martes, octubre 21, 2014

Estimada Ana,
Supongo que se habrá preguntado por el extraño motivo de una ausencia tan prolongada. Todo tiene una explicación. En mi caso, no debiera ser una excusa, pero si atendemos a la concatenación de los hechos, si auscultamos la respiración de los actos, he de suponer que puedo volver a contar con la generosidad de su atención.
Tengo que decirle que acabo de sufrir una mudanza. En realidad no hace un día, ni dos, ni tres. Fue hace dos meses exactos. Aunque como sabe, usted que huyó de la provincia a la capital, una mudanza puede dejarle a uno vacío. A decir verdad, hay pocas cosas que tenga que contarle, pero he abierto mi ordenador y he notado un agujero negro en la barriga. No me he asustado, casi que lo esperaba, mas si he sentido unas ganas horribles por hacérselo saber. Una mudanza trae consigo cosas tristes, muy tristes, tristísimas. Intentaba convencerme mientras empaquetaba cajas de que no me dejaría arropar por el manto de la tristeza. Es inevitable, tiene unas uñas capaces de abrazarte.
Para combatir el tedio de las tardes doblo calcetines. Todos. Los de mi padre, mi madre y mis hermanos. Los doblo y miro por el balcón como caminan los viejos y las viejas con la rebeca negra recogida, intentando evitar los saludos de la gente. Y también pasan hombres y mujeres muy cabizbajos, como si les pesara andar, como si tuvieran encima ya a la vida aprisionándoles. Yo les digo los hombres oscuros. No es una ocurrencia mía, por supuesto, no estoy a la altura de un calificativo tan soberbio, es el título de un poemario de Julio Mariscal. Pasan hombres oscuros. Ahora no puedo evitar pensar que el poeta hilvanaba los versos mientras planchaba calcetines.
En cuanto a aquello del clima, no te voy a negar que he agradecido unos rayos de sol. El norte de Alemania está demasiado abrigado por las nubes. La otra mañana me encontraba en Cádiz, ya sabes, burocracia superflua -en Cádiz me di cuenta que llevo cinco años con los estudios retrasados, quizás sea un lustro glorioso para mi futuro currículum-, y me encontré con una chica alemana. Estuvimos hablando del sol. Uno, que es inocente y cree que la gente no se arraiga a su tierra, intentó sacarle las tripas de la envidia a la chica en lo referente al clima. Pero ella, muy rubia y muy segura, me dijo que ya echaba de menos las nubes. <<Eres muy triste>>, le dije yo, además en alemán, demostrando que sé medir las palabras con la gente desconocida, sobre todo con alemanes. Creo que no le sentó muy bien.
Aparte del desastre que te deja un cambio de domicilio, una película sobre mudanzas ha duplicado la voracidad de la hecatombe. La película se llama Boyhood. En ella, un chico sufre las funestas consecuencias de andar cada dos por tres de un lado para otro, amontonando la desdicha de que en realidad, por muchos cambios de domicilio que hagas, nunca pasa nada. Y en esas ando, conociendo que nunca he hecho nada en mi vida. <<Es como si siempre es ahora mismo>>, dice el protagonista de Boyhood. Aunque nada cambie, eso es lo que nos gusta, querida Ana, estar siempre en la tarea de doblar calcetines, mirando pasar hombres oscuros, masticando la desdicha.
 
Foto: Boyhood.

Publicado el martes, octubre 21, 2014 por La enfermedad de las Turas

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lunes, octubre 06, 2014

Sentí la desgracia cuando le di un mordisco al bocadillo de mortadela y tragué papel de plata. Entonces supe que no había vuelta atrás. Era ese tipo de desgracias que no sabes cuándo ha llegado, pero que se te agarra a la cintura y te corre dos boquetitos más del cinturón. Solté los pendientes en el bolsillo derecho del pantalón, que cayeron en la tela como dos piedras lanzadas desde un barranco. Recordé las palabras que me dijo en la clase de Conocimiento del Medio el Lúa: <<Tú no te achantes, Abraham, el no ya lo tienes por respuesta>>.
Así que cuando la vi, con un chándal de campana y rodeada de amigas, me dirigí a ella, bajo la atenta mirada del Lúa. Entré en el corro de amigas, pareciendo que entraba en un país extranjero. <<Me gustas, Flori, te he comprado estos pendientes>>, le dije, y le entregué dos zarcillos con forma de F que habían estado saltando entre mis dedos dentro del bolsillo. Las carcajadas estallaron, tanto que los chicos que jugaban al fútbol se quedaron mirando. Caí en la cuenta de que desde las risas estaba en el centro de las miradas de todo el recreo, que estaba siendo historia viva de 4º, 5º y 6º de primaria. <<Todavía estás en 4º, no has hecho la comunión y eres muy menudo, las chicas de 6º no salimos con gente como tú>>, me dijo con voz chillona. Volvieron a tronar las carcajadas.
Un amor de colegio o de instituto puede conducir a una desgracia que puedes estar arrastrando toda la vida. Ocurre en Fargo, la serie de televisión basada en la película de los hermanos Coen, cuando Lester Nygaard se encuentra con Sam Hess -un antiguo compañero de instituto estúpido, de esos que te dolía encontrártelos por la calle cuando ibas con tu madre- acompañado de sus dos hijos, más estúpidos si cabe. Sam comienza a contarles las putadas que le hacía a Lester cuando estaban juntos en el instituto. Lester lo aguanta, enterrando la vergüenza. Sólo se altera un poco cuando Sam le recuerda que su actual mujer, que ya era novia en el high school, le hizo una paja en el baile de fin de curso. A partir de ahí la vida de Lester se convierte en una trabazón de asesinatos, mentiras y huidas de la policía para sortear la inevitabilidad de la muerte.
Estoy seguro de que Lester no imaginó, ni por un segundo, que las palabras de Sam desembocarían en una concatenación tan seria de desgracias. Pero la desgracia no necesita de avisos ni cosas por el estilo. Simplemente está ahí, a la espera de que te raspes con la lija del estropajo, de que te salte el aceite en la camiseta, de que firmes un contrato de trabajo, como le sucede a Larsen cuando acepta el cargo como Gerente General de una empresa importante, en El Astillero, la novela de Juan Carlos Onetti. Desde que lo acepta lo inundan la tristeza y el plomo de la existencia, el llanto silencioso y el paso lento. <<Esta es la desgracia -reflexiona- […]. no es que venga y se quede, es una cosa distinta, nada tiene que ver con los sucesos, aunque los use para mostrarse; la desgracia está, a veces. Y esta vez está, no sé desde cuándo>>.
El caso es que la semana pasada, para huir del desastre, me refugié en la barra del bar de siempre. Mientras contemplaba flotar los dos cubos de hielo del gin tonic, una voz chillona irrumpió por la puerta. Iba rodeada de un corro de amigas. Al principio pensé que era una chica más. No le hice caso. Era un poco chabacana hablando y algo escandalosa. Pero al pararme en sus facciones, al poner el oído en la cuchilla de su voz, supe que era la Flori. Me puse algo nervioso, pero nada grave, ninguna urgencia que no pudiera superar con un trago largo. Al rato, cuando los cubos de hielos no eran más que dos lágrimas flotantes, sentí una mano azotándome el hombro y escuché: <<Muchacho, ¿tienes un cigarro?>>. El cigarro se me cayó cuando se lo ofrecí y el corro de amigas tronó en carcajadas de nuevo. Supuse la tragedia. Apuré el vaso y me marché a casa.
El hambre acudió a mí cuando abrí la puerta. Imaginé que eran los nervios. Me dirigí a la cocina y vi encima de la encimera un plato de filetes empanados. Agradecí tener una madre. Pero cuando di un mordisco, una viscosidad inmunda trepó por mi lengua. No eran filetes empanados, eran berenjenas rebozadas. Vomité en el fregadero. Abandoné la tarea de recogerlo para el día siguiente, ajeno a que aquello era un acicate para una bronca monumental. Luego me acosté, con la desgracia en el estómago, pero orgulloso porque la Flori me había pedido un cigarro. Le había ganado una trivial batalla a la infancia. 

Foto: Fargo

Publicado el lunes, octubre 06, 2014 por La enfermedad de las Turas

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