martes, noviembre 17, 2015


 Hace tiempo, cuando era pequeño, en mi casa había un pozo con un barreño grande tapando el boquete para que ni yo ni ninguno de mis hermanos nos precipitáramos a lo oscuro. La horma del barreño no se ajustaba a las dimensiones del pozo, así que sus cuatro esquinas se desnudaban en cuatro huecos opacos que parecían cuatro pezuñas de caballo. El enigma que para nosotros era aquel agujero nos absorbía, y ante cualquier despiste de nuestros padres o abuelos allá que acudíamos, a mirar las tinieblas de puntillas, aterrados, pero con esa atracción y ese nerviosismo que da el miedo, que trepa la garganta con dedos huesudos. Mi padre, para que no nos acercáramos, nos decía que por uno de los huecos podía salir la mano de un hombre que había en el pozo, y que por eso estaba el barreño, para que no saliera su alma por las noches. Yo me imaginaba que ese hombre era mi abuelo, que murió joven porque se cayó por un boquete mientras trabajaba. Así que por las noches, cuando pasaba por el pozo, corría con pequeños pasitos para que la mano de mi abuelo no apareciera y me atrapara y me hiciera cabalgar hasta ese nido de hormigas.
Un hueco es lo que más me aterra en la vida. Los huecos tienen el porte de lo recóndito y lo inexpugnable, pero no son más que alimañas con sed de arañazos. Piensen en los defensas de fútbol. Cuando un defensa comprende que en su retaguardia ha aparecido un hueco, sabe que lo inevitable está por llegar, que lo mejor que puede suceder es que la muerte aparezca con los antinieblas puestos y se los lleve a todos por delante, porque el hueco ya está ahí, y después del hueco viene la sangre y el zarpazo. Xavi, Zidane, Guardiola, Riquelme, entre otros, han sido grandes futbolistas, pero antes que eso han sido personas con una capacidad para la maldad inquebrantable. Eran capaces, con un movimiento en diagonal del compañero, de saber dónde se generaba el hueco necesario para introducir el balón por ahí y crear el caos más absoluto en el campo del rival. Aunque el pase se produjera desde 40 metros, como aquel de Riquelme en la final de la Intercontinental ante el Real Madrid, en el que el futbolista argentino, tirando de escuadra y cartabón, descubrió un resquicio para aniquilar la defensa blanca de la misma forma que Joaquin Phoenix introduce veneno en el vaso de plástico del juez, en la película Irrational Man
Un hueco es el vacío. Dolor. Sangre. Las cuencas blancas de los ojos de un ciego. Cuando era pequeño los huecos eran lugares divertidos, como cuando nos encerrábamos en las cavidades de las escaleras para examinar nuestra sexualidad, cuando la pubertad empujaba las puertas de la adolescencia. Pero ahora los huecos son pezuñas de caballo, y a todo lo que llegan es a la desesperación. Lo sabía Lorca y así lo constata en Poeta en Nueva York, donde utiliza la imagen del hueco para expresar todo el dolor del desamor que manejaba en su viaje por América. Tanto, que un poema se titula Nocturno de lo hueco (Para ver los huecos de nubes y ríos). También alude al hueco en 1910 (Intermedio), como antítesis a la infancia y la felicidad y como recurso para expresar el dolor absoluto: <<(...) He visto que las cosas / cuando buscan su curso encuentran su vacío. / Hay un dolor de huecos por el aire sin gente / y en mis cojos criaturas vestidas ¡sin desnudos!>>. Un hueco es el vacío. Dolor. Sangre. Las cuencas blancas de los ojos de un ciego. Cuatro pezuñas de caballo.  

Foto: Irrational Man

Publicado el martes, noviembre 17, 2015 por La enfermedad de las Turas

Sin comentarios

martes, noviembre 10, 2015


 Hace poco una chica me dijo que era feo. Así, sin más, escupiendo, arañando la nuez. Uno intuye ciertas cosas en la vida, pero cuando te las muestran tan nítidas, no tienes más remedio que encogerte y esperar que el tiempo pase. Sin embargo, me puse a escribir sin mesura mil incongruencias; no importaba el qué, sólo que el cursor fuera empujado por palabras indescifrables hasta caer por el precipicio de la hoja, como Jack Nicholson con su máquina de escribir en El Resplandor.
Es algo raro el ejercicio de escribir, más que nada, porque nadie sabe dar una explicación exacta a por qué eligió ese oficio y no otros más sutiles como pescador o azafato de vuelo. Hay quienes se intentan aproximar, en la medida de la grandeza, a una definición rebosante de grandilocuencia y sentenciosa, y otros que aluden al desconocimiento del asunto, a que escribir es mejor que descargar cajas en el mercado central, o como Caballero Bonald, que afirma que comenzó la tarea porque le fascinaba la vida que había llevado Espronceda. Sin duda, la mejor afirmación al respecto del ejercicio de la escritura la encuentro en Juan José Millás, que con la cadencia y la amargura con que un borracho le dice al camarero, puro y whisky en sendas manos, que le ha dejado su mujer, afirma: <<escribo por las mismas razones que leo, porque no me encuentro bien>>.
Escribir puede ser todo lo que los escritores dicen si eres guapo. Si eres feo, el único motivo por el que uno se enfunda el pijama y se acompaña de un Cola-Cao con el ordenador enfrente, es para ligarse a alguna chica. Adolfo Bioy Casares -que aunque bien guapo, supongo que debía sentirse muy feo-, confiesa en una entrevista: <<Lo cierto es que para enamorar a una prima que no me hacía caso pensé en escribir un libro parecido al de un autor que le gustaba a mi prima. Así, a los seis o siete años, intenté escribir por primera vez>>. Los escritores pueden haber leído mucho, pero al final, las obras -o ciertas obras, más bien, sobre todo aquellas iniciales- no tienen otro objetivo que el de dar un beso de tornillo, y quién sabe si algunas caricias.
Juan Marsé, que como él mismo se retrata, es <<visto de espaldas, la mismísima imagen del pesimismo>>, cuenta que a los dieciséis o diecisiete años escribió unos relatos, y que se los daba a una vecina, amiga de su hermana, para que se los pasara a máquina, pues era la única en el barrio que poseía una. La chica, verdaderamente, le gustaba al escritor catalán, que afirma <<no sé hasta qué punto era una excusa, es decir, no sé hasta qué punto yo escribía no para conseguir un cuento, sino para que ella me lo pasara a máquina>>. Marsé confundía, en sus inicios como escritor, la vocación y el deseo. Pero no es el único caso que el autor de Últimas tardes con Teresa guarda que relaciona escritura con mujeres. El periodista José Martí Gómez relata, en el documental Érase una vez Juan Marsé, cómo una chica se acercó al escritor y le dijo -o le escupió, más bien- que había llegado a la conclusión de que lo que había pretendido con Últimas tardes con Teresa era hacer un ajuste de cuentas con la burguesía, a lo que el autor, feo y venenoso, contestó: <<mira, nena, te voy a explicar la idea que me inspiró escribir la novela: yo siempre me he querido follar a una chica rubia y de ojos azules como tú, pero como soy feo no he podido nunca, entonces, para mí la novela es una forma de embellecer mi mundo, y he creado ese personaje que podrías ser tú, y si hubiera tenido la posibilidad de follarte, probablemente no hubiera escrito la novela>>.
Yo también empecé a escribir para ligar. Mal negocio. Las chicas querían palabras bonitas pero a la hora de la verdad, un buen coche o una buena cena hacía olvidar los crepúsculos y las metáforas de senos y besos incandescentes, que en realidad no tienen otra lectura que la de <<quiero follarte>>. La chica para la que empecé a escribir era mi novia, guapa y enamorada, y eso en la época de la que os hablo, en la que la pubertad dejaba su huella en el rostro como una madreselva en una pared, era mucho pedir para un chico lánguido y asqueado como yo. El caso es que el rumor de que yo escribía cosas para las chicas se extendió y una tarde, en la que estudiaba latín, se acercó Vero, una chica rubia y de ojos verdes que era lo más parecido al amor de mi vida en aquellos años. Lo dejé todo por escribirle un poema, aborrecí a mi novia -a la que dejé por supuesto- y me inmiscuí en una lectura tan profunda y a la vez tan ridícula de Quevedo, Garcilaso o Darío, que mi madre comenzó a preocuparse y a llevarme un Cola Cao cada diez minutos para poder ver qué ocurría en mi habitación.
Una tarde Vero me dijo que fuera a un patio que había detrás de su casa. Yo me abotoné la camisa y me puse una corbata negra como las de Don Draper, o eso para mí eran las zapatillas deportivas y los pantalones de tres tallas más que acostumbraba a llevar entonces. Recuerdo la luz del patio, no porque fuera tibia y porque creara una bonita estampa, sino todo lo contrario, algunos niños traviesos le habrían apedreado la dignidad y la bombilla, resistiendo a la muerte como la llama de un mechero en la Antártida, me daba fogonazos en los ojos. Pero le leí el poema, y Vero me abrazó, y cuando afilé el tornillo de mi lengua, el amor de mi vida, con sus ojos azules y malvados como los de una mujer en un poema de Béquer, se retiró creando una muralla con sus manos en mi pecho. Me dijo que <<era feo, y los feos eran graciosos cuando escribían cosas, pero que nada de tornillos ni qué ocho cuartos>>. No recuerdo lo que pensaba en el camino a casa. Tan sólo recuerdo que cuando llegué, necesitaba escribir. Desenfundé el Nokia y escribí a mi novia de hacía dos días un SMS de auxilio: <<Necesito verte>>.

Foto: Adolfo Bioy Casares.  

Publicado el martes, noviembre 10, 2015 por La enfermedad de las Turas

Sin comentarios

martes, noviembre 03, 2015

 Un día un amigo se borró del facebook, dijo que estaba cansado y desactivó la cuenta, que es lo mismo que quemar todos tus papeles que acrediten alguna identidad. Mi amigo veía en el hecho un acto heroico, una forma de soledad, de juntar cuatro ropas y embarcarse en una furgoneta a ver mundo para encontrarse consigo mismo, como Sean Penn en Hacia rutas salvajes. Al tiempo volvió, cabizbajo y casi como pidiendo perdón, diciendo que <<necesitaba estar al tanto de la vida y hablar con algunas personas>>.
Siempre hay que volver a las cosas, es algo inevitable del ser humano, volver al punto donde se empezó todo, a lo oscuro. Por algo nacemos y por algo morimos. Morir no es otra cosa que volver al origen de uno mismo. A los escritores les sucede tres cuartos de la misma cosa: escriben, entran en crisis y a los diez meses, cinco años, cincuenta años, vuelven al papel aunque sólo sea para poner <<escribo como la mierda>>. Todos salvo Juan Rulfo. Es conocido que alguna vez un admirador lo instó a que escribiera más novelas, a lo que el autor de Pedro Páramo contestó, sorprendido, algo así como que ya había escrito dos novelas, y esas ya eran muchas.
Todo regreso viene acompañado de un rumor. No es una voz que te dicta, ni una señal ni otras gilipolleces del mismo estilo. Es como una carcoma, que te va mordiendo las entrañas despacito, o el estómago, que no es otra cosa que un precipicio muy hondo donde anida todo aquello que quiere venir de vueltas. Mucho mejor que yo lo explicó Rafael Alberti cuando escribió aquello de <<Estos rumores / estos leves susurros conocidos / de cielos, hojas, vientos y oleajes / son mis aires mejores, ya felices / o confesadamente melancólicos. / Vuelvo a encontrarlos, vuelvo / a sentirlos tan míos / después de tan alegres y cansados (..)>>
El caso es saber cómo y cuándo volver. Pongo dos ejemplos de futbolistas: Joaquín volvió al Betis entre vítores y loas, digamos que Sevilla lo recibió y se preparó para ello como cuando eras pequeño y tu maestra te concienciaba de que venía la Reina Sofía al pueblo. Entonces, cuando salías del colegio, veías al alcalde descorchar champán y lanzárselo por encima, y el pueblo era todo derroche, todo alegría y todo Bienvenido Mr. Marshall. Joaquín puede jugar bien o mal, eso es su elección, pero en el Betis siempre va a tener al utillero a su favor. Algo distinto sucedió con Dani Güiza. Jerezano de nacimiento, cuando las cosas iban bien lanzó obuses de plata a la afición del Cádiz, afirmando <<nunca jugaré en el Cádiz>>, o cuando jugaba en el Real Murcia, que declaró que le gustaría <<chafarle el ascenso al Cádiz>>, incluso cuando militaba en Primera y era internacional, envalentonado por la situación, llegó a decir que <<Cádiz era un pueblo de Jerez>>. Pero al tiempo un futbolista se hace viejo, y necesita volver a su tierra, aunque su tierra sea hostil. No le ocurre como a Rosa Chacel, que no sentía nostalgia de España cuando estuvo en el exilio porque la España victoriosa y franquista no era su España. Güiza fichó por el Cádiz, y en su presentación había gente que deseaba que dejara el mundo y que le decía cosas muy feas a su madre.
Uno de los personajes que he leído y que más asombro me ha causado ha sido el psicópata que orinaba en las iglesias en la novela 2666 de Roberto Bolaño. El hombre profanaba los altares con su orín y después de miccionar, permanecía rezando. A pesar de lo descarado de su ofensa y de su crimen, volvía una y otra vez a un altar para orinar y después rezar. Y en esas estoy, volviendo una y otra vez a este blog, quizás porque necesito a un editor que me meta a pobre, o quizás porque uno cree que escribiendo va a arreglar algo. El caso es que he vuelto a llenar el minibar y que las puertas están abiertas 24 horas. Descálcense y sírvanse una copa, son bienvenidos.

Foto: Rosa Chacel.


Publicado el martes, noviembre 03, 2015 por La enfermedad de las Turas

3 comentarios