Pocas cosas existen tan hábiles como ser un torpe. Estoy seguro de que hay gente que si le dieran a elegir, escogería ser torpe. No es mi caso, por supuesto, la ineptitud lleva agarrada al bolsillo trasero de mi pantalón, como una niña asustada agarra el de su padre, prácticamente desde que sé comer con tenedor. A mí no me pesa, es más, la considero fatalmente bella, un signo de muerte trágica capaz de dejar un cadáver con aspecto de majestuoso sosiego, como el de Kevin Spacey en American Beauty. Sin embargo, la torpeza es molesta para el pequeño mundo que te rodea. Mi hermano, con el que comparto habitación, es quien especialmente sufre las consecuencias de lo que yo considero como un don. Suele colocar todas las noches, en las mismas coordenadas, una botella de agua para calmar la fatiga del sueño. Uno, que acostumbra a leer y ver cine de madrugada, intenta ser sigiloso cuando entra en la habitación, aunque no hay día en que no derribe la botella de agua y provoque un estruendo en el silencio, parecido al de un ejército de elefantes intentando conquistar la casa.
Hace unos meses, cuando vivía en Alemania, un murciélago se coló por una pequeña rendija de nuestra habitación. Yo nunca me hubiera dado cuenta de que semejante animal estaba sobrevolando la cabeza de Marian y la mía mientras veíamos una serie, hacíamos el amor o sabrá dios qué tonterías más. Fue Marian quien empezó a señalarme, azuzada por el pánico, un bulto negro que intentaba escapar dándose cabezazos con el techo. Cuando consiguió caer al suelo, se encontraba totalmente destrozado. Aun así, no fui capaz de atraparlo. El murciélago, magullado y moribundo, me tenía ganada la batalla psicológica, para desesperación de Marian, que ya bastante tiene con tener que abrocharse el sujetador ella solita porque yo soy incapaz.
Es agradable sentarse en el sillón, Fosters en mano, y mirar la ferocidad de un hipopótamo, o las historias de unos ciudadanos que en realidad no interesan a nadie, porque no eres capaz de hacer nada por ti mismo. Aunque si alguna virtud echo de menos, es la de saber tocar un instrumento musical. Últimamente pienso mucho en apuntarme a clases de guitarra, o de saxofón, o de acordeón mismo, todo con tal de saber tocar algo. Pero la incertidumbre aletea en mi nunca como un cuervo y siempre opto por hacer otras cosas más importantes, como planchar calcetines o beber cervezas. No me va a ocurrir tocando un instrumento como a Mildred Pierce, que aprende a trabajar como camarera y finalmente acaba montando un imperio con sus pasteles. Tampoco pretendo hacerlo para actuar en Benicàssim, ni siquiera para ir por los bares de los pueblos para que los ancianos bailen en sus fiestas. El único logro que conseguiría sería el de tocar algunas notas desafinadas en compañía del alcohol y el complot amable de tus amigos. Suficiente.
Una mañana, cuando rondaba los 14 ó 15 años, edad en la que empiezas a comprender de la pasta que vas a estar hecho, mis padres decidieron llevarnos a la playa de Cádiz. Hay días en los que el desastre se te mete en la garganta desde que despiertas, y esa mañana era uno de esos días. Nada hacía presagiar que un lamentable incidente iba a dejarme el sabor de la acritud, provocada por la certeza de que vas a ser un torpe, en los labios. Cuando estábamos divisando un lugar en el que depositar nuestros tiestos de playa, nos dimos cuenta de que en esa zona era imposible. Mis padres empezaron a ponerse nerviosos, y querían salir a toda prisa de aquella parte de la playa, claro que eso no era tarea fácil. Enfilamos hacia la única salida que nos ofrecía el recinto, pero estaba tan frecuentado que nos era casi imposible dar un paso. Para colmo, la resaca -una resaca que ahora recuerdo como se recuerda la primera vez que tocas a una mujer- empezaba a agarrarme de las piernas fuertemente. Sin embargo, mi padre vislumbró una enorme rampa por la que cortar -él era el único que pensó que eso era posible- camino. Agarró la nevera con una mano, con la otra una bolsa pesada, y debajo de una de sus axilas la sombrilla. Se encaminó pendiente arriba sin que ninguno de nosotros pudiera discrepar sobre su idea. Cuando casi consiguió remontar la rampa entera, aprecié que no éramos los únicos que presenciábamos la gesta, un nutrido grupo de curiosos observaba a mi padre batirse contra la gravedad. Entonces perdió pie. Logró posicionarse para emprender la pendiente hacia abajo, a pesar del peso que llevaba encima, que hizo que alcanzara una velocidad peligrosa. Mientras se deslizaba por la empinada bajada, mi madre murmuraba para sí <<no, si al final hemos venido a matarnos>>. Mi padre consiguió salir airoso físicamente de la batalla, pero el honor de su cordura quedó seriamente lastimado. Nos dirigimos a la salida del recinto con la cabeza gacha, mi madre pensando en la vergüenza, yo pensando en que así iba a ser incapaz de tocar nunca un instrumento.

Foto: American Beauty.