lunes, mayo 26, 2014

 Uno puede pensar que una de las formas más sublimes de sentir soledad es mirar la lluvia. Un error desmesurado. La lluvia puede ser solitaria cuando vives en un pueblo donde llueve diez veces al año. Si vives en Alemania, o en Inglaterra o en Galicia, la lluvia alcanza la misma cotidianidad en tu ser que los libros, y nunca me he sentido solo leyendo un libro. Yo, la mayoría de las veces que me siento más solo es en los bares, rodeado de gente, bebiendo hasta casi atragantarme, siguiendo conversaciones que me importan un comino, riendo incluso con esas conversaciones, pero muy solo, como si estuviera metido en un búnker. No hablo de infelicidad. La infelicidad sobreviene cuando no puedes abrir la tapa del yogur, o cuando no recuerdas un número de teléfono. Hablo de sentirse solo, tan sólo que te dan ganas de gritar.
La otra tarde a Hanóver pareció llegar el verano. Es lo más parecido a un espejismo que he visto. Cogí una manta, un libro y la bici y me marché a uno de los lagos alejados de la ciudad. Por supuesto, mucha más gente había pensado que aquello era un regalo de la naturaleza y también quiso participar de la fiesta. Al lado mía había un grupo de quince jóvenes. Al principio no llamé mucho la atención, pero cuando se percataron de que llevaba una hora sin levantar la vista del libro que leía, observé que murmuraban sobre mí. Uno de los chicos me preguntó que de dónde venía y le contesté mi procedencia en un alemán mal pronunciado, casi sin apartar la vista del libro. Les di un argumento más para que sospecharan de mi rareza.
Mientras leía, mi vista dejó de concentrarse en las letras y comenzó a seguir a una hormiga que cabalgaba por la hoja. Me percaté de que era la primera hormiga que veía en Alemania. La seguía con los ojos intrigados por los caminos que tomaba en su andanada. Pensé que si a los jóvenes de mi alrededor les había parecido raro un chico solo tomando el sol con un libro, qué pensarían de un chico solo tomando el sol mirando las huellas que dejaba una hormiga en un libro. La hormiga tenía una mancha roja en el trasero, algo que me pareció curioso, pues nunca había visto una hormiga con una mancha roja en el trasero. Supuse que era un tipo de hormiga especial de los bosques de Alemania, quizás de los bosques del norte de Alemania. No sabría calcular cuánto tiempo estuve observándola recorrer la hoja de mi libro, estimo que aproximadamente una hora, hasta que le di un manotazo y la aparté de las palabras. A partir de que la hormiga se inmiscuyera en mi lectura, había empezado a sentirme muy solo, como si el invierno se hubiese metido de pronto en mis entrañas.
Mientras me duchaba sentía un picor extraño por la espalda, como si una hilera de hormigas estuviera campando a sus anchas. Después de la ducha me dirigí a la cocina y dejé unas cuantas migas de pan encima de la encimera, por si alguna hormiga acudía a buscarlas. Esperé una hora, pero las migas de pan no eran suficientes para las hormigas de Alemania. No era como en mi casa de España, en Arcos de la Frontera, donde si dejabas una miga de pan encima de la encimera, un ejército de hormigas acudía en tropel para transportarla. Recuerdo una vez que me sentía muy solo. Era una tarde de verano, de esas en las que si mirabas a la calle el pueblo parecía no existir, y dejé unas cuantas migas de pan encima de la encimera. Al minuto, decenas de hormigas llegaron voraces al festín como una excursión de jóvenes ingleses. Yo me quedé en medio de la cocina, en calzoncillos, mirando las hormigas transportar migas de pan hasta perderse por orificios de la pared imperceptibles, con una tristeza y una soledad agolpadas en la garganta como un puño, y acordándome de Old Boy, la película surcoreana de Chang-wook Park, cuando Mido le dice a Oh Dae-Su: <<Cuando uno está solo ve hormigas. He conocido personas muy solitarias, y todos han visto alguna vez hormigas>>. Es cuando supe que no hay nada más terrorífico y solitario que enfrentarse a una hormiga.

Foto: Old Boy


Publicado el lunes, mayo 26, 2014 por La enfermedad de las Turas

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lunes, mayo 19, 2014

 Hay personas que nacemos predestinadas al aburrimiento. La sombra del tedio, que yo imagino que nace de los glaciares, es capaz de extenderse hasta el insomnio. Uno realiza mil tareas para combatirlo, como planchar a las tres de la madrugada, o ir a mear cada dos minutos, o pelar cebollas para el almuerzo del día siguiente, o doblar calcetines, tareas, que en definitiva, no son más que una llamada de socorro. En ese instante en el que crees que has hecho más cosas durante el día de las que se establecen como obligatorias, te das cuenta de que aún te ha sobrado tiempo para aburrirte. Es cuando quieres bajar a una cabina y llamar al 1004, como cuando eras pequeño y te habías cansado de ser feliz, e ibas con un amigo tuyo a una cabina y lo marcabas: <<¿Qué número de teléfono desea solicitar?>>, te preguntaba el contestador. Tú elegías al azar <<Enrique Ballano Matasuegras>>, nombre que el contestador daba como existente y al que llamabas acto seguido. <<¿Sí, dígame?>>, <<Enrique, eres un hijo de puta>>, y colgabas.
Al aburrimiento se le acuchilla mediante llamadas. Me causan asombro las personas que tienen la capacidad de llamarte por cualquier cosa, como los amigos que te llaman porque no saben si dejar a su novia. Yo, en cambio, sólo llamo a mi madre cuando la necesidad me urge, cuando no encuentro el cinturón del pantalón o no sé qué hacerme de comer. Otro caso bien distinto es que te llame tu madre a ti, seguramente al otro lado del teléfono la cólera dará arañazos en tu oreja. Un día, a mi amigo lo llamó su madre. Mi amigo, como todos los sábados a las doce de la noche, estaba borracho. Cuando llegó a su casa, su madre le dijo que su abuela había fallecido. Mi amigo no sabía muy bien qué había oído, porque algo se le acumulaba en la garganta, así que giró la cabeza a la izquierda y vomitó en la pared, su madre comenzó a gritar, así que mi amigo giró la cabeza a la derecha y vomitó en el sofá. Su madre gritó más alto y comenzó a hacerle preguntas a modo de lamentos, a lo que mi amigo contestó: <<joder, mamá, qué pesada eres, pareces la madre de Tony Soprano>>, y se desplomó en el sofá con todo el peso de la borrachera. Hay llamadas que están hechas a deshoras.
Precisamente, en hacer llamadas a deshoras es en lo que pienso cuando el aburrimiento ha allanado las paredes del salón por la madrugada. Piensas en pertenecer a la banda de Las Musarañas, como en el relato de Juan Bonilla titulado así, Las musarañas, en el que un hombre no puede dormir porque un día otro hombre que no podía dormir lo llamó de madrugada. El hombre que llamaba le explicaba que llevaba seis meses sin dormir, y que para combatir el aburrimiento abría la guía de teléfonos y telefoneaba a la gente. También le explicaba que quería fundar una banda de insomnes que se encargara de mantener constantemente la ciudad despierta. Una llamada fortuita, intempestiva, es capaz de arrastrar a otra persona al desierto de horror que es el insomnio. 
Yo en Alemania no entiendo la guía de teléfonos. Tampoco sé alemán, así que si se diera el caso de poder llamar no podría hablar con mucha gente. Aunque en el sitio donde vivo, hay otros seres a los que el aburrimiento los trasquila. Mi casa está en una urbanización tranquila de un pueblo tranquilo a las afueras de Hanóver. También está dentro de un geriátrico. Todos mis vecinos son personas mayores que tiran del aburrimiento como de su silla de ruedas. Por las noches, en las que pasa un coche a cada hora, suele ser habitual oír la voz de un hombre, que busca respuestas, pero que no recibe más que el silencio y si acaso el eco que haga su voz. Ese hombre pregunta todos los días a Marian por su esposa. Marian le tiene que decir que su esposa está muerta, y él le dice que tiene que avisar a sus hijos, y Marian le responde que sus hijos ya lo saben. Hallo!, hallo!, hallo!, grita el hombre la mayoría de las noches. A lo mejor llama a su mujer, o a lo mejor llama a la banda de Las Musarañas, aunque creo que espera que al otro lado conteste la muerte. 

Foto: Los Soprano

Publicado el lunes, mayo 19, 2014 por La enfermedad de las Turas

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lunes, mayo 12, 2014

 A menudo, la pereza se planta en el salón de tu casa sin previo aviso, deja el abrigo en el perchero, se sirve una copa, con mucho hielo, se sienta en la mesa del comedor y se enciende un cigarro. Tú quieres regañarle, decirle que tu madre no deja que se fume en el comedor de la casa, pero ella te ignora, que es como los poderosos exhiben su autoridad. No te queda más remedio que irte a fregar, aunque te diriges a la cocina con un no sé qué de tristeza, con una desgana atroz que se erige en tu rostro con una mueca de asco, y quieres morder el estropajo y fregar la cacerola con las uñas, pero al final, la limpias con la cabeza apoyada en el mueble donde se guardan los platos, pausadamente, y con muchas ganas de llorar.
Irte al extranjero da mucha pereza, pero más pereza da irte del extranjero a tu casa, más que nada, por el acto de tener que hacer de nuevo la maleta. Es la misma desgana que te entra cuando vas al baño para tomar una ducha y tienes que volver a la habitación porque se te ha olvidado la toalla. Cuando la desidia te invade, es un trabajo espinoso hasta el hecho de pelar un ajo. Se me viene a la cabeza un amigo, cuyo padre regentaba una frutería. Un sábado, que es cuando mi amigo lo ayudaba a sortear a las señoras que pagan con muchos céntimos, su padre acudió a su habitación porque mi amigo no se levantaba. Lo azuzó con violencia porque creía que tenía resaca, pero ni eso era, sólo estaba inundado de pereza. Mi amigo abrió los ojos y le dijo <<no voy, papá, no tengo ganas ni de lavarme los dientes>>. Luego se dio la vuelta.
Hay veces, que te ases a la desgana cuando ves que estás derrotado, también le ocurre a los deportistas que admiten que ya es imposible ganar. Te tiendes en el sofá a sacar conclusiones por la derrota. Quizás fuera que vives constantemente en el abandono, o que estás tocado por la mala suerte, o quizás fuera el alemán, esa lengua del demonio que necesita la paciencia de un nadador, y concluyes que será eso, el alemán, que ha podido con tus ganas.
Te tapas con el cojín la cara porque no quieres que el silencio te vea en ese estado. De nuevo quieres llorar. No sabes por qué, pero quieres llorar. Te ocurre como a Morini, el crítico archimboldiano de 2666, la novela de Roberto Bolaño, cuando va a visitar a su amiga Norton a Londres. Durante todo el viaje, Morini siente deseos de llorar. Hay un momento en el que van a comer, y Norton comienza a narrarle una historia sobre un pintor que hizo famoso el barrio en donde se encuentran comiendo. Norton pregunta a Morini qué le parece la historia, a lo que Morini contesta que no sabe qué pensar. El narrador, acto seguido, nos aclara dónde tenía la cabeza Morini: <<El deseo de llorar o, en su defecto, de desmayarse proseguía, pero se aguantó>>.
Yo soy de los que le gustaría aguantar la derrota con altivez, a su vez el llanto, pero a decir verdad, cuando me siento vencido, cuando me encuentro molido de echarle la culpa a los designios de la mala suerte, lloro por la garganta. Estos días he pensado mucho en el Liverpool, quizá uno de los equipos más perezosos en los últimos años, cuyo juego dio esta temporada una vuelta de tuerca gracias a que se contagió del coraje de su delantero centro, Luis Suárez. Con la liga en el bolsillo, un título que lleva dos décadas buscando, el Liverpool le vio, por primera vez, los dientes de cerca a la derrota cuando su estandarte, Gerrard, se resbaló en el centro del campo propiciando el gol del Chelsea. El Liverpool perdió el partido, pero no estaba del todo derrotado, todo pasaba por ganarle al Crystal Palace en su feudo y esperar. En el minuto 78 de partido, los Reds ganaban al Palace 0-3. Finalizado el encuentro, el marcador reflejaba, escrito con sangre, 3-3. La pereza se aferró a las piernas de los jugadores del Liverpool, que intentaban abandonar el césped, pero parecía que tuvieran vigas de cemento en los pies. Era de esas veces en las que, además de sentir una desgana absoluta, además de afligirte por la derrota, te afligías porque conocías lo hija de puta que podía ser la vida. Luis Suárez se quedó en el centro del campo llorando.  

Foto: Luis Suárez y Gerrard. 

Publicado el lunes, mayo 12, 2014 por La enfermedad de las Turas

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lunes, mayo 05, 2014

 Hoy es uno de esos días de mierda en los que sabes que todo va a salir mal. Para empezar, en Hannover hace sol. Cuando aquí hace sol las dudas acuden a ti como una borrasca, sabes que vas a salir a la calle con una camiseta de manga corta y encima un jersey, prevés un día apacible, tumbado en un césped leyendo a Cela u ocupando la tarde en la majestuosa tarea de mirar un cuervo andar sobre el tapete verde de la hierba. Pero cuando extiendes la manta y abres el libro de Cela, o miras al cuervo, un viento helado se adueña de tu cogote. Entonces ya intuyes que no hay remedio, que el frío se acoplará a tus huesos y éstos se partirán por la mitad como una manzana ante el mordisco de una serpiente, y te dices <<otra vez, Abraham, no vales ni para estar escondido>>.
No vales ni para estar escondido es la frase que más han utilizado mis allegados para referirse a mí. Con el tiempo, he tenido que darles la razón. Soy de esa clase de personas a la que todo le sale mal si en la tarea que tiene que llevar a cabo tiene que intervenir la virtud de la maña, de esa clase de gente que asume que si quisiera escaparse de la cárcel, fabricaría una pistola de jabón y la colorearía con betún negro, y no caería en la cuenta, apuntando con ella a dos guardias, de que cae un chaparrón descomunal y en la mano, en vez de una falsa pistola, sólo hay espuma de jabón, como le ocurre a Virgil Starkwell en Toma el dinero y corre, la película de Woody Allen.
Recuerdo una mañana que acompañaba a mi amiga Ana Rodríguez por Cádiz. Hubo un momento en el que necesitábamos coger un autobús urbano para ir a la facultad. Cuando metí el bonobús en la ranura, la máquina me lo devolvió. Lo volví a meter, y de nuevo me lo devolvió, así hasta que aquéllo se convirtió en una disputa personal entre la máquina y yo. El chófer, cansado de que la larga cola que había a mis espaldas mirara a los lados tamborileando en los cristales del autobús, salió de su cueva, me quitó con violencia el billete de la mano y lo introdujo en la ranura de la máquina, que picó el billete. Luego, el hombre me miró con compasión y me dijo: <<lo estaba metiendo usted al revés>>. Ana, que leyó el desamparo en mis ojos, se volvió para susurrarme: <<no te preocupes, Abraham, yo una vez dudé de cómo se abría una ventana, somos de esas personas que no está hecha para la vida cotidiana>>.
Saberme nulo para realizar cualquier actividad donde haya que involucrar la pericia, ya sea llenar un colchón hinchable, poner una mosquitera en la ventana, colocar la bisagra que se sale de la puerta o apretarle los tirantes del sujetador a Marian, me hace vivir alerta por si se requirieran mis manos para alguna de esas urgencias. Siempre envidié al Cuco, de hecho, cuando creía que era posible, yo quería ser como el Cuco. El Cuco es de esos amigos de quienes te sabes su número de móvil de memoria, que tienen la inhumana habilidad de arreglar igual de rápido el motor de un coche que el pomo de una puerta, que son capaces de arreglar las tuberías del fregadero o, si se diera la ocasión, de colocarle a Marian a la primera las tirantes del sujetador correctamente. Ansiaba la templanza del Cuco para hacer todas esas cosas. El Cuco, obviamente, fue el primero de nosotros en sacarse el carné del coche.  
 Un día, me dejó en sus manos la difícil tarea de recoger las hojas que dormían en su piscina, mientras él arreglaba el tubo de escape de su moto. Agarré el recogedor de superficies como el que empuña una bayoneta, dispuesto a acabar con toda la mugre que se empeña en vivir en las piscinas de la gente. Tras un largo rato evacuando hojas muertas que pululaban apelotonadas por las turbias aguas cloradas, comenzó la disputa con una hoja rebelde, que huía con gran destreza, y se escabullía cada vez que introducía en el agua el recogedor, ya fuera por la izquierda o por la derecha. Oí la moto del Cuco arrancarse, probándose con su nueva cilindrada, haciendo un gran estruendo en el vecindario, mientras yo, exhausto, seguía obcecado con la dichosa hoja. No recuerdo bien cuánto tiempo estuve luchando contra ella, sólo recuerdo que el Cuco se acercó, me quito disimuladamente mi arma y me dijo <<déjalo, Abraham, ya lo termino yo>>.  

Publicado en Arcos Información (23/09/2016)

Foto: Toma el dinero y corre. 

Publicado el lunes, mayo 05, 2014 por La enfermedad de las Turas

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