viernes, junio 24, 2016

 Hay veces que quiero leer demasiado. Es una vorágine incontrolable que me acerca a un abismo de letras, que te pone en el centro de un huracán donde acentos, puntos, comas y párrafos aletean golpeándote la cara como peces furiosos. Tiendo a recoger todo libro que esté a mi alcance. Hace poco, una amiga iba a tirar una colección mala, horrorosa en la forma, de esas que tu madre compra para rellenar el hueco de una estantería. «¿De verdad quieres quedarte con ellos? -me objetó-. Son muy feos». Yo los miré por si el arrepentimiento me tendía una mano noble, pero le contesté que algo se podría hacer con ellos, sobre todo olerlos.
Para controlar el desorden que me provoca querer aunar tantos libros, me voy a las bibliotecas. Los paseos por los pasillos de las bibliotecas son lo más parecido a una fiebre mortal. Abro los libros y leo los párrafos iniciales, los huelo, los cierro, camino, leo un poema, lo huelo, camino. Una hora, tres veces a la semana, con la desconfianza de los que están a mi alrededor. A veces pienso que me imaginan como un pervertido huelebraguitas. Más tarde, cuando una edición es inquebran-tablemente buena, le acaricio la solapa, toco su papel y la deslizo silenciosa por mi cartera de cuero. Robar libros es la forma de ejercitarse para los que vivimos en la butaca con la espalda encorvada.
Los primeros libros que robé estaban en casa de mi abuela. Tenía unos diez u once años. Cuando todos creían que jugaba con mis primos, yo me colaba en el cuarto de los trastos viejos y guardaba en mi mochila todas las novelas que habían obligado a mi padre y a mis tíos a leer en el instituto. Luego, cuando los leía, no entendía nada, pero era apacible pasar las hojas de papel marrón en una esquina de la cama, para que mi madre no supiera qué estaba haciendo, con la inocencia de lo prohibido. Y me aficioné. Tuve una novia a la que le desvalijé media biblioteca. La biblioteca de mi pueblo también ha sido víctima de varios hurtos. El último que cometí fue en el piso de mi hermana, cuya estantería de libros me sorprendió en títulos y ediciones. Era una oportunidad que no podía dejar de aprovechar.
La sorpresa me llegó cuando me di cuenta de que no era el único que tenía el afán de quitar libros. Hay todo un mundo de escritores que han sucumbido a la práctica. Incluso se ha teorizado al respecto. Roberto Fresán, en un artículo publicado en Radar Libros, afirma que «robar libros es, en realidad, una forma deportiva de la literatura», y añade en un aparte: «Cuando se roban libros, uno es persona y personaje». Hay algo místico en el acto de escabullirse de una librería con un libro temblando en el bolsillo de tu chaqueta. Los libros robados pasan a ser tus cómplices en el momento que son alumbrados por el flexo. Roberto Bolaño también fue un gran atracador de libros. En un artículo en el periódico El País, cuenta cómo una vez lo atraparon robando uno. «Mi detención fue ignominiosa. Parecía como si los samurais de la librería hubieran puesto precio a mi cabeza. Amenazaron con expulsarme del país, con propinarme una madriza en el sótano de La librería del Sótano, lo que a mí me sonó como si aquellos neofilósofos hablaran entre ellos de la destrucción de la destrucción, y al final, tras larga deliberación, me dejaron en libertad no sin antes apropiarse de todos los libros que yo llevaba, ninguno de los cuales había sido robado allí». Hay quien está en contra del robo de libros. Desde aquí les digo que vale, que muy bien. El acto de propiedad indebida va más allá de lo explicable. Lo único que puedo hacer es pedir perdón, sobre todo a mi exnovia. Prometo no devolverlos.

Artículo publicado en Andalucía Información (24/6/2016)

Foto: Loui

Publicado el viernes, junio 24, 2016 por La enfermedad de las Turas

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viernes, junio 10, 2016


 Hoy hace exactamente diez años que quiero ir al gimnasio, pero siempre hay algo mejor que hacer. Un día dices que no vas porque tu madre te ha ordenado pelar unas papas para la tortilla, otro día se te resiste el tarro de nocilla, y la mayoría de las veces por el camino te encuentras a un amigo que tiene los brazos largos de la pereza y te arrastra indómito hacia la barra de un bar. El gimnasio es un silencio prolongado, aunque a veces, es una forma de regocijarte en la muerte, levantando mancuernas y quilos, o nadando, como aquellos versos de Manuel Vilas que dicen «La muerte nos gusta, por eso nadamos y nadamos / hasta que el gimnasio cierra y nos echan / con los brazos convertidos en acero, músculos / tan atormentados, tan desesperados / como los planetas sin nombre, / dando tumbos en la estúpida oscuridad del universo». Entonces te decides a ir, de nuevo, porque tú siempre has querido esperar a la muerte sudado. Pero los gimnasios tienen saunas, y tampoco es plan de que vengan unos rusos a aniquilarte como a Viggo Mortensen en Promesas del este.
En realidad, yo siempre he esperado mientras viene la muerte en una butaca. La he esperado leyendo y escribiendo. La butaca es el páramo desde el cual miras la lluvia un domingo, aunque sea agosto y no llueva. «Qué hago / mirando la lluvia, / si no llueve», que nos decía Karmelo C. Iribarren en un poema. Hay que acudir a ella bien equipado, con una bata y quizás un gato. A veces incluso en calzoncillos, pero siempre con la disposición de que la muerte va a llegar sin previo aviso, va a dejar el abrigo en el perchero y va a servirse una copa, con mucho hielo, para después sentarse en la butaca de al lado y encenderse un cigarro, aunque a tu madre no le guste que se fume en el salón. Nada da más señal de muerte que una butaca y una bata. En Nudo de víboras, de François Mauriac, su protagonista es un millonario que odia a su familia y no quiere dejarle su herencia. Para justificarse, escribe un diario en el que cuenta los pormenores de su decisión y de su odio, y lo hace desde su butaca: «Me dispongo a morir, vestido con la bata, la vestimenta de los grandes enfermos incurables, en una butaca de orejas donde mi madre aguardó su fin». 
Hace un par de meses que mi madre cambió las butacas de casa. «Apestan a muerto», dijo para convencernos. Yo me sonreí, como si una butaca pudiera oler a otra cosa. Mi abuela también espera desde la suya. Siempre que voy a verla está ahí, sentada, cosiendo para sus nietos cosas que sus nietos nunca van a ponerse. A veces me gustaría que me dijera «total, Abraham, por lo menos es bastante cómoda». La butaca de mi abuela tiene unas orejas enormes que a veces parece que van a abrazarte. Al menos las nueva que ha comprado mi madre no son verdes ni de terciopelo, como era la del protagonista de Continuidad de los parques, de Cortázar. En el relato, un hombre ocupadísimo encuentra tiempo para proseguir con la novela que había dejado a medias, acariciando el terciopelo verde de su sillón. En ella, una pareja de amantes urde un asesinato y se cuela en una casa, con todo planeado: la ausencia del mayordomo y del ladrido de los perros. El hombre lee cómo la mujer se desliza por la casa, que tenía una sala azul como la suya, unas escaleras alfombradas como las suyas. Hasta que al final, la mujer, con un puñal en la mano, vislumbra «el alto respaldo de un sillón de terciopelo verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo la novela». Es una forma sutil de Cortázar de decirnos que siempre esperamos en la butaca mientras viene la muerte.

Publicado en Andalucía Información (11/7/2016)

Foto: Promesas del este.  

Publicado el viernes, junio 10, 2016 por La enfermedad de las Turas

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