<<¡Buscad el tablero, hay que buscar el tablero, carallo!>>, nos aguijoneaba Ángel, un entrenador gallego que nos iniciaba en el arte confuso del baloncesto. Para nosotros, en cambio, el tablero era la manera sucia de meter una canasta, el camino fácil que desechaba la floritura, aquella  que nos había suscitado las ganas de practicar ese deporte. Así las cosas, Ángel nos parecía un pelmazo cuando dejábamos el balón directamente en el aro y nos repetía una y otra vez que el tablero era el camino que había que elegir para encestar. No era el procedimiento que usaban los jugadores que nos gustaban, no era el recurso que unos niños de trece años querían para disfrutar del baloncesto.
Aunque si echamos la vista atrás, a nuestra generación le costaba encontrar  un jugador que se amoldara a nuestros gustos. Nos encontrábamos, seguramente, ante la época más confusa desde que David Stern se hiciera cargo de la NBA en 1984. Michael Jordan, el jugador símbolo de la liga, que acaparaba todo el marketing de ésta y a la que proporcionaba unos resultados económicos sin precedentes, había anunciado su segunda retirada cuando nos adentrábamos en la temporada del año 1999, dejando en las oficinas de la liga el silencio incómodo de la incertidumbre. Antes, el comisionado de la NBA tuvo que hacer frente a las exigencias económicas por parte de la patronal y el sindicato de jugadores, que no consideraba justo que el 20% de los jugadores recibiera el mínimo salarial, mientras que sólo nueve acapararan el 15% de todo el dinero que estaba destinado a pagar salarios. La NBA y la Asociación de Jugadores se habían reunido 9 veces antes del 30 de junio de 1998, día en el que se decretó un lockout que duró 204 días. Fue David Stern quien agarró el problema por las asas. La amenaza del cierre completo de la temporada  amenazaba la NBA, que envió una carta a título personal a todos los jugadores y que amenazó con el cierre definitivo de la temporada si en enero no se había llegado a un acuerdo. La jugada le salió bien a Stern y se pudo jugar una temporada de 50 partidos.
Para el aficionado fue un año raro. El juego ofrecido por las franquicias era especialmente pobre. Con el adiós de Jordan, aquellos que nos saciábamos viendo algunos resúmenes en +Deporte, el programa de Canal Plus, nos sentimos abandonados al no poder contemplar más sus mates ingrávidos, sus canastas en el último segundo y sus aros pasados con doble pirueta. Porque no sólo se fue Jordan, sino que también se fue Chicago. Tras la despedida del 23, Pippen, Rodman y Phill Jackson también acordaron su salida, y con ellos se fue lo que quedaba de una franquicia que -quizás porque era la franquicia más mediática y a la que teníamos más acceso- nos había enganchado al baloncesto.
En estas circunstancias, yo me adentraba a buscar al nuevo jugador que fuera capaz de levantarme del sillón. No estaba, desde luego, en la franquicia ganadora en aquella temporada del 99. Los San Antonio Spurs de Gregg Popovich obtuvieron ese año en el draft al posiblemente mejor ala-pívot de la historia, Tim Duncan, y fueron campeones. Es sin duda el 21 de los Spurs el jugador que mejor ha aprovechado el tablero para encestar, y esto, precisamente, le quitaba méritos de excepcionalidad ante la mirada codiciosa de un chaval de 13 años. Si después de cinco anillos y de desplegar en la última final, ante los Miami Heat de Lebron James, el mejor juego ofensivo y de equipo que he visto hasta ahora, se sigue acusando a Tim Duncan y sus San Antonio Spurs de estrella y franquicia con poco tirón, imagínense el que pudieran tener aquel año, en el que el juego pragmático y de ascendencia militar como la de su entrenador distaba mucho del desarrollado en las últimas Finales.
La NBA se encontraba frente a un panorama sombrío y necesitaba reclutar a los aficionados  anhelantes de showtime. La revelación apareció de forma inesperada. Sacramento Kings, una franquicia en constantes procesos de remodelación, escogió en el draft del 98 a Jason Williams, un base blanquito capaz de hacer auténticas locuras con un balón de baloncesto. Dice Antoni Daimiel en El sueño de mi desvelo, libro del que nos hemos surtido para este artículo, lo siguiente sobre Chocolate Blanco: <<Se puso a jugar con el codo. Perfección, nunca exenta de espectacularidad, que sentó frente al televisor a altas horas de la madrugada a gente que en su vida había visto más de un par de partidos de baloncesto completo>>. La incursión de este base, que estaba acompañado por excelentes jugadores como Chris Webber, Vlade Divac y Stojakovic, fue un brote de esperanza para aquellos que esperábamos juego de contraataque y pases mirando al tendido finalizados con mates sonoros.
Aunque la primera señal de que la NBA empezaba a darle otro ritmo de juego a la competición fue el concurso de mates del 2000. Fue la primera vez que vi a Tracy McGrady. Me sorprendieron sus piernas largas y flacas y la potencia inusitada con que atacaba el aro para machacar. El gran triunfante de la noche fue su primo y compañero de equipo, Vince Carter, pero mis ojos se centraron en los ojos caídos de Mcgrady y el pasotismo con que botaba el balón. Su concurso de mates fue excepcional, pero el de sus contrincantes más aún. Aquel concurso fue un muestrario de mates irrealizables que dejó atónitos a los presentes, fue una advertencia a los huidizos de que la espectacularidad iba a volver, y Mcgrady iba a ser uno de los protagonistas.
Tracy Mcgrady fue uno de esos chavales que entraron en la liga directamente del instituto pidiendo paso entre los grandes de la manera más rápida. Llegó a Toronto Raptors, una franquicia que contaba con tres años de existencia y donde vivió a la sombra de su primo Vince Carter. No obstante, sus números fueron buenos en la franquicia canadiense y en cuanto quedó libre, fue reclutado por los Orlando Magics para formar una dupla exterior junto con Grant Hill que fuera temida por los defensores de la Conferencia Este. Pero a Mcgrady, y a Grant Hill, les acompañaría durante su carrera un aura maldita en forma de lesiones, especialmente con el segundo, que se lesionaría al poco tiempo de iniciarse la temporada, dejando huérfano a Mcgrady en un equipo que con Grant Hill aspiraba al anillo y sin él podía luchar por los playoffs.
Muchos eligieron otros jugadores, algo normal. La época de T-Mac con los Magics coincidió con una etapa de descompensación entre la Conferencia Este y Oeste, que provocaba que se volviera la vista a otros jugadores exteriores como Kobe Bryant. Incluso en el Este se encontraban algunos más mediáticos, como Iverson o el propio Vince Carter. Aun así, McGrady era una fuerza incontrolable y tardaría poco en hacerse un hueco entre los grandes de la NBA. En su primer año como solista en Orlando, recibió el premio de Jugador más mejorado de la NBA, promedió 26,8 puntos por partido, apareció en el segundo mejor quinteto de la liga y fue nominado para el MVP de la temporada, todo esto con 21 años. De esta forma, se convirtió en uno de los habituales en los All Star Games de la década del 2000 e iba fraguando al jugador capaz de anotar 13 puntos en 35 segundos. 
Elegí a Mcgrady por la dulzura con que botaba el balón, por el buen manejo de la bola a pesar de su altura (2,03), por la capacidad que tenía para pararse y tirar con movimientos casi de bailarina, por su potencia para matar por encima del rival, pero sobre todo, porque fue un jugador perseguido por la derrota. Además, la aceptaba con impasibilidad aparente. Siempre guardaba la misma expresión para los momentos buenos y los malos, y con sus canastas imposibles, nos sacaba una sonrisa que hacía gritar a Andrés Montes: <<¿Por qué eres tan bueno McGrady?>>. En definitiva, era un jugador con potencial para ganar cuantos anillos quisiera pero al que la mala suerte, en forma de lesiones (ya fueran suyas o de sus compañeros más ilustres), no le hizo ver más allá de la primera ronda de playoffs.
Mientras tanto, en aquella época en la que T-Mac fraguaba su leyenda oscura en Orlando, Ángel nos seguía preguntando qué carallo nos pasaba con el tablero. Comenzamos a usarlo por su insistencia, y porque nos dimos cuenta que a veces la gravedad era un problema irresoluble para nuestros menudos cuerpos. No usar el tablero era una virtud que sólo unos pocos jugadores se podían permitir. Sin embargo, llegó el All Star Game de Filadelfia en el año 2002. Recuerdo que era muy tarde y a la mañana siguiente había instituto. Nada importaba, era una oportunidad única para ver a Tracy McGrady en acción. El partido discurría de forma tranquila, como suelen empezar esos encuentros, hasta que de pronto, cuando nos encontrábamos al principio del segundo cuarto, McGrady recibió el balón en su propia canasta tras saque de fondo, botó hasta la línea de 6,75 rival, desde ahí estrelló el balón contra el tablero, bajo la mirada de Steve Nash, Gary Payton y Dirk Nowitzki, y con un potente salto desde la pintura, logró cogerlo de nuevo para machacar, volviendo incrédulos a los presentes El salón de mi casa explotó. Era la primera vez que veía un auto-alley-hoop contra el tablero. Fue cuando pensé que si pocos jugadores se podían permitir jugar sin tablero, sólo McGrady podía jugar con él de esa forma. Habíamos visto una jugada que desquiciaría a Ángel durante muchos entrenamientos. 
Tracy McGrady tras asistirse en el tablero en el All Star Weekend de Filadelfia (2002)

Artículo publicado en el primer número de La tabarrera