Hace poco una chica me dijo que era feo. Así, sin más, escupiendo, arañando la nuez. Uno intuye ciertas cosas en la vida, pero cuando te las muestran tan nítidas, no tienes más remedio que encogerte y esperar que el tiempo pase. Sin embargo, me puse a escribir sin mesura mil incongruencias; no importaba el qué, sólo que el cursor fuera empujado por palabras indescifrables hasta caer por el precipicio de la hoja, como Jack Nicholson con su máquina de escribir en El Resplandor.
Es algo raro el ejercicio de escribir, más que nada, porque nadie sabe dar una explicación exacta a por qué eligió ese oficio y no otros más sutiles como pescador o azafato de vuelo. Hay quienes se intentan aproximar, en la medida de la grandeza, a una definición rebosante de grandilocuencia y sentenciosa, y otros que aluden al desconocimiento del asunto, a que escribir es mejor que descargar cajas en el mercado central, o como Caballero Bonald, que afirma que comenzó la tarea porque le fascinaba la vida que había llevado Espronceda. Sin duda, la mejor afirmación al respecto del ejercicio de la escritura la encuentro en Juan José Millás, que con la cadencia y la amargura con que un borracho le dice al camarero, puro y whisky en sendas manos, que le ha dejado su mujer, afirma: <<escribo por las mismas razones que leo, porque no me encuentro bien>>.
Escribir puede ser todo lo que los escritores dicen si eres guapo. Si eres feo, el único motivo por el que uno se enfunda el pijama y se acompaña de un Cola-Cao con el ordenador enfrente, es para ligarse a alguna chica. Adolfo Bioy Casares -que aunque bien guapo, supongo que debía sentirse muy feo-, confiesa en una entrevista: <<Lo cierto es que para enamorar a una prima que no me hacía caso pensé en escribir un libro parecido al de un autor que le gustaba a mi prima. Así, a los seis o siete años, intenté escribir por primera vez>>. Los escritores pueden haber leído mucho, pero al final, las obras -o ciertas obras, más bien, sobre todo aquellas iniciales- no tienen otro objetivo que el de dar un beso de tornillo, y quién sabe si algunas caricias.
Juan Marsé, que como él mismo se retrata, es <<visto de espaldas, la mismísima imagen del pesimismo>>, cuenta que a los dieciséis o diecisiete años escribió unos relatos, y que se los daba a una vecina, amiga de su hermana, para que se los pasara a máquina, pues era la única en el barrio que poseía una. La chica, verdaderamente, le gustaba al escritor catalán, que afirma <<no sé hasta qué punto era una excusa, es decir, no sé hasta qué punto yo escribía no para conseguir un cuento, sino para que ella me lo pasara a máquina>>. Marsé confundía, en sus inicios como escritor, la vocación y el deseo. Pero no es el único caso que el autor de Últimas tardes con Teresa guarda que relaciona escritura con mujeres. El periodista José Martí Gómez relata, en el documental Érase una vez Juan Marsé, cómo una chica se acercó al escritor y le dijo -o le escupió, más bien- que había llegado a la conclusión de que lo que había pretendido con Últimas tardes con Teresa era hacer un ajuste de cuentas con la burguesía, a lo que el autor, feo y venenoso, contestó: <<mira, nena, te voy a explicar la idea que me inspiró escribir la novela: yo siempre me he querido follar a una chica rubia y de ojos azules como tú, pero como soy feo no he podido nunca, entonces, para mí la novela es una forma de embellecer mi mundo, y he creado ese personaje que podrías ser tú, y si hubiera tenido la posibilidad de follarte, probablemente no hubiera escrito la novela>>.
Yo también empecé a escribir para ligar. Mal negocio. Las chicas querían palabras bonitas pero a la hora de la verdad, un buen coche o una buena cena hacía olvidar los crepúsculos y las metáforas de senos y besos incandescentes, que en realidad no tienen otra lectura que la de <<quiero follarte>>. La chica para la que empecé a escribir era mi novia, guapa y enamorada, y eso en la época de la que os hablo, en la que la pubertad dejaba su huella en el rostro como una madreselva en una pared, era mucho pedir para un chico lánguido y asqueado como yo. El caso es que el rumor de que yo escribía cosas para las chicas se extendió y una tarde, en la que estudiaba latín, se acercó Vero, una chica rubia y de ojos verdes que era lo más parecido al amor de mi vida en aquellos años. Lo dejé todo por escribirle un poema, aborrecí a mi novia -a la que dejé por supuesto- y me inmiscuí en una lectura tan profunda y a la vez tan ridícula de Quevedo, Garcilaso o Darío, que mi madre comenzó a preocuparse y a llevarme un Cola Cao cada diez minutos para poder ver qué ocurría en mi habitación.
Una tarde Vero me dijo que fuera a un patio que había detrás de su casa. Yo me abotoné la camisa y me puse una corbata negra como las de Don Draper, o eso para mí eran las zapatillas deportivas y los pantalones de tres tallas más que acostumbraba a llevar entonces. Recuerdo la luz del patio, no porque fuera tibia y porque creara una bonita estampa, sino todo lo contrario, algunos niños traviesos le habrían apedreado la dignidad y la bombilla, resistiendo a la muerte como la llama de un mechero en la Antártida, me daba fogonazos en los ojos. Pero le leí el poema, y Vero me abrazó, y cuando afilé el tornillo de mi lengua, el amor de mi vida, con sus ojos azules y malvados como los de una mujer en un poema de Béquer, se retiró creando una muralla con sus manos en mi pecho. Me dijo que <<era feo, y los feos eran graciosos cuando escribían cosas, pero que nada de tornillos ni qué ocho cuartos>>. No recuerdo lo que pensaba en el camino a casa. Tan sólo recuerdo que cuando llegué, necesitaba escribir. Desenfundé el Nokia y escribí a mi novia de hacía dos días un SMS de auxilio: <<Necesito verte>>.

Foto: Adolfo Bioy Casares.