescendencia del pueblo. Es irreal, gris y obsoleta, porque la sociedad en la que vivimos, sea en Villaviciosa o sea en Barcelona, es egoísta de por sí, por lo tanto, no me creo nada de lo que sucede en él. Llámenme insensible, pesimista o agorero si quieren cuando lean este artículo. Quizás toda la culpa de mi visión hacia él no la tenga ni el propio anuncio. A lo mejor me influye también que toda la televisión se ha convertido en unos cuantos ejecutivos codiciosos que exclaman cuando estrechan la mano del creativo: «¡Qué lloren! ¡Qué lloren!».

Publicado en Andalucía Información (18/11/2016)

Publicado el jueves, noviembre 17, 2016 por La enfermedad de las Turas

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viernes, noviembre 04, 2016

 Vivimos en una constante batalla dialéctica sobre qué está bien y qué está mal, sobre qué es cierto o qué es falso, sobre si fue cobra o no lo que David Bisbal le hizo a Chenoa. Roberto Bolaño era un buen discutidor. Cuenta Vila-Matas que la última vez que lo vio le habló muy mal de Bush, algo que le parecía lógico. Sin embargo, Bolaño le defendió algunos aspectos de la administración Bush, con tal de refutar algo. Discutir, discutir, discutir. Es algo magnífico. El problema viene cuando hay temas que no admiten discusión, y sin embargo lo hacemos; y más problema aún cuando las instituciones que nos representan, entre las que voy a incluir los medios de comunicación, crean controversia en temas en los que difícilmente entra el debate, cuando su misión debe ser la de educar. Uno de estos temas es la mujer. 
Hay dos puntos en la sociedad en los que la mujer está siendo una víctima incuestionable, una víctima sin defensa por ciertos clichés tan arraigados a los habitantes españoles que parecen normales. Uno de ellos es el maltrato. Estamos acostumbrados a él, a que aparezcan todos los días noticias de mujeres asesinadas, de mujeres pegadas. Tan acostumbrados que ya difícilmente son noticia. Cuando esto ocurre el acontecimiento suele ocupar dos o tres minutos en el telediario y una columnita en los periódicos. Una sacudida de conciencia en toda regla. Sin embargo, cuando una mujer hace una denuncia falsa, se presiona el botón rojo del escándalo inmediatamente, y toda España entra en una espiral de debates sobre las ventajas que tienen nuestras mujeres ante la justicia por ser mujeres, sobre qué pasa con los hombres maltratados, sobre cuánto caso hay que hacerle a una denuncia... Y el debate no sólo lo crea el ciudadano. Por ejemplo, una mujer hizo una denuncia falsa hace poco y dijo que su pareja la había maltratado poniéndole pegamento en la vagina. La mayoría de telediarios ocupó algo más de tres minutos en aclararnos la noticia, y El Mundo, periódico conocedor de que sólo el 0,4% de las denuncias por maltrato son falsas en el caso de las mujeres, creyó oportuno hacer un reportaje a doble página con una foto bien grande de la falsa denunciadora en el que se podía leer el siguiente titular: «La mentirosa del pegamento». Desconozco cuál era el objetivo de tan extenso reportaje. Lo que sí tengo claro es que dándole voz a un suceso tan anecdótico en cuanto al volumen de las verdaderas víctimas, se enfanga el debate, se crea la opinión de que tampoco los hombres son tan malos. Y ese no es el asunto. La cuestión es que cientos de miles de mujeres son víctimas de un machismo aplastante cada año.
Otro ejemplo que me dejó perplejo fue un tweet de la Policía hace poco: «Hoy es el amor de tu vida y mañana, si te he visto no me acuerdo...Piensa dos veces antes de enviar una foto subidita de tono. Evita #sextorsión». De nuevo creo que el enfoque no es el oportuno. Yo pienso que, en lugar de aleccionar a una mujer para que no envíe fotos a quien ella elige que debe ser condescendiente con su privacidad, se debería aleccionar al ser que, en un acto de hombría fanfarrona, decide que la privacidad de otra persona debe ser objeto conocido para todo un pueblo o toda una ciudad. Con ese tweet, la policía carga de responsabilidad a la víctima, es un «mira que te avisé» insensato. Porque lo cierto es que hay personas que piensan que si la foto de una chica circula por las redes es por culpa de ella, por ser «tan inocente de mandar esas cosas sabiendo lo que luego pasa». Y si la policía, cuerpo encargado de nuestra seguridad, ofrece un argumento de ese estilo, está dándole la razón a todo el machismo que cree incondicionalmente que la mujer va de víctima, que es el enemigo, que va provocando.

Publicado en Andalucía Información (4/11/2016)
Foto: Sólo mía. 
 

Publicado el viernes, noviembre 04, 2016 por La enfermedad de las Turas

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