martes, noviembre 04, 2014

 Paco estaba borracho y yo le iba a la caza. Era uno de esos días en los que no había ocurrido nada, de esos días en los que la botella aparece como un consuelo. En la calle había mucha gente porque se celebraba una feria o algo así, después de tres chupitos de Jägermeister era imposible recordar qué nos había llevado a tal estado. Paco fue a mear, lo recuerdo nervioso, pero más nervioso lo recuerdo a la vuelta, cuando se acercó rápido hacia a mí, me agarró por los hombros y me dijo: <<Estaba meando y había una mierda en el suelo, le he disparado con el pis hasta que la he deshecho. Qué estúpido soy, Abraham, podría estar toda la vida en esa situación>>.
Lo cierto es que no me pareció estúpido. De hecho, me pareció alcanzar una lucidez sorprendente con aquel testimonio. La lucidez es una virtud exclusiva a las cosas que parecen estúpidas, es una chispa de la que sólo pueden dotarse personas como Paco y como las madres. Mi madre era capaz, con una pregunta, de cambiarme todas las intenciones. Por las tardes siempre me preguntaba <<Abraham, ¿quieres un bocadillo?>>, <<No me apetece mamá>>, respondía yo para que me dejara en paz, <<no te va a apetecer>>, ordenaba mi madre, y a los dos segundos incrustaba entre mis manos un enorme bocadillo de nocilla. Todas las tardes era capaz de engañarme con la misma pregunta.
En realidad, aspiramos a ser personas con ocurrencias estúpidas repletas de lucidez. A ser, en definitiva, como mi amigo Paco, las madres o como Louie, el personaje de la serie de televisión creado por el humorista Louie C. K. Intuimos que es un personaje inspirado en él mismo, pero eso carece de importancia. Louie ofrece todos los rasgos que sospechamos nos harán miserables cumplida la cuarentena. Y eso es lo que nos gusta. Humorista, divorciado y con dos hijas, el personaje destripa la sociedad americana y la estupidez humana con más estupidez. He de reconocer que no he terminado la primera temporada, pero no importa, desde su primera frase <<tengo 41 y soy soltero. En realidad, no estoy soltero, solamente estoy solo>>, uno adivina que se encuentra ante un personaje que te va a narrar todas las circunstancias más insignificantes -que son las más geniales- en las que uno se puede encontrar.
<<Es que en los capítulos no ocurre nunca nada>>, comentan algunos. Qué más da lo que ocurra, ¿acaso en nuestras vidas ocurren cosas?, ¿alguien considera mayor acontecimiento ser Enoch Thompson que ser un cuarentón cualquiera que tiene miedo al dentista, que es depresivo cuando no están sus hijas o que busca a un amor de la infancia con la que tuvo una relación fallida? Louie, en cada frase que exhala, nos invita a reflexionar sobre los problemas cotidianos, como el funcionamiento de los aeropuertos, la educación de los hijos o la religión. Todo ese contenido está inmerso en la serie. No es sólo que el personaje hable de cosas estúpidas, es que ocurren muchas cosas.
Aparte, Louie nos lanza a las partes sombrías de nuestro salón con un existencialismo duro. Detrás de cada carcajada hay un punto de patada en los costados, de mueca resignada. Todos sabemos que esto es una carrera cuesta abajo y Louie nos lo desgrana, a través de la risa, para que no nos quepa ya ninguna duda. No voy a descubriros nada nuevo, puesto que la serie se emite desde 2010 y yo acabo de empezarla, pero os invito a que la desmenucéis tan tarde como yo lo he hecho, porque es una de las imprescindibles. Recuerdo que hace poco mi hermana me dijo que tenía mucha barriga. Yo, que ya había empezado a ver la serie, pensé en contestarle con lucidez aplastante, pero como ni soy mi amigo Paco ni una madre, sólo pude acordarme de Louie, cuando en unos de sus monólogos dice: <<Nunca me acosté con alguien por mi apariencia, en toda mi vida. Lo sé, nunca gané nada por mi apariencia. No dices: “La estoy perdiendo, ¿qué voy a hacer ahora? Nunca me dio ventaja en la vida>>. ¿No es genial? A todos nos gustaría ser Louie.   

Foto: Louie

Publicado el martes, noviembre 04, 2014 por La enfermedad de las Turas

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martes, octubre 21, 2014

Estimada Ana,
Supongo que se habrá preguntado por el extraño motivo de una ausencia tan prolongada. Todo tiene una explicación. En mi caso, no debiera ser una excusa, pero si atendemos a la concatenación de los hechos, si auscultamos la respiración de los actos, he de suponer que puedo volver a contar con la generosidad de su atención.
Tengo que decirle que acabo de sufrir una mudanza. En realidad no hace un día, ni dos, ni tres. Fue hace dos meses exactos. Aunque como sabe, usted que huyó de la provincia a la capital, una mudanza puede dejarle a uno vacío. A decir verdad, hay pocas cosas que tenga que contarle, pero he abierto mi ordenador y he notado un agujero negro en la barriga. No me he asustado, casi que lo esperaba, mas si he sentido unas ganas horribles por hacérselo saber. Una mudanza trae consigo cosas tristes, muy tristes, tristísimas. Intentaba convencerme mientras empaquetaba cajas de que no me dejaría arropar por el manto de la tristeza. Es inevitable, tiene unas uñas capaces de abrazarte.
Para combatir el tedio de las tardes doblo calcetines. Todos. Los de mi padre, mi madre y mis hermanos. Los doblo y miro por el balcón como caminan los viejos y las viejas con la rebeca negra recogida, intentando evitar los saludos de la gente. Y también pasan hombres y mujeres muy cabizbajos, como si les pesara andar, como si tuvieran encima ya a la vida aprisionándoles. Yo les digo los hombres oscuros. No es una ocurrencia mía, por supuesto, no estoy a la altura de un calificativo tan soberbio, es el título de un poemario de Julio Mariscal. Pasan hombres oscuros. Ahora no puedo evitar pensar que el poeta hilvanaba los versos mientras planchaba calcetines.
En cuanto a aquello del clima, no te voy a negar que he agradecido unos rayos de sol. El norte de Alemania está demasiado abrigado por las nubes. La otra mañana me encontraba en Cádiz, ya sabes, burocracia superflua -en Cádiz me di cuenta que llevo cinco años con los estudios retrasados, quizás sea un lustro glorioso para mi futuro currículum-, y me encontré con una chica alemana. Estuvimos hablando del sol. Uno, que es inocente y cree que la gente no se arraiga a su tierra, intentó sacarle las tripas de la envidia a la chica en lo referente al clima. Pero ella, muy rubia y muy segura, me dijo que ya echaba de menos las nubes. <<Eres muy triste>>, le dije yo, además en alemán, demostrando que sé medir las palabras con la gente desconocida, sobre todo con alemanes. Creo que no le sentó muy bien.
Aparte del desastre que te deja un cambio de domicilio, una película sobre mudanzas ha duplicado la voracidad de la hecatombe. La película se llama Boyhood. En ella, un chico sufre las funestas consecuencias de andar cada dos por tres de un lado para otro, amontonando la desdicha de que en realidad, por muchos cambios de domicilio que hagas, nunca pasa nada. Y en esas ando, conociendo que nunca he hecho nada en mi vida. <<Es como si siempre es ahora mismo>>, dice el protagonista de Boyhood. Aunque nada cambie, eso es lo que nos gusta, querida Ana, estar siempre en la tarea de doblar calcetines, mirando pasar hombres oscuros, masticando la desdicha.
 
Foto: Boyhood.

Publicado el martes, octubre 21, 2014 por La enfermedad de las Turas

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lunes, octubre 06, 2014

Sentí la desgracia cuando le di un mordisco al bocadillo de mortadela y tragué papel de plata. Entonces supe que no había vuelta atrás. Era ese tipo de desgracias que no sabes cuándo ha llegado, pero que se te agarra a la cintura y te corre dos boquetitos más del cinturón. Solté los pendientes en el bolsillo derecho del pantalón, que cayeron en la tela como dos piedras lanzadas desde un barranco. Recordé las palabras que me dijo en la clase de Conocimiento del Medio el Lúa: <<Tú no te achantes, Abraham, el no ya lo tienes por respuesta>>.
Así que cuando la vi, con un chándal de campana y rodeada de amigas, me dirigí a ella, bajo la atenta mirada del Lúa. Entré en el corro de amigas, pareciendo que entraba en un país extranjero. <<Me gustas, Flori, te he comprado estos pendientes>>, le dije, y le entregué dos zarcillos con forma de F que habían estado saltando entre mis dedos dentro del bolsillo. Las carcajadas estallaron, tanto que los chicos que jugaban al fútbol se quedaron mirando. Caí en la cuenta de que desde las risas estaba en el centro de las miradas de todo el recreo, que estaba siendo historia viva de 4º, 5º y 6º de primaria. <<Todavía estás en 4º, no has hecho la comunión y eres muy menudo, las chicas de 6º no salimos con gente como tú>>, me dijo con voz chillona. Volvieron a tronar las carcajadas.
Un amor de colegio o de instituto puede conducir a una desgracia que puedes estar arrastrando toda la vida. Ocurre en Fargo, la serie de televisión basada en la película de los hermanos Coen, cuando Lester Nygaard se encuentra con Sam Hess -un antiguo compañero de instituto estúpido, de esos que te dolía encontrártelos por la calle cuando ibas con tu madre- acompañado de sus dos hijos, más estúpidos si cabe. Sam comienza a contarles las putadas que le hacía a Lester cuando estaban juntos en el instituto. Lester lo aguanta, enterrando la vergüenza. Sólo se altera un poco cuando Sam le recuerda que su actual mujer, que ya era novia en el high school, le hizo una paja en el baile de fin de curso. A partir de ahí la vida de Lester se convierte en una trabazón de asesinatos, mentiras y huidas de la policía para sortear la inevitabilidad de la muerte.
Estoy seguro de que Lester no imaginó, ni por un segundo, que las palabras de Sam desembocarían en una concatenación tan seria de desgracias. Pero la desgracia no necesita de avisos ni cosas por el estilo. Simplemente está ahí, a la espera de que te raspes con la lija del estropajo, de que te salte el aceite en la camiseta, de que firmes un contrato de trabajo, como le sucede a Larsen cuando acepta el cargo como Gerente General de una empresa importante, en El Astillero, la novela de Juan Carlos Onetti. Desde que lo acepta lo inundan la tristeza y el plomo de la existencia, el llanto silencioso y el paso lento. <<Esta es la desgracia -reflexiona- […]. no es que venga y se quede, es una cosa distinta, nada tiene que ver con los sucesos, aunque los use para mostrarse; la desgracia está, a veces. Y esta vez está, no sé desde cuándo>>.
El caso es que la semana pasada, para huir del desastre, me refugié en la barra del bar de siempre. Mientras contemplaba flotar los dos cubos de hielo del gin tonic, una voz chillona irrumpió por la puerta. Iba rodeada de un corro de amigas. Al principio pensé que era una chica más. No le hice caso. Era un poco chabacana hablando y algo escandalosa. Pero al pararme en sus facciones, al poner el oído en la cuchilla de su voz, supe que era la Flori. Me puse algo nervioso, pero nada grave, ninguna urgencia que no pudiera superar con un trago largo. Al rato, cuando los cubos de hielos no eran más que dos lágrimas flotantes, sentí una mano azotándome el hombro y escuché: <<Muchacho, ¿tienes un cigarro?>>. El cigarro se me cayó cuando se lo ofrecí y el corro de amigas tronó en carcajadas de nuevo. Supuse la tragedia. Apuré el vaso y me marché a casa.
El hambre acudió a mí cuando abrí la puerta. Imaginé que eran los nervios. Me dirigí a la cocina y vi encima de la encimera un plato de filetes empanados. Agradecí tener una madre. Pero cuando di un mordisco, una viscosidad inmunda trepó por mi lengua. No eran filetes empanados, eran berenjenas rebozadas. Vomité en el fregadero. Abandoné la tarea de recogerlo para el día siguiente, ajeno a que aquello era un acicate para una bronca monumental. Luego me acosté, con la desgracia en el estómago, pero orgulloso porque la Flori me había pedido un cigarro. Le había ganado una trivial batalla a la infancia. 

Foto: Fargo

Publicado el lunes, octubre 06, 2014 por La enfermedad de las Turas

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martes, septiembre 30, 2014

El final del verano no es más que una derrota dulce -si es que existen las derrotas dulces-  la cual nunca esperas que llegue. Sabes que la felicidad acabará por meterse en cualquier rendija de tu patio, escabulléndose como el rabo de una rata, para dejar paso al no sé qué de tristeza que olemos desde lejos. <<Sabremos que el hastío ha vuelto a derrotarnos, / sabremos que perdimos otro verano mas. / Que nos ganó la vida una trivial batalla.>>, nos dice Juan Bonilla en un poema titulado Muchachas de septiembre. Una sentencia de manual si no fuera porque en mi pueblo, Arcos de la Frontera, el verano es capaz de prolongarse hasta bien entrada la hojarasca amarilla del otoño.
Aquí tuvimos la destreza de alargar el verano, lo cual no debería ser una mala noticia, de no ser porque el otoño tiene la habilidad de meterse de sopetón por la ventana de tu salita, ya sea 21 de septiembre, 29 o principios de octubre. No importa, es un clima establecido en mi pueblo para el día después de la festividad patronal, que celebramos con una feria. Podríamos haber hecho como en cualquier otra parte de España, donde reciben el otoño a principios de septiembre, lo mismo un miércoles o un jueves o un sábado, si es este último día mejor, pues acoges la tristeza armado de gin tonics. Aquí no. Aquí colocamos la festividad patronal al final de septiembre y le damos al lunes la capacidad de aniquilarnos, de que nos eche por encima un manto de oscuridad. Recuerdo el final de la feria de mi pueblo de hace tres años. Durante la fiesta bebí con la conciencia débil, sin saber que cada chupito que entraba en mi garganta como un raquetazo era un manojo de avispas haciendo un nido de resaca. Cuando desperté, después de tres días bebiendo que me parecieron uno, sólo pude atinar al desconcierto que me provocaban los zumbidos de avispa de la resaca pasando al lado mío. Estuve doce horas seguidas en la cama oyéndolas con la sábana cubriendo mis ojos. Al día siguiente le dije a un amigo que <<la sábana ardía; que aquello era la sábana de la muerte>>.
Lo mejor sería huir, como antes se huía. A la facultad, a pelarle papas a tu madre o al bar de tu amigo para emborracharte más y no verle los ojos rojos a la resaca. Pero la escapatoria sólo era posible antes. Ahora la tristeza que trae consigo la resaca está también en las calles del pueblo. Puedes oír, a lo sumo, dos o tres motos cuyo destino es una de mis mayores incógnitas durante ese día. O puedes ver a mujeres vestidas de negro caminar calle arriba como si arrastraran un sembrador con la espalda. Son como las ánimas que pululan en Comala, el pueblo de Pedro Páramo, la novela de Juan Rulfo. Precisamente, ese día en que se ha acabado nuestro verano me recuerda a un pasaje de la novela de Rulfo, cuando Damiana Cisneros, sumergida desde su cama en la noche, bajo la luz de una luna triste, oye continuos bramidos de toros, y dice: <<Esos animales nunca duermen. Nunca duermen. Son como el diablo, que siempre anda buscando almas para llevárselas al infierno>>.
Lo mismo ocurre con el día de después de feria en mi pueblo. Nunca duerme, bramándonos en el oído, para recordarnos que su día va a llegar, que la felicidad dura lo que dura el verano, que lo vamos a sentir aunque hayamos huido de la feria a un hotel a pie de playa. A esas personas, que aparecen vestidas de verano en el día crucial de su fin, les llega la hora en cuanto se quitan la pulsera de Todo incluido.  

Foto: Días sin huella

Publicado el martes, septiembre 30, 2014 por La enfermedad de las Turas

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lunes, septiembre 15, 2014

Una señal es argumento suficiente para que ponga de puntillas mi desconfianza. Ocurre que a veces es mejor sentarse en el sofá, con el mando de la Play Station en la entrepierna disputando un Fiorentina-Sassuolo, y dejar que los acontecimientos que vienen, por muy graves que sean –es posible incluso que tu madre te mande embalar con papel de plata una tortilla-, se solucionen por sí solos. Así al menos riges tus tardes por fracciones de tiempo que van de diez minutos en diez minutos, lo que dura un partido de consola. Porque una señal, una minúscula señal incluso, es capaz de taladrar el tiempo como un obrero municipal taladra la acera de tu calle a las ocho de la mañana.
Me atrevo a afirmar, a sabiendas de que los eruditos acuchillarán la pantalla de su ordenador cuando lo lean, que el tiempo es aquello que transcurre con normalidad hasta que una señal aparece. Se me viene a la cabeza un relato de Cortázar titulado El perseguidor. En él, el escritor argentino nos cuenta las manías y los problemas existenciales de un saxofonista de jazz enganchado a la marihuana llamado Johnny Carter (personaje inspirado en el saxofonista Charlie Parker), desde la perspectiva de un crítico musical llamado Bruno. En el relato, Bruno nos cuenta: <<Johnny estaba en gran forma en esos días, y yo había ido al ensayo sólo para escucharlo a él y también a Mile Davis. Todos tenían ganas de tocar, estaban contentos, andaban bien vestidos (de esto me acuerdo quizás por contraste, por lo mal vestido y sucio que anda ahora Johnny), tocaban con gusto, sin ninguna impaciencia, y el técnico de sonido hacía señales de contento detrás de su ventanilla, como un babuino satisfecho. Y justamente en ese momento, cuando Johnny estaba perdido en su alegría, de golpe dejó de tocar y soltándole un puñetazo a no sé quién dijo: “Esto lo estoy tocando mañana” […] “Esto ya lo toqué mañana, es horrible, Miles, esto ya lo toqué mañana”>>. Es una prueba incontestable de que una señal puede desbaratar el tiempo como unas manos torpes un cubo de Rubik.
 Por eso yo soy de los que cuando perciben una señal sienten frío en el cogote. Recuerdo lo que le ocurrió a un amigo hace unos años. Mi amigo vivía en un barrio residencial a las afueras del pueblo, en el que se entraba por entre dos tinajas que encuadraban el camino a seguir. Podemos decir, hablando rápido, que las tinajas eran una señal en los días de lluvia, ya fueran de agua o de alcohol. Lo normal en los habitantes del barrio era no guiarse por las tinajas, sino girar en el punto exacto con la parsimonia de la costumbre. Un dia, mi amigo iba tan borracho que dudó de su parsimonia. Las obras en la entrada del barrio residencial dificultaban un poco la visión. Entonces mi amigo pensó que lo óptimo era entrar por medio de las dos tinajas y luego encauzar el trayecto hasta su casa. Cuando visualizó una tinaja, mi amigo giró a la izquierda, y en el momento en que creía que sentiría la carretera suave debajo de las ruedas de su Hyundai, se vio cayendo con precipitación hacia la cuneta de un pinar. Cuando se bajó del coche para averiguar qué había ocurrido, con fango y hojas de pino hasta el cuello, se dio cuenta de que la primera tinaja había desaparecido y se había dejado llevar por la tinaja incorrecta. Hubiera sido más fácil cerrar los ojos y que el coche hubiera girado solo, sin señales de por medio.  
En realidad, os hablo de las señales porque el otro día tuve un sueño. Los sueños son otro tipo de señales más escarpadas. En él, mi madre, mi cuñada y mi hermano me esperaban en casa de mi abuela. Cuando llegué, los vi reunidos sobre una pila y me acerqué. Mi cuñada y mi hermano miraban cómo mi madre cocinaba unos excrementos empanados como morcillas de grande. No sé de qué eran los excrementos, sólo sé que no eran humanos. Así, comencé a ayudar a mi madre a empanar los excrementos, y mi madre los cocinaba en un aceite muy aguado, y mi cuñada y mi hermano nos miraban empanarlos y cocinarlos como los que miran a un paleontólogo barriendo con una brochecita una piedra. Luego desperté, y por mucho que estuve pensando no conseguí saber -debéis creerme- qué tipo de señales me estaba mandando el tiempo. 

Foto: Bird

Publicado el lunes, septiembre 15, 2014 por La enfermedad de las Turas

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domingo, agosto 03, 2014

Estimado Abraham:


  Debe saber antes que nada que justo en el momento en que le escribo, tengo un pellizco en el estómago que más bien podría ser una pequeña muerte. Me imagino que sabrá de lo que hablo. No me cabe la menor duda de que hay personas que han nacido para batallar constantemente con su fisiología, en un encuentro y un desencuentro con el propio cuerpo que nos lleva tan al límite, tan a desear la calma, que cuando llega, el cuerpo parece de repente una primavera regalada, y está fresquito como una cama de hotel. A estas alturas de mis explicaciones sabrá que me refiero a las noches en que uno puede entretenerse, obviando la pistola que yo siempre me imagino en una caja amarilla.
 Discúlpeme el mal gesto de comenzar una correspondencia hablando de mí. Pero justamente de eso me parece a mí que me hablaba Vd. en su carta, de la literatura, que viene a ser prácticamente una licencia onanista. Lo cierto es que detesto enormemente todas esas definiciones de literatura que los llamados escritores van dando por el mundo, como si fueran alquimistas que de repente han encontrado algo. Y si se trata de poesía ni le cuento: es escuchar una de esas brillantísimas elocuciones sobre la esencia y los dioses que nos tocan, y descubrir mi cuerpo perforado, emanando un hedor que normalmente tarda una semana en retirarse. Figúrese el apuro que supone para mí ir explicándole a la gente lo que ocurre mientras compruebo cómo se alejan sin ser capaces de soportar el olor que se enquista y se enquista, quedándose por mucho tiempo en la memoria. Un día descubrí que lo peor de la literatura eran los hombres, y ya no quise nunca más saber de ellos. No puedo permitir, y espero que en esto estemos de acuerdo, que una especie que se considera a sí misma privilegiada, arruine lo poco que queda de mi matrimonio con las letras. Aunque eso ya es harina de otro costal y no quisiera abrumarle.
  Esto de que le hablo me ha hecho recordar que cuando recibí su carta, un temporal asolaba la mesa de trabajo donde estaba. Y justo comenzaba a girar en el espacio de la biblioteca, en el centro de una vorágine que hizo saltar las alarmas: todo el personal evacuando, los bomberos de camino, las mujeres y los niños, los hombres después, un violinista en mitad del desastre. Porque como le dije en uno de los escasos encuentros que tuvimos, lo mío con la literatura es un problema irresoluble que he deseado muchas veces resolver como una incógnita llamada X se despeja en las operaciones matemáticas. Y sin embargo no es posible, de tal manera que me enredo en un ovillo que continuamente se contrae y se expande, llegando incluso a deshacerse por las fibras, dejándome solo las últimas hebras para volver a tejer. Y ese era el motivo de la enfermedad que tenía a la ciudad en cuarentena, ese tira y afloja que solo permite el gusto por la lectura los domingos de pascua, y el resto del tiempo se debate entre lo que llegara a ser un día y lo que tan a menudo es un coito muy rápido y casi por compromiso. Pero esos domingos, esos instantes tan breves en que uno encuentra el espejo e inunda el suelo del salón con un llanto primigenio a causa de lo que otros han escrito, vale por todas las vorágines del mundo.
  La cuestión es que leí su carta y desertó el temporal. Y vi la escena congelándose como si todo se hubiera convertido en un cuadro que mientras alguien lo contemple logrará ser impune a la caducidad.
  Me decía Vd. en su carta que le hacía tambalearse la idea de ir aireando por ahí que eso que Vd. ha venido a llamar “nuestras pequeñas intimidades”. Vd. y yo no tenemos de eso, pues el carácter literario de nuestras conversaciones eleva lo que nos decimos al grado malversado de la universalidad. No debe temer. Déjeme decirle, por otra parte, que esa distancia física de la que habla no ha variado por la suma de kilómetros que iban mediando entre su cuerpo y el mío conforme Vd. tomaba su avión y se alejaba de España. Mal suponía yo que era consciente de que lo nuestro se conformó desde el principio en base a este decoro de mutuo acuerdo que nos estrecha en los márgenes de lo incorpóreo, no siendo necesaria la rigurosa visita semanal que muchas veces, he de decir, he deseado. De haber estado Vd. al escribirme en la tierra natal de mi querido Julio, habría respondido a su carta como acabo de hacer.

  Olvide los tomates. Si los viéramos caer sobre nosotros, podríamos bañarnos en su jugo.

  Afectuosamente,



  Ana Rodríguez Callealta.


  PD: Envíeme usted si es tan amable la receta del puchero que me prometió, si es posible, con todo lujo de detalles. No termino de entenderme con los tiempos de cocción.

Publicado el domingo, agosto 03, 2014 por La enfermedad de las Turas

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lunes, julio 21, 2014

 Estimada Ana,

Empiezo esta correspondencia con dedos temblorosos, por aquello de contar a la gente nuestras pequeñas intimidades. La distancia nos empuja a ello y tampoco es cuestión de mantenerse callado. Como ya nos separan algo más de veinte kilómetros, abro una puerta en mi blog para que también esté perfumado por su presencia, así logro saber más de usted, que las palabras son más hermosas si salen de sus dedos. A parte del miedo a que la gente conozca nuestras intimidades, otro hecho en este ejercicio me da recelo, lo cual es la posibilidad de que el pequeño número de lectores que nos observen, acabe tirando tomates y algarrobas a la pantalla de su ordenador.
Y es esta duda lo que me hace escribirle. Hace poco escribí que la escritura nos sirve para evaporarnos de nosotros mismos, algo que se contradice con el verdadero afán -al menos el mío- que mueve a los escritores, el cual es ser leídos por la mayor masa mundial, aunque parezca soberbio. Es bonita la farragosa tarea entretanto, sobre todo las primeras causas que nos animan a dedicarnos a ello. Mi decisión para emplearme en esto con ferocidad fue una mujer, ni siquiera en eso he sido innovador. Le escribía poemas de amor inspirándome en las Donna Angelicatas de Garcilaso o Darío.  Cuenta Juan Marsé que cuando tenía dieciséis o diecisiete años escribía relatos, y una amiga de su hermana que le causaba apetencia se los pasaba a máquina. La duda del Marsé adulto era  si que la chica le pasara esos relatos a máquina era lo que le obligaba a escribir.
Aunque ahora  el fin de la escritura es muy distinto. No hay que ocultar que a uno le gustaría ganar algunos euros con ella, pero que sean las palabras las protagonistas, no que uno vaya buscando la fama o la publicación apegándose a quien haya que apegarse. Se me viene a la cabeza Roberto Bolaño. El escritor chileno se encontraba casi en la precariedad económica junto a su familia, y gastaba lo poco que ganaba en imprimir sus obras y enviarlas a editoriales que, por lo general, hacían el mismo caso a sus escritos que un entrenador de fútbol al tercer portero suplente. Cuando le llegó el reconocimiento, cuando el mundo editorial adivinó que sus novelas y relatos se convertirían en la nueva forma a seguir de la literatura hispana, le llovieron las ofertas para las conferencias, ya sabes, eso que prefieren muchos escritores antes de dedicarse a lo que se deberían de dedicar, que es la escritura. Bolaño apartó las adulaciones, porque él jugaba mejor en el barro, en el terreno fangoso de las comas, los puntos y los párrafos bien medidos.
La escritura debe ser soledad, querida Ana. Hay que llenar el estómago de piedras, sentir el aliento de la literatura en la nuca, auscultar los latidos de las comas y mirar más allá de nuestro ombligo. Ya algún día olerás la tinta. Cuentan que Schopenhauer, cuando terminó El mundo como voluntad y representación, envió el manuscrito a su editor con la siguiente nota: “Este libro será en tiempos venideros fuente y ocasión para un centenar de otros libros”. Unos años más tarde, los editores le dijeron que la primera edición de su libro sirvió, entre otras cosas, para reciclar papel, aunque el tiempo dio la razón a Schopenhauer. Tenemos que debernos a nuestras palabras, Ana, aunque luego el único dinero que hagan sea el de fabricar folios marrones, de esos que te decían que tenían ese color porque eran reciclados, cuando estabas en la escuela, y que olían tan mal.

PD: Le debo una receta de puchero.


 Abraham Guerrero Tenorio. 
Foto: Juan Marsé. 

Publicado el lunes, julio 21, 2014 por La enfermedad de las Turas

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miércoles, julio 09, 2014

 Hay tardes, antes de los partidos, que se parecen mucho a pozos negros. Son tardes en las que atinas a tintinear una cucharilla en una taza de café durante horas. Te sientas solo en el sofá porque el resto de la humanidad te parecen demonios. No hay ningún consuelo hasta que empiece el duelo. Ayer fue una de esas tardes, con la salvedad de que unas horas antes del partido, salí a pasear por las calles de Hannover porque teníamos visita. En el paseo nos acompañaba la pequeña Victoria. Cuando andábamos a la altura de Kröpcke, Victoria sacudió el bolso de su madre un poco asustada, preguntando <<mamá, ¿quiénes son esos rubios?>>, señalando a unos chavales que se acercaban en tropel hacia nosotros con las camisetas de Alemania. Luego fuimos a cenar a un restaurante griego, a unos diez minutos de mi casa. Mientras pedíamos la cuenta, empezó el partido.
Brasil sacó la cabeza de Neymar, para que los alemanes se sintieran asustados, como cuando Tom Hagen coloca debajo de la cama del productor Jack Woltz la cabeza de su caballo favorito. Pero los alemanes no gritaron mucho. Nada más empezar el partido, Julio Cesar sintió un tic nervioso en los ojos. Los entrecerró, mirando al frente, sospechando de algo. Creía ver, por los vomitorios del estadio, la silueta de unos tanques acercándose. No podía ser verdad. La película que ellos habían escrito era muy distinta. Tenían la metralleta preparada para el que quisiera cogerla. Tenían la metralleta preparada para la masacre. Tenían la metralleta bien sujeta como Dadinho tenía una pistola bien sujeta para aniquilar todo un puticlub entero. Por puro placer. Con maldad. La misma maldad que Scolari inculcó a sus pupilos para el Mundial. Los jugadores de Brasil realmente eran los Bad Boys del torneo. Pero el primer disparo fue germano. Los sacudió. Se produjo sin que ningún jugador brasileño supiera qué pasaba. Intentaban mirarse sacudiéndose el polvo de los ojos. Sólo Julio Cesar había sospechado algo. <<Son los tanques>>, pensó mientras apartaba escombros para recoger el balón dentro de su portería. Pero no dijo nada porque no quería creerlo.
La camarera nos dio la cuenta de la cena. Pagamos con prisas. No nos queríamos perder ningún detalle de lo que se antojaba como un buen partido. Qué digo buen partido, un partidazo. Me relamía pensando en la metralleta de los brasileños. En el camino a casa llovía y eso lo hacía todo más trágico. Sólo tardamos diez minutos en llegar. En el trayecto oímos gritos. Muchos gritos al principio. Luego bocinas. Nos mirábamos porque no sabíamos qué pasaba. <<Han pitado penalti y por eso gritan. Luego han metido gol y de ahí las bocinas>>, dije. Luego oímos palmetazos en una espalda. Luego oímos risas locas. Entré en la casa y encendí la tele. Alemania ganaba 0-5. Por el césped, unos tanques muy verdes y que daban mucho miedo se deslizaban como salamanquesas venenosas.
En la segunda parte, los rubios alemanes flirteaban, calzando botas negras y con el macuto a la espalda, con las mujeres brasileñas. Mientras, detrás de ellos, los tanques seguían su labor, unas veces rozando el objetivo, otras veces atravesando el corazón de la portería. Hasta dos veces más, como si no la hubieran liado ya bastante. Las madres lloraban. Los niños preguntaban <<mamá, ¿quiénes son esos rubios?>>. El partido terminó. Brasil se había encomendado a una metralleta y acabó mordiendo una frase insípida de Paulo Coelho. David Luiz rezaba al cielo. Julio Cesar le decía a sus compañeros, que lo miraban extrañados, como se mira a alguien que balbucea y se da guantazos en la cara, <<yo los vi, yo vi los tanques>>.
La derrota de Brasil es una de esas derrotas que los aficionados repasan dos días después, tres meses después, diez meses después, un año. Algunos pensarán: <<¿y si David Luiz no hubiera dejado a Müller solo?>>. Otros: <<¿y si la vértebra de Neymar no nos hubiese servido para cabeza de caballo?>>. Otros: <<¿y si una tormenta hubiera suspendido el partido?>>. Yo todavía pienso que el cabezazo de Ramos pasa dando un lengüetazo al poste de Courtois, y que Godín, tras el pitido final, se abraza llorando a Simeone.

Foto: Thomas Müller.   

Publicado el miércoles, julio 09, 2014 por La enfermedad de las Turas

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lunes, julio 07, 2014

 Mi padre creció sin padre y eso siempre me resultó muy extraño. Mi abuelo murió trabajando. Cayó por un boquete y se mató. Nunca conocí a mi abuelo paterno, pero le tuve mucho miedo. Mi casa también era la casa de mi abuelo y de mi padre. Para subir a mi casa hay que pasar por un pozo que antes estaba tapado por un barreño de metal, el cual no abarcaba todo el boquete y dejaba las esquinas libres. Mucho tiempo estuve pensando que cuando pasara al lado del pozo la mano de mi abuelo resurgiría por una de las esquinas, una mano gris y huesuda, y me absorbería a la oscuridad como una lagartija absorbe una mosca.
Mi padre nunca me ha hablado de su padre. Ahora sé que es porque duele mucho. Yo crecí sabiendo que había un abuelo, pero también he crecido sabiendo que existe La Muralla China. Muchas veces, mi padre se sienta en el patio de mi casa a dibujar, pero no dibuja. Entonces me imagino que piensa en su padre, que le diría las mismas cosas que él me decía a mí, como que cuando se acercara una avispa le enseñara la lengua y me la apretara con los dientes para que no me mordiera. Mi padre dibuja bien y está aprendiendo rápido. Me enseña sus cuadros con devoción y riendo. Yo a todos le asiento. Algunos no me gustan, pero otros son muy bonitos. Mi padre nunca estudió arte en la escuela pero sabe de Monet y Van Gogh y Cézanne y Manet y Renoir y yo muchas veces le digo que en el agua de la Puesta de sol de Monet parece que hay boñigas de cabra, aunque a decir verdad no le digo boñigas, le digo que parece que hay mierdas de cabra, a lo que él sonríe y me dice que el Impresionismo es lo mejor y yo no le contradigo porque a mí también me gusta.
Mi padre nunca me abofeteó pero una vez hizo que me meara encima. Yo andaba preocupado en lo ancho que deberían ser mis pantalones y en odiar a mi padre. Lo odiaba de verdad. Le deseaba cosas malas. Me daba placer chulearle, sobre todo en el fútbol. El Valencia y el Real Madrid eliminaron en semifinales de Champions por esos años al Barça y recuerdo que por dentro me alegré porque sabía que se estaba jodiendo vivo. Hizo que me meara encima porque una vez cerré la puerta de mi casa con mis hermanos, con él y yo afuera y las llaves dentro. Tenía mucha ira en la cara pero no quería abofetearme a mí y le daba puñetazos a la pared. Yo me meé encima y quise abrazarlo y pedirle perdón. A mis hermanos nunca los abofeteó tampoco pero una vez abofeteó a un chico que se metía con mi hermano. Le dijo algo así como que a su hijo nadie le iba a hacer la vida imposible, como cuando Robert de Niro es el padre de Calogero en Una historia del Bronx y le dice a Sonny <<no te acerques a mi hijo>>.
Nunca he visto llorar a mi padre, aunque una vez lo escuché, o eso creo. Su hermana se había puesto muy enferma y creo que él lloraba en la cocina de mi casa. Me sentí como con bruma en el pecho y fui a casa de mi primo para preguntarle si él también había escuchado a su padre llorar en la cocina. No es la única vez que he sentido como bruma en el pecho al escuchar a mi padre. Antes acostumbraba a leer mucho por las madrugadas. Muchas veces leía tantas horas seguidas que apartaba la vista del libro cuando oía el despertador de mi padre. Entonces me apresuraba a mi cama, con el libro de García Márquez, de Cela o de cualquier mierda que estuviera leyendo en ese momento, debajo del brazo, porque sabía que si mi padre lo veía rodando por el sofá, descubriría que me acababa de acostar porque él se había levantado, y al día siguiente se cagaría en la madre que me parió y en la madre que parió a Cela y García Márquez. Cuando estaba en la cama, veía a mi padre, por la ventana de mi habitación, sacudir en la pileta del patio sus zapatos del trabajo manchados de polvo, para ponérselos algo más limpios. Eso me daba mucha pena porque no quería que mi padre se tuviera que levantar tan temprano para ir a trabajar. Me gustaba pensar, agarrado a la almohada, que mi padre se marchaba cagándose en la madre del trabajo, de los pájaros que empezaban a cantar y en los santos difuntos de la jodida y perra vida.

Foto: Una historia del Bronx.   

Publicado el lunes, julio 07, 2014 por La enfermedad de las Turas

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lunes, junio 30, 2014

 Me gusta pensar que Grecia se dejó perder y empatar con Colombia y Japón para sentirse cómoda. Grecia es como nosotros, acostumbrada a vivir en el sillón, viendo el Mundial y riéndose de las desgracias ajenas, para no tener nada que perder. Lo sufrieron las selecciones a las que se enfrentó en la Eurocopa de Portugal y lo sufrió Costa de Marfil, que no contaba, o no pensó, que si Grecia en el último minuto de su partido estaba eliminada es porque ellos son así, que prefieren levantarse a las seis de la mañana para estudiar el examen que tienen a primera hora.
Grecia estaba cómoda en una sauna hasta que llegaron dos matones musculosos para matarla a traición. Cuando te pillan en una sauna leyendo la Ilíada y van a matarte, supongo que te tensas con maldad, como Viggo Mortensen en Promesas del Este. Grecia acaba los partidos sangrando, sin toalla que cubra las carencias del desnudo, con heridas profundas y con el enemigo muerto a cuchilladas al lado suya. Agonizando y con el espectador diciendo <<¡maten ya a ese muerto!>>.
No tener nada que perder te hacer vivir las situaciones límites con la más absoluta clarividencia. Cuando Karagounis ayer contra Costa Rica recibía balones en su borde del área o en el centro del campo, exhausto y babeando como los caballos que van a morir, no intentaba empatar el partido en el último minuto, él ya sabía que iban a empatar, sino que intentaba mermar el físico del enemigo para ganar el partido en el último minuto, pero esta vez de la prórroga. La tuvo Grecia, pero Keylor Navas ya tenía estudiada la historia y sabía adónde iría el balón.
Grecia vivió el Mundial como Doug Wilson, el personaje de Weeds, vivió la separación de su mujer. Desprovisto de la comodidad familiar, Wilson se va a vivir con sus amigos, no por voluntad propia, sino porque no tenía otro lugar en donde posar sus desgracias. En una escena, Doug escribe una carta a su mujer, en la que le dice que vive <<en un estudio de mierda en el paseo marítimo, no es nada del otro mundo, pero me sirve. Me cuesta dormir, la cama es demasiado corta, tengo pesadillas, me despierto asustado. A veces me cuesta recordar dónde estoy, al perderte a ti, perdí toda sensación de alegría y placer. Sólo puedo hacer una cosa>>. La escena nos lleva a Doug sacando una soga de una bolsa de plástico, colocándola sobre un palo de madera cercano al techo y abrochándosela al cuello. Cuando todos creemos que es el fin de Doug, éste empieza a hacerse una paja con la cuerda bien tensada en la garganta, y cuando se corre, le dice a su mujer: <<así que te follen, a ti y a tus abogados. Ven a buscarme si quieres, no me importa una mierda porque estoy arruinado, y cuando no tienes nada, no tienes nada que perder>>.
Grecia cayó, pero dejó al rival tan herido que si aquello hubiera durado un minuto más hubieran salido corriendo del campo. Murió con una mueca de sonrisa en la boca, la que dejan los perdedores que saben que han dado mucho por el culo, como Kevin Spacey en American Beauty.

Foto: Promesas del Este.  

Publicado el lunes, junio 30, 2014 por La enfermedad de las Turas

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lunes, junio 16, 2014

 No sabes cuándo llega. Ni siquiera adviertes que un día se presentará el instante en el que te alcance el imprevisto. Mi madre, obnubilada desde que tengo uso de razón por tenerlo todo bajo control, siempre nos advertía a mis hermanos y a mí que había que tenerlo todo recogido por si llegaban visitas inesperadas. Que no creyeran que en la C/Corredera 59 vivían unos desaprensivos. Tenerlo todo bajo control para mí es comer pipas bebiendo una Fosters y mirando la infatigable lucha de una mosca para traspasar la mosquitera. Claro que hay veces que el control de la situación se te escapa de las manos, como cuando percibes que hay algo que te molesta incansablemente. Estudias cuál es la causa que te distrae de la importante tarea que te has encomendado en el día, y adviertes que es el jodido pijama, que se pega a tu piel como el sudor. Te lo quitas de encima con la ferocidad con que le quitarías la ropa a Natalie Portman. Entonces el día recobra su orden. Incluso saludas con naturalidad a tu novia que llega del trabajo y te pilla en esas: mirando los cabezazos de una mosca sobre la tela fronteriza de tu salón, comiendo pipas y en calzoncillos.
Como soy un buen hijo y las advertencias de mi madre son un dictado que hay que transcribir con puño firme, procuro tener siempre los calzoncillos limpios y bien planchados, por no tener que abrirle a alguien que se le ocurriera hacer una visita inopinada, con unos calzoncillos mustios y deshilachados. Recuerdo que un amigo una tarde se encontraba en el piso que su novia compartía con dos compañeras más. Sólo se había llevado un calzoncillo decente y otros dos que se encontraban abandonados en el fondo del cajón de su mesita de noche como una moneda de cinco duros en la repisa más alta del salón de tu abuela. Terminó de ducharse y echó el calzoncillo decente al cesto de la ropa sucia. Como los otros calzoncillos no los consideraba presentables por si venían visitas, optó por quedarse en cueros en el salón de la casa viendo un partido de voley playa femenino. Una de las compañeras de piso de su novia entró en el salón y lo pilló como Dios lo trajo al mundo. Montó en cólera, a la que se sumó varias horas después su novia cuando se enteró del suceso. Mi amigo no entendió tanto dramatismo. Supongo que mi amigo se hizo la misma pregunta que se hacía el Mochuelo en El camino, la novela de Miguel Delibes, cuando secunda la genial idea, junto al Tiñoso, de su amigo el Moñigo, la cual consistía en defecar justo cuando el tren pasaba por el túnel del pueblo. Lo hicieron. Pero cuando el tren pasó se llevó consigo todas las prendas que habían depositado un metro más allá, obligándolos a entrar en el pueblo sin calzoncillos y con motas de carbón en las nalgas, escandalizando a la gente. Escándalo que el Mochuelo no entendía. <<¿Qué otra cosa cabía hacer en un caso semejante?>>. Tampoco es plan que alguien te vea con cualquier trapo. 
Los calzoncillos deben ser cuidados como un ejecutivo atiende su traje de chaqueta. Habrá un momento en que las Fosters se multipliquen por mil, y un amigo tuyo expondrá sus calzoncillos en medio del bar, al que acompañará otro, y otro, y otro y otro, y por ende tú también, con la euforia que le supones a John Lennon cuando salió una vez a tocar en calzoncillos y con la taza de un váter como collar en Hamburgo. No querrás que los de tu alrededor piensen que eres un desvergonzado por llevar unos calzoncillos mal planchados, quizás agujereados. Sólo otro amigo, hace unos días, consiguió que se tambaleara un poco mi certeza sobre la necesidad de llevar bien equipada la entrepierna. Estábamos en una discoteca, se acercó a mí y me dijo <<mira qué calzoncillos más horrorosos llevo>>. Yo le dije que no sabía adónde pretendía ir con esos calzoncillos. <<¿Y si te llevas a la cama alguna alemana, y te ve con esa temeridad?>>, le recalqué. <<Abraham, si una alemana está conmigo en la cama y me ve en calzoncillos, ahí ya hay poco que hacer>>, me contestó.

Foto: Overboard.   

Publicado el lunes, junio 16, 2014 por La enfermedad de las Turas

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martes, junio 03, 2014

 La vaguedad para pensar no es un buen instrumento para la memoria. Soy loador de aquellas personas que se acuerdan perfectamente de lo que hicieron hace cinco minutos. Mi memoria no funciona así. Supongo que es porque mi memoria es como una habitación tranquila con moqueta a la que hay que entrar descalzo, y el ejercicio de recordar siempre viene con zapatos de charol y es muy ruidoso, además de muy puñetero. El caso es que no puedo recordar si hace cinco minutos me lavé los dientes. Sí puedo recordar, en cambio, que el 12 de octubre de 1996 fui a Jerez de la Frontera con mi familia porque mi hermano jugaba un partido de benjamines contra La Granja. Y también puedo recordar que mi hermano se escoraba a la derecha y regateaba como nunca lo había hecho, tanto, que es el mejor partido de su infancia que le recuerdo. La culpa no es de mi memoria, oigan, no la considero tan caprichosa. La culpa es del fútbol. Recuerdo que ese día vi a mi hermano jugar al fútbol porque cuando llegué a casa jugaba Ronaldo. No el F. C. Barcelona, Ronaldo, que desde el centro del campo llegó a la portería del Compostela como si tuviera un detonador en la mano y los defensas huyeran de ver sus cuerpos esparcidos por el césped, para marcar uno de los goles más hermosos que he visto en mi vida.
El fútbol parece tener en mi memoria el mismo efecto que la música tenía para Gabriel, el protagonista de The music never stopped. En la película, Gabriel padece un tumor cerebral que le impide tener recuerdos. Incluso no recuerda su nombre ni su cumpleaños. Sólo cuando su terapeuta le hace escuchar las canciones de su adolescencia, Gabriel es capaz de conocer su identidad y su pasado. Yo recuerdo la primera vez que me masturbé. Lo recuerdo porque mientras veía al Barça jugar contra el Bayern de Múnich en el Olímpico, en casa de mi abuela había mucha gente. La había porque era 16 de abril de 1996, Martes Santo, y los amigos de mi tío se reunieron allí para ver las procesiones. Mientras Gica Hagi empataba el partido a dos, yo me encontraba en el regazo de una de las amigas de mi tío, que me preguntaba las cosas que se le preguntan a los niños de ocho años, a las que le contestaba automáticamente, porque casi ni oía su interrogatorio. Prefería estar más atento al escote que se abría en su vestido, de donde amanecían dos grandes pechos sobre los que apoyaba mi cara porque no había sentido nunca nada más placentero que la huella de aquellos dos seres maravillosos en mi rostro. Cuando la gente se hubo ido, subí a mi casa, me encerré en el cuarto de baño y me masturbé. Tuve un orgasmo que me dejó pensativo varios días.
El 4 de julio de 1998 leía, después de comer, La venganza de Sandokan, de Emilio Salgari, antes de que Dennis Bergkamp bajara un balón servido por Frank de Boer desde cuarenta metros con el cuidado con el que un empleado de tintorería colgaría en la percha un traje manchado de Don Draper, para ponerla al palo largo y clasificar a Holanda a las semifinales del Mundial de Francia. Años más tardes, el 3 de marzo de 2001, estuve con paperas. El Barça, que era un trapo en la boca de un dóberman como el Real Madrid, consiguió empatar a dos en el Bernabéu. Incluso pudo ganar, pero el árbitro anuló a Rivaldo un gol en el último minuto del que mi padre aún sigue cagándose en la madre. El 18 de mayo de 2006 tenía el último examen de Historia de España, al que no me presenté. No lo hice porque el día anterior, el 17 de mayo de 2006, vi al Barça ganar por primera vez la Champions League contra el Arsenal -ya saben, el héroe Larsson-, y preferí emborracharme y celebrar a hacer la selectividad ese año. Recuerdo que dije: <<que le zurzan a Cánovas del Castillo>>. Tardé dos años más en aprobar la asignatura.
El último partido que recuerdo fue el 24 de mayo de 2014. Jugaba el Atleti contra el Real Madrid la final de Champions en Lisboa. La tarde discurrió tranquila, aunque yo sabía que no era una calma normal, porque no estaba aburrido y cuando uno está tranquilo está aburrido, que es el estado natural del hombre. Yo intuía que era la calma que sienten las personas que van a morir antes de que la muerte dé un zapatazo al lado de la cama. Esa tarde marqué como favorito un tweet en el que se veía el cuadro de Napoleón a caballo con el dedo índice de la mano derecha levantado, fundiéndose con el cielo, y que decía <<A ese dedo debemos seguir, atléticos>>. Lo marqué sin saber que la aparición de Napoleón era la señal del final del Atleti. Lo supe dos días más tarde, cuando vi que Roger Sterling llamaba a Don Draper en Mad Men para informarle de la muerte de su socio en común, y le confesaba: <<Pobre Bert. Debería haberme dado cuenta de que era el final. Cada vez que un viejo empieza a hablar sobre Napoleón, sabes que va a morir>>. Cuando el Atleti parecía que iba a sortear la señal de Napoleón, el Real Madrid asestó una cuchillada que dejó a la víctima desangrándose poco a poco, con los leones de la Diosa Cibeles arrastrando al muerto treinta minutos más por el césped, dejando huellas de sangre en el tapete. No se sabe dónde depositaron el cadáver.
Cuando pasen los años, diré que el 24 de mayo de 2014 acababa de morir mi abuelo, y que en Hanóver seguía lloviendo como si quisieran matarme.

Foto: Dennis Bergkamp.   

Publicado el martes, junio 03, 2014 por La enfermedad de las Turas

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lunes, mayo 26, 2014

 Uno puede pensar que una de las formas más sublimes de sentir soledad es mirar la lluvia. Un error desmesurado. La lluvia puede ser solitaria cuando vives en un pueblo donde llueve diez veces al año. Si vives en Alemania, o en Inglaterra o en Galicia, la lluvia alcanza la misma cotidianidad en tu ser que los libros, y nunca me he sentido solo leyendo un libro. Yo, la mayoría de las veces que me siento más solo es en los bares, rodeado de gente, bebiendo hasta casi atragantarme, siguiendo conversaciones que me importan un comino, riendo incluso con esas conversaciones, pero muy solo, como si estuviera metido en un búnker. No hablo de infelicidad. La infelicidad sobreviene cuando no puedes abrir la tapa del yogur, o cuando no recuerdas un número de teléfono. Hablo de sentirse solo, tan sólo que te dan ganas de gritar.
La otra tarde a Hanóver pareció llegar el verano. Es lo más parecido a un espejismo que he visto. Cogí una manta, un libro y la bici y me marché a uno de los lagos alejados de la ciudad. Por supuesto, mucha más gente había pensado que aquello era un regalo de la naturaleza y también quiso participar de la fiesta. Al lado mía había un grupo de quince jóvenes. Al principio no llamé mucho la atención, pero cuando se percataron de que llevaba una hora sin levantar la vista del libro que leía, observé que murmuraban sobre mí. Uno de los chicos me preguntó que de dónde venía y le contesté mi procedencia en un alemán mal pronunciado, casi sin apartar la vista del libro. Les di un argumento más para que sospecharan de mi rareza.
Mientras leía, mi vista dejó de concentrarse en las letras y comenzó a seguir a una hormiga que cabalgaba por la hoja. Me percaté de que era la primera hormiga que veía en Alemania. La seguía con los ojos intrigados por los caminos que tomaba en su andanada. Pensé que si a los jóvenes de mi alrededor les había parecido raro un chico solo tomando el sol con un libro, qué pensarían de un chico solo tomando el sol mirando las huellas que dejaba una hormiga en un libro. La hormiga tenía una mancha roja en el trasero, algo que me pareció curioso, pues nunca había visto una hormiga con una mancha roja en el trasero. Supuse que era un tipo de hormiga especial de los bosques de Alemania, quizás de los bosques del norte de Alemania. No sabría calcular cuánto tiempo estuve observándola recorrer la hoja de mi libro, estimo que aproximadamente una hora, hasta que le di un manotazo y la aparté de las palabras. A partir de que la hormiga se inmiscuyera en mi lectura, había empezado a sentirme muy solo, como si el invierno se hubiese metido de pronto en mis entrañas.
Mientras me duchaba sentía un picor extraño por la espalda, como si una hilera de hormigas estuviera campando a sus anchas. Después de la ducha me dirigí a la cocina y dejé unas cuantas migas de pan encima de la encimera, por si alguna hormiga acudía a buscarlas. Esperé una hora, pero las migas de pan no eran suficientes para las hormigas de Alemania. No era como en mi casa de España, en Arcos de la Frontera, donde si dejabas una miga de pan encima de la encimera, un ejército de hormigas acudía en tropel para transportarla. Recuerdo una vez que me sentía muy solo. Era una tarde de verano, de esas en las que si mirabas a la calle el pueblo parecía no existir, y dejé unas cuantas migas de pan encima de la encimera. Al minuto, decenas de hormigas llegaron voraces al festín como una excursión de jóvenes ingleses. Yo me quedé en medio de la cocina, en calzoncillos, mirando las hormigas transportar migas de pan hasta perderse por orificios de la pared imperceptibles, con una tristeza y una soledad agolpadas en la garganta como un puño, y acordándome de Old Boy, la película surcoreana de Chang-wook Park, cuando Mido le dice a Oh Dae-Su: <<Cuando uno está solo ve hormigas. He conocido personas muy solitarias, y todos han visto alguna vez hormigas>>. Es cuando supe que no hay nada más terrorífico y solitario que enfrentarse a una hormiga.

Foto: Old Boy


Publicado el lunes, mayo 26, 2014 por La enfermedad de las Turas

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lunes, mayo 19, 2014

 Hay personas que nacemos predestinadas al aburrimiento. La sombra del tedio, que yo imagino que nace de los glaciares, es capaz de extenderse hasta el insomnio. Uno realiza mil tareas para combatirlo, como planchar a las tres de la madrugada, o ir a mear cada dos minutos, o pelar cebollas para el almuerzo del día siguiente, o doblar calcetines, tareas, que en definitiva, no son más que una llamada de socorro. En ese instante en el que crees que has hecho más cosas durante el día de las que se establecen como obligatorias, te das cuenta de que aún te ha sobrado tiempo para aburrirte. Es cuando quieres bajar a una cabina y llamar al 1004, como cuando eras pequeño y te habías cansado de ser feliz, e ibas con un amigo tuyo a una cabina y lo marcabas: <<¿Qué número de teléfono desea solicitar?>>, te preguntaba el contestador. Tú elegías al azar <<Enrique Ballano Matasuegras>>, nombre que el contestador daba como existente y al que llamabas acto seguido. <<¿Sí, dígame?>>, <<Enrique, eres un hijo de puta>>, y colgabas.
Al aburrimiento se le acuchilla mediante llamadas. Me causan asombro las personas que tienen la capacidad de llamarte por cualquier cosa, como los amigos que te llaman porque no saben si dejar a su novia. Yo, en cambio, sólo llamo a mi madre cuando la necesidad me urge, cuando no encuentro el cinturón del pantalón o no sé qué hacerme de comer. Otro caso bien distinto es que te llame tu madre a ti, seguramente al otro lado del teléfono la cólera dará arañazos en tu oreja. Un día, a mi amigo lo llamó su madre. Mi amigo, como todos los sábados a las doce de la noche, estaba borracho. Cuando llegó a su casa, su madre le dijo que su abuela había fallecido. Mi amigo no sabía muy bien qué había oído, porque algo se le acumulaba en la garganta, así que giró la cabeza a la izquierda y vomitó en la pared, su madre comenzó a gritar, así que mi amigo giró la cabeza a la derecha y vomitó en el sofá. Su madre gritó más alto y comenzó a hacerle preguntas a modo de lamentos, a lo que mi amigo contestó: <<joder, mamá, qué pesada eres, pareces la madre de Tony Soprano>>, y se desplomó en el sofá con todo el peso de la borrachera. Hay llamadas que están hechas a deshoras.
Precisamente, en hacer llamadas a deshoras es en lo que pienso cuando el aburrimiento ha allanado las paredes del salón por la madrugada. Piensas en pertenecer a la banda de Las Musarañas, como en el relato de Juan Bonilla titulado así, Las musarañas, en el que un hombre no puede dormir porque un día otro hombre que no podía dormir lo llamó de madrugada. El hombre que llamaba le explicaba que llevaba seis meses sin dormir, y que para combatir el aburrimiento abría la guía de teléfonos y telefoneaba a la gente. También le explicaba que quería fundar una banda de insomnes que se encargara de mantener constantemente la ciudad despierta. Una llamada fortuita, intempestiva, es capaz de arrastrar a otra persona al desierto de horror que es el insomnio. 
Yo en Alemania no entiendo la guía de teléfonos. Tampoco sé alemán, así que si se diera el caso de poder llamar no podría hablar con mucha gente. Aunque en el sitio donde vivo, hay otros seres a los que el aburrimiento los trasquila. Mi casa está en una urbanización tranquila de un pueblo tranquilo a las afueras de Hanóver. También está dentro de un geriátrico. Todos mis vecinos son personas mayores que tiran del aburrimiento como de su silla de ruedas. Por las noches, en las que pasa un coche a cada hora, suele ser habitual oír la voz de un hombre, que busca respuestas, pero que no recibe más que el silencio y si acaso el eco que haga su voz. Ese hombre pregunta todos los días a Marian por su esposa. Marian le tiene que decir que su esposa está muerta, y él le dice que tiene que avisar a sus hijos, y Marian le responde que sus hijos ya lo saben. Hallo!, hallo!, hallo!, grita el hombre la mayoría de las noches. A lo mejor llama a su mujer, o a lo mejor llama a la banda de Las Musarañas, aunque creo que espera que al otro lado conteste la muerte. 

Foto: Los Soprano

Publicado el lunes, mayo 19, 2014 por La enfermedad de las Turas

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lunes, mayo 12, 2014

 A menudo, la pereza se planta en el salón de tu casa sin previo aviso, deja el abrigo en el perchero, se sirve una copa, con mucho hielo, se sienta en la mesa del comedor y se enciende un cigarro. Tú quieres regañarle, decirle que tu madre no deja que se fume en el comedor de la casa, pero ella te ignora, que es como los poderosos exhiben su autoridad. No te queda más remedio que irte a fregar, aunque te diriges a la cocina con un no sé qué de tristeza, con una desgana atroz que se erige en tu rostro con una mueca de asco, y quieres morder el estropajo y fregar la cacerola con las uñas, pero al final, la limpias con la cabeza apoyada en el mueble donde se guardan los platos, pausadamente, y con muchas ganas de llorar.
Irte al extranjero da mucha pereza, pero más pereza da irte del extranjero a tu casa, más que nada, por el acto de tener que hacer de nuevo la maleta. Es la misma desgana que te entra cuando vas al baño para tomar una ducha y tienes que volver a la habitación porque se te ha olvidado la toalla. Cuando la desidia te invade, es un trabajo espinoso hasta el hecho de pelar un ajo. Se me viene a la cabeza un amigo, cuyo padre regentaba una frutería. Un sábado, que es cuando mi amigo lo ayudaba a sortear a las señoras que pagan con muchos céntimos, su padre acudió a su habitación porque mi amigo no se levantaba. Lo azuzó con violencia porque creía que tenía resaca, pero ni eso era, sólo estaba inundado de pereza. Mi amigo abrió los ojos y le dijo <<no voy, papá, no tengo ganas ni de lavarme los dientes>>. Luego se dio la vuelta.
Hay veces, que te ases a la desgana cuando ves que estás derrotado, también le ocurre a los deportistas que admiten que ya es imposible ganar. Te tiendes en el sofá a sacar conclusiones por la derrota. Quizás fuera que vives constantemente en el abandono, o que estás tocado por la mala suerte, o quizás fuera el alemán, esa lengua del demonio que necesita la paciencia de un nadador, y concluyes que será eso, el alemán, que ha podido con tus ganas.
Te tapas con el cojín la cara porque no quieres que el silencio te vea en ese estado. De nuevo quieres llorar. No sabes por qué, pero quieres llorar. Te ocurre como a Morini, el crítico archimboldiano de 2666, la novela de Roberto Bolaño, cuando va a visitar a su amiga Norton a Londres. Durante todo el viaje, Morini siente deseos de llorar. Hay un momento en el que van a comer, y Norton comienza a narrarle una historia sobre un pintor que hizo famoso el barrio en donde se encuentran comiendo. Norton pregunta a Morini qué le parece la historia, a lo que Morini contesta que no sabe qué pensar. El narrador, acto seguido, nos aclara dónde tenía la cabeza Morini: <<El deseo de llorar o, en su defecto, de desmayarse proseguía, pero se aguantó>>.
Yo soy de los que le gustaría aguantar la derrota con altivez, a su vez el llanto, pero a decir verdad, cuando me siento vencido, cuando me encuentro molido de echarle la culpa a los designios de la mala suerte, lloro por la garganta. Estos días he pensado mucho en el Liverpool, quizá uno de los equipos más perezosos en los últimos años, cuyo juego dio esta temporada una vuelta de tuerca gracias a que se contagió del coraje de su delantero centro, Luis Suárez. Con la liga en el bolsillo, un título que lleva dos décadas buscando, el Liverpool le vio, por primera vez, los dientes de cerca a la derrota cuando su estandarte, Gerrard, se resbaló en el centro del campo propiciando el gol del Chelsea. El Liverpool perdió el partido, pero no estaba del todo derrotado, todo pasaba por ganarle al Crystal Palace en su feudo y esperar. En el minuto 78 de partido, los Reds ganaban al Palace 0-3. Finalizado el encuentro, el marcador reflejaba, escrito con sangre, 3-3. La pereza se aferró a las piernas de los jugadores del Liverpool, que intentaban abandonar el césped, pero parecía que tuvieran vigas de cemento en los pies. Era de esas veces en las que, además de sentir una desgana absoluta, además de afligirte por la derrota, te afligías porque conocías lo hija de puta que podía ser la vida. Luis Suárez se quedó en el centro del campo llorando.  

Foto: Luis Suárez y Gerrard. 

Publicado el lunes, mayo 12, 2014 por La enfermedad de las Turas

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lunes, mayo 05, 2014

 Hoy es uno de esos días de mierda en los que sabes que todo va a salir mal. Para empezar, en Hannover hace sol. Cuando aquí hace sol las dudas acuden a ti como una borrasca, sabes que vas a salir a la calle con una camiseta de manga corta y encima un jersey, prevés un día apacible, tumbado en un césped leyendo a Cela u ocupando la tarde en la majestuosa tarea de mirar un cuervo andar sobre el tapete verde de la hierba. Pero cuando extiendes la manta y abres el libro de Cela, o miras al cuervo, un viento helado se adueña de tu cogote. Entonces ya intuyes que no hay remedio, que el frío se acoplará a tus huesos y éstos se partirán por la mitad como una manzana ante el mordisco de una serpiente, y te dices <<otra vez, Abraham, no vales ni para estar escondido>>.
No vales ni para estar escondido es la frase que más han utilizado mis allegados para referirse a mí. Con el tiempo, he tenido que darles la razón. Soy de esa clase de personas a la que todo le sale mal si en la tarea que tiene que llevar a cabo tiene que intervenir la virtud de la maña, de esa clase de gente que asume que si quisiera escaparse de la cárcel, fabricaría una pistola de jabón y la colorearía con betún negro, y no caería en la cuenta, apuntando con ella a dos guardias, de que cae un chaparrón descomunal y en la mano, en vez de una falsa pistola, sólo hay espuma de jabón, como le ocurre a Virgil Starkwell en Toma el dinero y corre, la película de Woody Allen.
Recuerdo una mañana que acompañaba a mi amiga Ana Rodríguez por Cádiz. Hubo un momento en el que necesitábamos coger un autobús urbano para ir a la facultad. Cuando metí el bonobús en la ranura, la máquina me lo devolvió. Lo volví a meter, y de nuevo me lo devolvió, así hasta que aquéllo se convirtió en una disputa personal entre la máquina y yo. El chófer, cansado de que la larga cola que había a mis espaldas mirara a los lados tamborileando en los cristales del autobús, salió de su cueva, me quitó con violencia el billete de la mano y lo introdujo en la ranura de la máquina, que picó el billete. Luego, el hombre me miró con compasión y me dijo: <<lo estaba metiendo usted al revés>>. Ana, que leyó el desamparo en mis ojos, se volvió para susurrarme: <<no te preocupes, Abraham, yo una vez dudé de cómo se abría una ventana, somos de esas personas que no está hecha para la vida cotidiana>>.
Saberme nulo para realizar cualquier actividad donde haya que involucrar la pericia, ya sea llenar un colchón hinchable, poner una mosquitera en la ventana, colocar la bisagra que se sale de la puerta o apretarle los tirantes del sujetador a Marian, me hace vivir alerta por si se requirieran mis manos para alguna de esas urgencias. Siempre envidié al Cuco, de hecho, cuando creía que era posible, yo quería ser como el Cuco. El Cuco es de esos amigos de quienes te sabes su número de móvil de memoria, que tienen la inhumana habilidad de arreglar igual de rápido el motor de un coche que el pomo de una puerta, que son capaces de arreglar las tuberías del fregadero o, si se diera la ocasión, de colocarle a Marian a la primera las tirantes del sujetador correctamente. Ansiaba la templanza del Cuco para hacer todas esas cosas. El Cuco, obviamente, fue el primero de nosotros en sacarse el carné del coche.  
 Un día, me dejó en sus manos la difícil tarea de recoger las hojas que dormían en su piscina, mientras él arreglaba el tubo de escape de su moto. Agarré el recogedor de superficies como el que empuña una bayoneta, dispuesto a acabar con toda la mugre que se empeña en vivir en las piscinas de la gente. Tras un largo rato evacuando hojas muertas que pululaban apelotonadas por las turbias aguas cloradas, comenzó la disputa con una hoja rebelde, que huía con gran destreza, y se escabullía cada vez que introducía en el agua el recogedor, ya fuera por la izquierda o por la derecha. Oí la moto del Cuco arrancarse, probándose con su nueva cilindrada, haciendo un gran estruendo en el vecindario, mientras yo, exhausto, seguía obcecado con la dichosa hoja. No recuerdo bien cuánto tiempo estuve luchando contra ella, sólo recuerdo que el Cuco se acercó, me quito disimuladamente mi arma y me dijo <<déjalo, Abraham, ya lo termino yo>>.  

Publicado en Arcos Información (23/09/2016)

Foto: Toma el dinero y corre. 

Publicado el lunes, mayo 05, 2014 por La enfermedad de las Turas

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martes, abril 29, 2014

    Es muy entretenido ir en un vagón del metro. Es más entretenido aún si vas en un vagón del metro que cruza la ciudad por las calles. Además hay días, en esta primavera alemana, en los que el sol consigue apartar forzosamente las dos columnas de nubes que oprimen el cielo. Si el sol alcanza a triunfar en su labor pertinaz, aparte de oír el suspiro de alivio de la ciudad, es interesante viajar en un vagón del metro que cruza las calles esta vez soleadas. Lo digo porque te sientas en la ventana en la que el sol puede colorearte la cara, te adormeces con sus cosquillas cálidas hasta que se adentra el metro en un túnel y te abofetea la oscuridad, pero no importa, porque cuando vuelves la vista al vagón, ves a una chica cruzada de piernas y riendo, no porque te hayas quedado dormido, sino porque siente la juventud trepar, entre sus piernas cruzadas, por el césped blando de sus sandalias.
Las sandalias son el mejor colorido que puede tener una ciudad. Recuerdo abril en un césped de un parque en el pueblo. Los chicos nos embrutecíamos hablando de películas de mafias, recreándonos en esos personajes italianos que tienen de nombre Sollozzo, Blasi, Corleone, Luchesse o Soprano, mientras las chicas estiraban al lado nuestra sus piernas moviendo coquetas los pies vestidos con sandalias, para llamar nuestra atención. Nosotros las ignorábamos porque éramos pobres. Fue más adelante cuando concreté en mi pensamiento que toda chica que llevara sandalias merecía la atención de mis ojos. Una vez caminaba, mientras amanecía, con una chica. Ella empezó a cojear, pero quizá el pudor evitara que no me diera el aviso de que había un problema. Yo había apreciado su vestido blanco, que resaltaba con su piel morena, pero cuando comenzó la cojera, miré sus pies, tallados a la perfección, pero dañados de dolor porque se había roto una sandalia. Nos sentamos y agarré ese pie con cariño, para que no se sintiera desahuciado porque su casa, la sandalia, ya no tenía arreglo.
Una mujer con sandalias es la belleza de nuestra juventud, uno aún se siente joven porque cuando llega esta época, alrededor tuya abundan chicas con sandalias y sentadas en un césped. Pedro Sevilla dejó de sentirse joven cuando miraba a unas jóvenes adolescentes con sus amigas en sandalias. En Adolescencia, de su poemario Tierra Leve, Pedro Sevilla nos dice lo siguiente: << Desde un exilio impuesto por los años, / hoy has vuelto a una patria de donde ya no eres. […] / Has vuelto de invitado a un solar que fue tuyo, / y aunque ellas te dejen frecuentar sus guitarras, / y oler en sus melenas el trigo de otro siglo, / sabes que es imposible, sin hacer el ridículo, / someterse a su ritmo>>. La juventud estará perdida cuando tu espíritu ya no pertenezca a esas chiquillas, cuando no puedas acompañarlas sentándote en el suelo para mirarles las sandalias: <<tú miras sus ojos, / sus cinturas desnudas como playas / para labios piratas, sus sandalias, / o la forma que tienen de sentarse en el suelo / y comprendes que es eso, la adolescencia es eso: / unos ojos muy limpios, un verso arrebatado, / y el raro privilegio de sentarse en el suelo / o andar casi descalzas por la calle>>.
La nostalgia de la juventud puede acrecentarse aún más si tienes una hija adolescente. Uno, que se ha contagiado de los poetas que añoraban la juventud, teme el momento en el que su casa esté inundada de chiquillas con olor a cuero de sandalias. Teme, incluso, enamorarse de la mejor amiga de su hija. Es como en otro poema de Pedro Sevilla, titulado Sensación de vivir, de su obra La luz con el tiempo dentro, en el que dice: <<no me provoques, hija mía: / no me traigas a casa tan dulces quinceañeras / de inexplicables ojos, de miradas / aún más inexplicables. Diles que no se pinten / los labios en mi espejo, que no te presten ropa. / No metas en mi infierno a esos diablos / que me tratan de usted. Sé buena hija / y evítale a tu padre el duro lance / de morirse de amor por tu mejor amiga>>.
Yo supongo que la muerte sonará a pasos de sandalias alejándose.  

Publicado en Arcos Información (09/09/2016)

Foto: Marilyn Monroe y Dan Dailey. 

Publicado el martes, abril 29, 2014 por La enfermedad de las Turas

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