La otra madrugada, mientras veía un partido de la NBA, volvió a suceder. La noche era un manto de silencio, como es normal en el pueblo, que no conoce el estruendo de las ambulancias. Un silencio quieto y frío el de aquella noche, ordinario, que se vio interrumpido por un poderoso aleteo y pequeños rugidos que iban de un lado para otro. No le hice mucho caso al principio, pero ante la insistencia de lo que parecía un vuelo acompañado de un llanto, me asomé a la ventana. Las hormigas voraces del miedo hicieron una hilera en mi espalda. Imperiosa y atenta, apoyada en un cable de luz que está sujeto a la ventana de mi salón, se encontraba una lechuza, con la demencia instaurada en los ojos, que me penetraban hasta ahogarme el cuello. No pude resistir la contienda de miradas y volví al sofá, a ver si alguna buena jugada de baloncesto me hacía olvidar la fatalidad de aquel reencuentro.
Cuando era pequeño, los Jueves y Viernes Santos mis padres, durante unas horas de la noche, iban con sus amigos a un bar que se montaba sólo para esa fecha, y que tenía la peculiaridad de instalarse en una de las casas más famosas del pueblo, la casa del Loco Reyes, que está situada a menos de cien metros de mi casa. En realidad no es una casa, es un caserón antiguo de dos plantas de sabrá dios qué fechas con rejas en la entrada, una enorme puerta de madera gastada que se cerraba con descomunales candados y con grandes ventanales a los lados cuyos cristales se escondían detrás de unos portones de madera. En su interior, había un descomunal patio con columnas, con la particularidad de que toda su arquitectura te hacía enfocar la vista al centro del patio, donde unas grandiosas escaleras, más parecidas a las de los palacios que a las de las casas, se perdían en una segunda planta que desconozco. <<No subid arriba que ésta es la casa del Loco Reyes, un hombre que estaba loco y se llevaba a los niños>>, nos decían nuestros padres a mis hermanos y a mí para que revoloteáramos sólo por el patio y no perdernos de vista en la segunda planta del caserón. El remedio fue eficiente, pero despertó un temor que me acompañó durante varios años. Para mí no había tutía, jugábamos en la casa de un loco que nos miraba desde arriba y nosotros no podíamos verlo, que nos esperaba con las manos cruzadas y una sonrisa siniestra en el rostro para acecharnos si nuestros padres se despistaban.
Pasados unos años, la leyenda del Loco Reyes se acrecentó. Jugábamos a contar historias de miedo y siempre aparecía alguna de él. <<El Loco Reyes estaba enganchado a jugar -narraba siempre intrigante mi primo-, y se murió porque jugaba a la ruleta rusa, y una vez pues le tocó a él y se disparó. Yo muchas noches lo escucho gritar, los portones de las ventanas se mueven y la reja chirría, da mucho miedo>>. Si mi casa estaba cerca de la del Loco Reyes, la de mi primo aún más. Si él escuchaba eso por las noches, es porque tenía que ser cierto. Yo, después de oír todo eso, cada vez que pasaba por el caserón me quedaba mirando los grandes ventanales por si veía algo parecido a la silueta de aquel personaje grotesco.
Pocas noches después de haber oído la espeluznante historia, con la ventana de mi cuarto abierta para que corriera algo de aire, pues era verano, comencé a escuchar ruido de maderas contra unos cristales, unas rejas que chillaban como un violín desafinado y un grito espeluznante, que procedía de muy cerca de la ventana de mi cuarto contigua al patio de mi casa, conectada por el aire con la casa del Loco. El miedo se instaló en mi cuarto, un nerviosismo extraño recorría mis piernas y los gritos no cesaban, parecía que salían de mi cogote; no lo pude resistir y fui a acostarme a la cama de mi hermano junto a él. Al día siguiente, mi padre, que sabía que me moría de la vergüenza por acostarme con mi hermano, quiso demostrarme que los gritos no eran del Loco, sino que era una lechuza que se apoyaba en la antena del patio y comenzaba a gritar para comunicarse con otras lechuzas. Esa noche comprobé que era verdad, pues otros gritos procedentes de distintas gargantas pero con la misma tonalidad, contestaban a los gritos de la lechuza que se posaba en la antena de nuestro patio, organizando una banda sonora aterradora. Yo me repetía “es una lechuza, es una lechuza, es una lechuza” hasta quedarme dormido, pero el terror estaba ahí, y yo sabía que el Loco Reyes se había reencarnado en una lechuza y venía hasta mi ventana para castigarme por buscar su silueta detrás de sus grandiosos ventanales.
Con los libros, he sabido que el Loco a lo mejor no era tan loco. Era un falangista taciturno y solitario, de los pocos falangistas confesos que quedaron en el pueblo cuando Franco murió y la democracia estaba por establecerse. Un falangista que se suicidó con un tiro en la cabeza quizás porque veía cómo los comunistas ganaban terreno y el fascismo perdía todos los privilegios que había disfrutado durante cincuenta años. Yo aún cuando paso por su casa acelero un poco la zancada sin quererlo. A mí me da igual lo que digan los libros y lo que me dijera mi padre: para mí el Loco Reyes es una lechuza que la otra madrugada volvió a visitar una ventana de mi casa, para que no me olvide que hubo un tiempo en el que buscaba su silueta tras los ventanales de su enorme casa. Menos mal que no le dio por gritar.

Foto: La casa de Psicosis