lunes, junio 30, 2014

 Me gusta pensar que Grecia se dejó perder y empatar con Colombia y Japón para sentirse cómoda. Grecia es como nosotros, acostumbrada a vivir en el sillón, viendo el Mundial y riéndose de las desgracias ajenas, para no tener nada que perder. Lo sufrieron las selecciones a las que se enfrentó en la Eurocopa de Portugal y lo sufrió Costa de Marfil, que no contaba, o no pensó, que si Grecia en el último minuto de su partido estaba eliminada es porque ellos son así, que prefieren levantarse a las seis de la mañana para estudiar el examen que tienen a primera hora.
Grecia estaba cómoda en una sauna hasta que llegaron dos matones musculosos para matarla a traición. Cuando te pillan en una sauna leyendo la Ilíada y van a matarte, supongo que te tensas con maldad, como Viggo Mortensen en Promesas del Este. Grecia acaba los partidos sangrando, sin toalla que cubra las carencias del desnudo, con heridas profundas y con el enemigo muerto a cuchilladas al lado suya. Agonizando y con el espectador diciendo <<¡maten ya a ese muerto!>>.
No tener nada que perder te hacer vivir las situaciones límites con la más absoluta clarividencia. Cuando Karagounis ayer contra Costa Rica recibía balones en su borde del área o en el centro del campo, exhausto y babeando como los caballos que van a morir, no intentaba empatar el partido en el último minuto, él ya sabía que iban a empatar, sino que intentaba mermar el físico del enemigo para ganar el partido en el último minuto, pero esta vez de la prórroga. La tuvo Grecia, pero Keylor Navas ya tenía estudiada la historia y sabía adónde iría el balón.
Grecia vivió el Mundial como Doug Wilson, el personaje de Weeds, vivió la separación de su mujer. Desprovisto de la comodidad familiar, Wilson se va a vivir con sus amigos, no por voluntad propia, sino porque no tenía otro lugar en donde posar sus desgracias. En una escena, Doug escribe una carta a su mujer, en la que le dice que vive <<en un estudio de mierda en el paseo marítimo, no es nada del otro mundo, pero me sirve. Me cuesta dormir, la cama es demasiado corta, tengo pesadillas, me despierto asustado. A veces me cuesta recordar dónde estoy, al perderte a ti, perdí toda sensación de alegría y placer. Sólo puedo hacer una cosa>>. La escena nos lleva a Doug sacando una soga de una bolsa de plástico, colocándola sobre un palo de madera cercano al techo y abrochándosela al cuello. Cuando todos creemos que es el fin de Doug, éste empieza a hacerse una paja con la cuerda bien tensada en la garganta, y cuando se corre, le dice a su mujer: <<así que te follen, a ti y a tus abogados. Ven a buscarme si quieres, no me importa una mierda porque estoy arruinado, y cuando no tienes nada, no tienes nada que perder>>.
Grecia cayó, pero dejó al rival tan herido que si aquello hubiera durado un minuto más hubieran salido corriendo del campo. Murió con una mueca de sonrisa en la boca, la que dejan los perdedores que saben que han dado mucho por el culo, como Kevin Spacey en American Beauty.

Foto: Promesas del Este.  

Publicado el lunes, junio 30, 2014 por La enfermedad de las Turas

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lunes, junio 16, 2014

 No sabes cuándo llega. Ni siquiera adviertes que un día se presentará el instante en el que te alcance el imprevisto. Mi madre, obnubilada desde que tengo uso de razón por tenerlo todo bajo control, siempre nos advertía a mis hermanos y a mí que había que tenerlo todo recogido por si llegaban visitas inesperadas. Que no creyeran que en la C/Corredera 59 vivían unos desaprensivos. Tenerlo todo bajo control para mí es comer pipas bebiendo una Fosters y mirando la infatigable lucha de una mosca para traspasar la mosquitera. Claro que hay veces que el control de la situación se te escapa de las manos, como cuando percibes que hay algo que te molesta incansablemente. Estudias cuál es la causa que te distrae de la importante tarea que te has encomendado en el día, y adviertes que es el jodido pijama, que se pega a tu piel como el sudor. Te lo quitas de encima con la ferocidad con que le quitarías la ropa a Natalie Portman. Entonces el día recobra su orden. Incluso saludas con naturalidad a tu novia que llega del trabajo y te pilla en esas: mirando los cabezazos de una mosca sobre la tela fronteriza de tu salón, comiendo pipas y en calzoncillos.
Como soy un buen hijo y las advertencias de mi madre son un dictado que hay que transcribir con puño firme, procuro tener siempre los calzoncillos limpios y bien planchados, por no tener que abrirle a alguien que se le ocurriera hacer una visita inopinada, con unos calzoncillos mustios y deshilachados. Recuerdo que un amigo una tarde se encontraba en el piso que su novia compartía con dos compañeras más. Sólo se había llevado un calzoncillo decente y otros dos que se encontraban abandonados en el fondo del cajón de su mesita de noche como una moneda de cinco duros en la repisa más alta del salón de tu abuela. Terminó de ducharse y echó el calzoncillo decente al cesto de la ropa sucia. Como los otros calzoncillos no los consideraba presentables por si venían visitas, optó por quedarse en cueros en el salón de la casa viendo un partido de voley playa femenino. Una de las compañeras de piso de su novia entró en el salón y lo pilló como Dios lo trajo al mundo. Montó en cólera, a la que se sumó varias horas después su novia cuando se enteró del suceso. Mi amigo no entendió tanto dramatismo. Supongo que mi amigo se hizo la misma pregunta que se hacía el Mochuelo en El camino, la novela de Miguel Delibes, cuando secunda la genial idea, junto al Tiñoso, de su amigo el Moñigo, la cual consistía en defecar justo cuando el tren pasaba por el túnel del pueblo. Lo hicieron. Pero cuando el tren pasó se llevó consigo todas las prendas que habían depositado un metro más allá, obligándolos a entrar en el pueblo sin calzoncillos y con motas de carbón en las nalgas, escandalizando a la gente. Escándalo que el Mochuelo no entendía. <<¿Qué otra cosa cabía hacer en un caso semejante?>>. Tampoco es plan que alguien te vea con cualquier trapo. 
Los calzoncillos deben ser cuidados como un ejecutivo atiende su traje de chaqueta. Habrá un momento en que las Fosters se multipliquen por mil, y un amigo tuyo expondrá sus calzoncillos en medio del bar, al que acompañará otro, y otro, y otro y otro, y por ende tú también, con la euforia que le supones a John Lennon cuando salió una vez a tocar en calzoncillos y con la taza de un váter como collar en Hamburgo. No querrás que los de tu alrededor piensen que eres un desvergonzado por llevar unos calzoncillos mal planchados, quizás agujereados. Sólo otro amigo, hace unos días, consiguió que se tambaleara un poco mi certeza sobre la necesidad de llevar bien equipada la entrepierna. Estábamos en una discoteca, se acercó a mí y me dijo <<mira qué calzoncillos más horrorosos llevo>>. Yo le dije que no sabía adónde pretendía ir con esos calzoncillos. <<¿Y si te llevas a la cama alguna alemana, y te ve con esa temeridad?>>, le recalqué. <<Abraham, si una alemana está conmigo en la cama y me ve en calzoncillos, ahí ya hay poco que hacer>>, me contestó.

Foto: Overboard.   

Publicado el lunes, junio 16, 2014 por La enfermedad de las Turas

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martes, junio 03, 2014

 La vaguedad para pensar no es un buen instrumento para la memoria. Soy loador de aquellas personas que se acuerdan perfectamente de lo que hicieron hace cinco minutos. Mi memoria no funciona así. Supongo que es porque mi memoria es como una habitación tranquila con moqueta a la que hay que entrar descalzo, y el ejercicio de recordar siempre viene con zapatos de charol y es muy ruidoso, además de muy puñetero. El caso es que no puedo recordar si hace cinco minutos me lavé los dientes. Sí puedo recordar, en cambio, que el 12 de octubre de 1996 fui a Jerez de la Frontera con mi familia porque mi hermano jugaba un partido de benjamines contra La Granja. Y también puedo recordar que mi hermano se escoraba a la derecha y regateaba como nunca lo había hecho, tanto, que es el mejor partido de su infancia que le recuerdo. La culpa no es de mi memoria, oigan, no la considero tan caprichosa. La culpa es del fútbol. Recuerdo que ese día vi a mi hermano jugar al fútbol porque cuando llegué a casa jugaba Ronaldo. No el F. C. Barcelona, Ronaldo, que desde el centro del campo llegó a la portería del Compostela como si tuviera un detonador en la mano y los defensas huyeran de ver sus cuerpos esparcidos por el césped, para marcar uno de los goles más hermosos que he visto en mi vida.
El fútbol parece tener en mi memoria el mismo efecto que la música tenía para Gabriel, el protagonista de The music never stopped. En la película, Gabriel padece un tumor cerebral que le impide tener recuerdos. Incluso no recuerda su nombre ni su cumpleaños. Sólo cuando su terapeuta le hace escuchar las canciones de su adolescencia, Gabriel es capaz de conocer su identidad y su pasado. Yo recuerdo la primera vez que me masturbé. Lo recuerdo porque mientras veía al Barça jugar contra el Bayern de Múnich en el Olímpico, en casa de mi abuela había mucha gente. La había porque era 16 de abril de 1996, Martes Santo, y los amigos de mi tío se reunieron allí para ver las procesiones. Mientras Gica Hagi empataba el partido a dos, yo me encontraba en el regazo de una de las amigas de mi tío, que me preguntaba las cosas que se le preguntan a los niños de ocho años, a las que le contestaba automáticamente, porque casi ni oía su interrogatorio. Prefería estar más atento al escote que se abría en su vestido, de donde amanecían dos grandes pechos sobre los que apoyaba mi cara porque no había sentido nunca nada más placentero que la huella de aquellos dos seres maravillosos en mi rostro. Cuando la gente se hubo ido, subí a mi casa, me encerré en el cuarto de baño y me masturbé. Tuve un orgasmo que me dejó pensativo varios días.
El 4 de julio de 1998 leía, después de comer, La venganza de Sandokan, de Emilio Salgari, antes de que Dennis Bergkamp bajara un balón servido por Frank de Boer desde cuarenta metros con el cuidado con el que un empleado de tintorería colgaría en la percha un traje manchado de Don Draper, para ponerla al palo largo y clasificar a Holanda a las semifinales del Mundial de Francia. Años más tardes, el 3 de marzo de 2001, estuve con paperas. El Barça, que era un trapo en la boca de un dóberman como el Real Madrid, consiguió empatar a dos en el Bernabéu. Incluso pudo ganar, pero el árbitro anuló a Rivaldo un gol en el último minuto del que mi padre aún sigue cagándose en la madre. El 18 de mayo de 2006 tenía el último examen de Historia de España, al que no me presenté. No lo hice porque el día anterior, el 17 de mayo de 2006, vi al Barça ganar por primera vez la Champions League contra el Arsenal -ya saben, el héroe Larsson-, y preferí emborracharme y celebrar a hacer la selectividad ese año. Recuerdo que dije: <<que le zurzan a Cánovas del Castillo>>. Tardé dos años más en aprobar la asignatura.
El último partido que recuerdo fue el 24 de mayo de 2014. Jugaba el Atleti contra el Real Madrid la final de Champions en Lisboa. La tarde discurrió tranquila, aunque yo sabía que no era una calma normal, porque no estaba aburrido y cuando uno está tranquilo está aburrido, que es el estado natural del hombre. Yo intuía que era la calma que sienten las personas que van a morir antes de que la muerte dé un zapatazo al lado de la cama. Esa tarde marqué como favorito un tweet en el que se veía el cuadro de Napoleón a caballo con el dedo índice de la mano derecha levantado, fundiéndose con el cielo, y que decía <<A ese dedo debemos seguir, atléticos>>. Lo marqué sin saber que la aparición de Napoleón era la señal del final del Atleti. Lo supe dos días más tarde, cuando vi que Roger Sterling llamaba a Don Draper en Mad Men para informarle de la muerte de su socio en común, y le confesaba: <<Pobre Bert. Debería haberme dado cuenta de que era el final. Cada vez que un viejo empieza a hablar sobre Napoleón, sabes que va a morir>>. Cuando el Atleti parecía que iba a sortear la señal de Napoleón, el Real Madrid asestó una cuchillada que dejó a la víctima desangrándose poco a poco, con los leones de la Diosa Cibeles arrastrando al muerto treinta minutos más por el césped, dejando huellas de sangre en el tapete. No se sabe dónde depositaron el cadáver.
Cuando pasen los años, diré que el 24 de mayo de 2014 acababa de morir mi abuelo, y que en Hanóver seguía lloviendo como si quisieran matarme.

Foto: Dennis Bergkamp.   

Publicado el martes, junio 03, 2014 por La enfermedad de las Turas

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