martes, septiembre 30, 2014

El final del verano no es más que una derrota dulce -si es que existen las derrotas dulces-  la cual nunca esperas que llegue. Sabes que la felicidad acabará por meterse en cualquier rendija de tu patio, escabulléndose como el rabo de una rata, para dejar paso al no sé qué de tristeza que olemos desde lejos. <<Sabremos que el hastío ha vuelto a derrotarnos, / sabremos que perdimos otro verano mas. / Que nos ganó la vida una trivial batalla.>>, nos dice Juan Bonilla en un poema titulado Muchachas de septiembre. Una sentencia de manual si no fuera porque en mi pueblo, Arcos de la Frontera, el verano es capaz de prolongarse hasta bien entrada la hojarasca amarilla del otoño.
Aquí tuvimos la destreza de alargar el verano, lo cual no debería ser una mala noticia, de no ser porque el otoño tiene la habilidad de meterse de sopetón por la ventana de tu salita, ya sea 21 de septiembre, 29 o principios de octubre. No importa, es un clima establecido en mi pueblo para el día después de la festividad patronal, que celebramos con una feria. Podríamos haber hecho como en cualquier otra parte de España, donde reciben el otoño a principios de septiembre, lo mismo un miércoles o un jueves o un sábado, si es este último día mejor, pues acoges la tristeza armado de gin tonics. Aquí no. Aquí colocamos la festividad patronal al final de septiembre y le damos al lunes la capacidad de aniquilarnos, de que nos eche por encima un manto de oscuridad. Recuerdo el final de la feria de mi pueblo de hace tres años. Durante la fiesta bebí con la conciencia débil, sin saber que cada chupito que entraba en mi garganta como un raquetazo era un manojo de avispas haciendo un nido de resaca. Cuando desperté, después de tres días bebiendo que me parecieron uno, sólo pude atinar al desconcierto que me provocaban los zumbidos de avispa de la resaca pasando al lado mío. Estuve doce horas seguidas en la cama oyéndolas con la sábana cubriendo mis ojos. Al día siguiente le dije a un amigo que <<la sábana ardía; que aquello era la sábana de la muerte>>.
Lo mejor sería huir, como antes se huía. A la facultad, a pelarle papas a tu madre o al bar de tu amigo para emborracharte más y no verle los ojos rojos a la resaca. Pero la escapatoria sólo era posible antes. Ahora la tristeza que trae consigo la resaca está también en las calles del pueblo. Puedes oír, a lo sumo, dos o tres motos cuyo destino es una de mis mayores incógnitas durante ese día. O puedes ver a mujeres vestidas de negro caminar calle arriba como si arrastraran un sembrador con la espalda. Son como las ánimas que pululan en Comala, el pueblo de Pedro Páramo, la novela de Juan Rulfo. Precisamente, ese día en que se ha acabado nuestro verano me recuerda a un pasaje de la novela de Rulfo, cuando Damiana Cisneros, sumergida desde su cama en la noche, bajo la luz de una luna triste, oye continuos bramidos de toros, y dice: <<Esos animales nunca duermen. Nunca duermen. Son como el diablo, que siempre anda buscando almas para llevárselas al infierno>>.
Lo mismo ocurre con el día de después de feria en mi pueblo. Nunca duerme, bramándonos en el oído, para recordarnos que su día va a llegar, que la felicidad dura lo que dura el verano, que lo vamos a sentir aunque hayamos huido de la feria a un hotel a pie de playa. A esas personas, que aparecen vestidas de verano en el día crucial de su fin, les llega la hora en cuanto se quitan la pulsera de Todo incluido.  

Foto: Días sin huella

Publicado el martes, septiembre 30, 2014 por La enfermedad de las Turas

Sin comentarios

lunes, septiembre 15, 2014

Una señal es argumento suficiente para que ponga de puntillas mi desconfianza. Ocurre que a veces es mejor sentarse en el sofá, con el mando de la Play Station en la entrepierna disputando un Fiorentina-Sassuolo, y dejar que los acontecimientos que vienen, por muy graves que sean –es posible incluso que tu madre te mande embalar con papel de plata una tortilla-, se solucionen por sí solos. Así al menos riges tus tardes por fracciones de tiempo que van de diez minutos en diez minutos, lo que dura un partido de consola. Porque una señal, una minúscula señal incluso, es capaz de taladrar el tiempo como un obrero municipal taladra la acera de tu calle a las ocho de la mañana.
Me atrevo a afirmar, a sabiendas de que los eruditos acuchillarán la pantalla de su ordenador cuando lo lean, que el tiempo es aquello que transcurre con normalidad hasta que una señal aparece. Se me viene a la cabeza un relato de Cortázar titulado El perseguidor. En él, el escritor argentino nos cuenta las manías y los problemas existenciales de un saxofonista de jazz enganchado a la marihuana llamado Johnny Carter (personaje inspirado en el saxofonista Charlie Parker), desde la perspectiva de un crítico musical llamado Bruno. En el relato, Bruno nos cuenta: <<Johnny estaba en gran forma en esos días, y yo había ido al ensayo sólo para escucharlo a él y también a Mile Davis. Todos tenían ganas de tocar, estaban contentos, andaban bien vestidos (de esto me acuerdo quizás por contraste, por lo mal vestido y sucio que anda ahora Johnny), tocaban con gusto, sin ninguna impaciencia, y el técnico de sonido hacía señales de contento detrás de su ventanilla, como un babuino satisfecho. Y justamente en ese momento, cuando Johnny estaba perdido en su alegría, de golpe dejó de tocar y soltándole un puñetazo a no sé quién dijo: “Esto lo estoy tocando mañana” […] “Esto ya lo toqué mañana, es horrible, Miles, esto ya lo toqué mañana”>>. Es una prueba incontestable de que una señal puede desbaratar el tiempo como unas manos torpes un cubo de Rubik.
 Por eso yo soy de los que cuando perciben una señal sienten frío en el cogote. Recuerdo lo que le ocurrió a un amigo hace unos años. Mi amigo vivía en un barrio residencial a las afueras del pueblo, en el que se entraba por entre dos tinajas que encuadraban el camino a seguir. Podemos decir, hablando rápido, que las tinajas eran una señal en los días de lluvia, ya fueran de agua o de alcohol. Lo normal en los habitantes del barrio era no guiarse por las tinajas, sino girar en el punto exacto con la parsimonia de la costumbre. Un dia, mi amigo iba tan borracho que dudó de su parsimonia. Las obras en la entrada del barrio residencial dificultaban un poco la visión. Entonces mi amigo pensó que lo óptimo era entrar por medio de las dos tinajas y luego encauzar el trayecto hasta su casa. Cuando visualizó una tinaja, mi amigo giró a la izquierda, y en el momento en que creía que sentiría la carretera suave debajo de las ruedas de su Hyundai, se vio cayendo con precipitación hacia la cuneta de un pinar. Cuando se bajó del coche para averiguar qué había ocurrido, con fango y hojas de pino hasta el cuello, se dio cuenta de que la primera tinaja había desaparecido y se había dejado llevar por la tinaja incorrecta. Hubiera sido más fácil cerrar los ojos y que el coche hubiera girado solo, sin señales de por medio.  
En realidad, os hablo de las señales porque el otro día tuve un sueño. Los sueños son otro tipo de señales más escarpadas. En él, mi madre, mi cuñada y mi hermano me esperaban en casa de mi abuela. Cuando llegué, los vi reunidos sobre una pila y me acerqué. Mi cuñada y mi hermano miraban cómo mi madre cocinaba unos excrementos empanados como morcillas de grande. No sé de qué eran los excrementos, sólo sé que no eran humanos. Así, comencé a ayudar a mi madre a empanar los excrementos, y mi madre los cocinaba en un aceite muy aguado, y mi cuñada y mi hermano nos miraban empanarlos y cocinarlos como los que miran a un paleontólogo barriendo con una brochecita una piedra. Luego desperté, y por mucho que estuve pensando no conseguí saber -debéis creerme- qué tipo de señales me estaba mandando el tiempo. 

Foto: Bird

Publicado el lunes, septiembre 15, 2014 por La enfermedad de las Turas

2 comentarios