lunes, marzo 31, 2014

En el mejor de los casos, los cobardes, somos conscientes de que estamos ante un peligro. No somos como Tony Soprano, capaz de hurgar durante días con la mirada las acciones de los que le rodean, sabedor de que algún peligro está por venir. Mediante la radiografía meticulosa, reflexiva, Tony Soprano es capaz de anticiparse al peligro. Una vez Dostoievski estaba en peligro y también supo anticiparse. Se encontraba endeudado y Stellovski, su editor, le exigía la entrega inmediata de una novela, de la que el novelista recibió un anticipo que no tardó mucho en fundirse, probablemente en el juego. Por recomendación de un amigo, Dostoievski contrató los servicios de una secretaria, Ana Grigórievna -que más tarde sería su mujer- , para que escribiera a todo trapo lo que el ruso le dictara. En una semana Dostoievski terminó El jugador.
A falta de unas horas para que terminara el plazo, fue a entregársela a Stellovski, pero el editor no se encontraba, había salido de viaje. Los cobardes nos hubiéramos secado el sudor de la frente ante la mirada insensible de una secretaria. Dostoievski adivinó que los planes de Stellovski eran apoderarse de sus derechos como novelista, apretó el manuscrito contra su cadera, dio la media vuelta y entregó la novela en la comisaria del distrito para que constatara que su parte del trato se había cumplido a tiempo.
Hará unas semanas, mientras intentaba descifrar una oración en alemán, oí que la puerta de casa se abría acompañada por un barullo de voces. Fue todo muy rápido. Cuando salí de la habitación, un viejo borracho me increpaba con la lengua del diablo y otro señor intentaba sacarlo de dentro de mi casa. Empujé la puerta con el pie y giré dos veces la llave. Al mirar atrás Zeus me miraba como un niño miraría a su dibujo animado favorito borracho.
Marian y Virgina llegaron más tarde. Le explicamos lo ocurrido como una miserable anécdota. Todos reíamos y hablábamos sobre qué íbamos a hacer para cenar. <<¿Qué tenéis pensado hacer con esta cebolla que está cortada?>>, dije. <<Yo no he cortado cebolla>>, contestaron los tres. Nos miramos y nos reímos, pero muy nerviosos. Un señor borracho había estado jugando con un cuchillo en la cocina de nuestra casa y nosotros ni lo habíamos sospechado. Yo intenté tirar la cebolla que había en la cacerola, pero sentía mucho asco. Después del susto inicial, intentamos dejarlo pasar, pero el viejo había entrado por las rendijas de nuestro miedo como un hongo en la piel, sin que apenas te dieras cuenta. A los días siguientes parecía que todos lo habíamos olvidado, pero mientras fregaba los platos, Virginia preguntaba <<¿qué aspecto tenía?>>, o Marian <<¿y qué te dijo?>>. El borracho se había instalado en la casa junto con la monotonía, yo aún no era consciente de que estaba frente a un peligro, soy ese tipo de cobardes que advierte que la cosa va en serio cuando el cuchillo ya ha perforado el vientre.
No sé cuántos días pasaron hasta llegar a hace cuatro noches. En el silencio, Hemmingen no suena a grillos, suena a cuervos. Cuando oyes un cuervo en lugar de la película que estás viendo es porque algún peligro te preocupa. Pero ya os he dicho el tipo de cobarde que soy. Oímos la cerradura de la entrada y sin decirnos nada nos pusimos de pie. Abrí la puerta de mi habitación y la casa estaba a oscuras, pero yo sentía la presencia de alguien. Imaginé cómo actuar: Me escondería detrás de la puerta de la cocina, el intruso no me vería ni sabría que estaba fuera de mi habitación, y cuando lo localizara bien, en el momento en que intentara hacernos daño, lo atacaría por detrás con una tanza de pesca y lo estrangularía, como Sollozzo con Luca Brasi en El Padrino. La puerta del cuarto de baño se abrió y apareció Zeus, que venía de la calle. Me encontró lleno de pánico y concentrado para actuar. <<Pensé que eras el viejo que peló la cebolla>>, le dije. <<Joder macho -me dijo Zeus con acento madrileño-, puto viejo, nos está jodiendo la vida>>.  

Foto: El Padrino I. 

Publicado el lunes, marzo 31, 2014 por La enfermedad de las Turas

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martes, marzo 18, 2014

 Últimamente no pienso mucho. Nunca he sido un gran pensador, pero al menos me esforzaba. Por ejemplo, si hacía un poema y la coma era inasible, luchabas contra ella como contra el abre fácil del paquete de jamón de york. La coma se anquilosaba al final del verso, y con la puntita de la uña empezabas a hurgarla, intentando que se despegara del lugar donde te declaraba la guerra. Pero sólo lo hacía lo justo para, a la siguiente palanca que hicieras, desaparecer. Entonces la única solución era acudir al tajo, despedazar la pieza entera para poder degustar debidamente el sabor del poema. Luego, en la cama pensabas durante dos horas, quizás tres, en cómo ubicarla debidamente para no tener que acudir a esos destrozos. Yo creo que alguien se puede volver loco con una coma.
La coma era parte de tu lenguaje interno, aquél que sólo entendías tú y querías hacer llegar a una decena de lectores. Te peleabas con ella porque no sabías comunicarte contigo mismo, y eso es dañino. No poder comunicarte con otras personas es arduo, pero no requiere mucho pensamiento, lo dejas ir. <<Ya nos entenderemos>>, piensas. Por eso os decía que últimamente no pienso mucho. En clases de alemán somos dos sudaneses, una eslovaca, dos polacos, un armenio, una rusa, una griega, un turco, un marroquí y yo. Cuando alguien intenta decirle algo a otro, el otro adquiere la expresión de un soldado en plena batalla al que su compañero le dicta las coordenadas por donde moverse, pero que no oye por el ruido de los explosivos. Salvo con la chica griega, con la que de vez en cuando chapurreo el inglés, con los demás me limito a sonreír de la manera más bondadosa que puedo. Me da mucho respeto la situación de cada uno de ellos. Del chico sudanés me imagino el achaque de su travesía. Seguramente haya estado en muchos lugares antes que Alemania. Es tímido y no se entera de nada. Cada vez que salimos a fumar se acerca a mí, me ofrece papel e intenta entablar conversación con algo de inglés. Yo le sonrío, es la única forma que tengo de decirle que estoy con él, que intentaría ayudarlo en todo lo que necesitara. De la Rusa me pregunto si conoce a Dostoievski o a Chéjov.
Pero aunque queramos mostrar suavidad en los gestos, la violencia acude a ti a la que cambias una d por una t en la pronunciación. Es una violencia masticada, de muchos días atrás. Asientes con la cabeza y el rostro serio. Intentas dejarla pasar, pero vuelve al otro día y al otro. El turco te pide el bolígrafo, te envalentonas y le contestas en alemán que sólo tienes un bolígrafo. Él mira a su colega marroquí, con el que habla en sabrá Dios qué lengua y ambos empiezan a reírse. Te dan ganas de ser Joe Pesci en Casino y comenzar a reírte con ellos, para aumentarle el volumen de sus carcajadas, para que vean que estás con ellos y cojan confianza. Y cuando el descojone alcance su momento más lúcido, agarrarle la mano, apretársela contra el pupitre y asestarle tres cuchilladas con el dichoso bolígrafo. También te dan ganas de ser Unamuno cuando ofrecía una conferencia y dijo Shakespeare tal como suena en español. Un oyente, queriendo quizás que el auditorio supiera que tenía algunos conocimientos del idioma anglosajón, le corrigió, y le dijo que no se pronunciaba Shakespeare, que se pronunciaba Shekspir. Unamuno miró a los presentes, asintió, y siguió su conferencia explicándola en perfecto inglés. Pero claro, nunca serás Unamuno.  

Foto: Joe Pesci. 

Publicado el martes, marzo 18, 2014 por La enfermedad de las Turas

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martes, marzo 11, 2014

 Para que la vida no te atropelle de sopetón, es bueno no acudir al pasado. El pasado hay que auscultarlo minuciosamente. Ya Darío dedicó un poema a las personas que auscultan el dolor por la noche, y por extensión, sabemos que casi todos los dolores provienen del pasado. Darío lloraba en su poema Nocturno entre otras cosas la pérdida de un reino. Todo el mundo tiene un reino que proteger. Hay quienes tienen que proteger una hegemonía y quienes, como yo, protegen el recital semanal de empuñar una Fosters de medio litro. Se puede dejar de comprar el pan, incluso de ver el fútbol, pero a una Fosters no se falta. Después que sea lo que dios quiera.
Para proteger un reino hay que saber no quedarse sin respuestas. Don Draper, a base de tapar los agujeros de su pasado y de cambiar decisiones en el momento preciso, sigue manteniendo su dominio en el mercado publicitario. <<El cambio no es bueno ni malo, es simplemente cambio>>, dijo alguna vez. Aunque su castillo de fichas de dominó parece que pronto será derruido por el toque minúsculo del dedo índice del destino, Don Draper sigue disfrutando de Manhattan gracias a su control sobre el pasado. No le pasó lo mismo a Gregorio Olías, el protagonista de Juegos de la edad tardía, de Landero. Olías era de esas personas que construyen una familia por costumbre. Tenía un trabajo normal, una mujer bondadosa y una suegra inaguantable. De niño quería ser poeta. Un día, una llamada despierta de sopetón su pasado. Con la llamada de Gil, un compañero de trabajo que tiene que hacerle los pedidos de la empresa, Gregorio se zambulle en su pasado e intenta vivir en él. El resultado es desastroso. Pierde su reino, el del sosiego del hogar al que estamos destinados los mortales sin ningún don, por no saber auscultar que lo de ser poeta eran chiquilladas.
Para perder un reino no hace falta ser Gregorio Olías. También los poderosos son capaces de perder reinos. Tan sólo hay que leer cualquier novela de Fitzgerald para darse cuenta. Pero la pérdida de un rico es lenta, tiene margen para esconder carencias y un pasado glorioso al que agarrarse. El Barça, al que no hace mucho le brillaban los zapatos y tenía la corbata bien anudada, le está pasando eso mismo, tiene un pasado espléndido al que agarrarse. En lugar de asumir el problema, se viste con el mismo traje, se echa el mismo perfume y sonríe de la misma forma. Pero va de resaca a los sitios. Quizá el Barça necesite olvidarse de si tiene la camisa coja. Es momento de sobrevivir, pero sin acudir al pasado, no vaya a ser que le ocurra como a Joe Gillis, el protagonista de Sunset Boulevard. Gillis intenta sobrevivir y pagar su hipoteca aprovechándose del pasado de una actriz de cine mudo que no acepta que sus días de gloria ya pasaron. Al Barça los días de gloria se le pasaron, pero se empeña en vivir en una mansión de Sunset Boulevard, inconsciente, quizás, de que un día puede amanecer flotando, como Joe Gillis, en una piscina. 

Foto: Sunset Boulevard, Billy Wilder (1950)  

Publicado el martes, marzo 11, 2014 por La enfermedad de las Turas

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lunes, marzo 03, 2014

 <<Hacer los ejercicios de alemán, echar currículums, preparar la clase para Alina, hacer la cena y el almuerzo para mañana, escribir>>. Me he comprado una agenda. Estaba ya cansado de tanto desorden. Uno tiene que agarrarse a algo para que tomen forma los días, aunque sólo sea ir a recogerle el recado a tu madre, un tweet de buenos días, esperar el partido de Champions, sujetar la guitarra mientras miras el póster gastado de El club de la lucha. Yo he preferido comprarme una agenda. Antes, cuando lo más interesante que hacías durante el día era traducir frases de Latín, había veces que la vida sólo era aburrimiento. Pensabas que todo era una mierda, y te dabas un empujón de ánimos oteando un futuro memorable. Te decías: <<no te preocupes, dentro de pocos vivirás en una ciudad>>. Y cuando vivías en una ciudad: <<no te preocupes, pronto vivirás en otro país>>. Así que aquí me veo, en otro país y con una agenda.
Lo malo de mi agenda es que también te marca las horas. Es decir, tiene hojas divididas en líneas horizontales precedidas por una hora. Lo de abandonar el desorden no me está resultando tan difícil, pero apuntar mis labores encima de una línea que me está avisando de lo rápido que se agota mi tiempo me da pavor. Cada puntada de mi bolígrafo suena a sentencia de minutero. Además del desorden, estoy abandonando los bares. La cosa se pone grave. Creía que me resultaría más complicado no abrazarme al Gin Tonic, pero no es lo que más echo de menos. Es extraño pero echo de menos la gente de los bares. El amigo que sólo ves en los bares y al que entre semana ni siquiera le abres la puerta de la memoria. Ese tipo de persona que sonríe todo el tiempo en un bar, que da conversación a todo el mundo, que te invita de vez en cuando a una cerveza y te dice que muy bueno lo que escribes en el blog, aunque tú dudas de si realmente lo ha leído.
Es la gente que hace de cada trago un borrón en la línea horizontal de su agenda. Que celebra que no hay absolutamente nada que celebrar, pero bebe mirando para todos los lados con el vaso a la altura de la barbilla. Un amigo solía decirme cuando veía una persona así: <<Fulanito lo tiene que estar pasando mal, se ríe demasiado en los bares>>. Y yo le daba la razón. Me preguntaba cómo sería la resaca de Fulanito.
Esas personas me recuerdan a un iceberg. De un iceberg podemos contemplar su punta majestuosa y brillante cuando nos asomamos al balcón de un trasantlántico, pero desconocemos si está agrietado por dentro. Son como la joven americana del relato El gato bajo la lluvia de Hemingway. En ese relato, una joven pareja norteamericana se hospeda en un hotel de Italia. Mientras él lee, la joven divisa por la ventana de la habitación un gato que se está mojando por la lluvia, y decide bajar a buscarlo. En el trayecto a la intemperie, la mujer se siente complacida por el dueño del hotel, aunque el propietario la trata como a un cliente más. Cuando sale al exterior, el gato se ha ido. Su criada llega con un paraguas para protegerla de la lluvia. La joven se encapricha con el gato, y cuando sube a la habitación le recrimina a su marido que quiere a ese gato. Él sigue leyendo e intenta no hacerle caso, pero ella ya tiene la necesidad del gato. En el relato se nos muestra un capricho, pero se nos esconde la grieta que causa ese capricho. Como el amigo del bar, o como uno mismo en un bar, que deja las fisuras en las profundidades para alejarlas de los ojos, y luce un vaso y una sonrisa como la punta esplendorosa de su iceberg.

Foto: Mad Men.  

Publicado el lunes, marzo 03, 2014 por La enfermedad de las Turas

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