Estimado Abraham:


  Debe saber antes que nada que justo en el momento en que le escribo, tengo un pellizco en el estómago que más bien podría ser una pequeña muerte. Me imagino que sabrá de lo que hablo. No me cabe la menor duda de que hay personas que han nacido para batallar constantemente con su fisiología, en un encuentro y un desencuentro con el propio cuerpo que nos lleva tan al límite, tan a desear la calma, que cuando llega, el cuerpo parece de repente una primavera regalada, y está fresquito como una cama de hotel. A estas alturas de mis explicaciones sabrá que me refiero a las noches en que uno puede entretenerse, obviando la pistola que yo siempre me imagino en una caja amarilla.
 Discúlpeme el mal gesto de comenzar una correspondencia hablando de mí. Pero justamente de eso me parece a mí que me hablaba Vd. en su carta, de la literatura, que viene a ser prácticamente una licencia onanista. Lo cierto es que detesto enormemente todas esas definiciones de literatura que los llamados escritores van dando por el mundo, como si fueran alquimistas que de repente han encontrado algo. Y si se trata de poesía ni le cuento: es escuchar una de esas brillantísimas elocuciones sobre la esencia y los dioses que nos tocan, y descubrir mi cuerpo perforado, emanando un hedor que normalmente tarda una semana en retirarse. Figúrese el apuro que supone para mí ir explicándole a la gente lo que ocurre mientras compruebo cómo se alejan sin ser capaces de soportar el olor que se enquista y se enquista, quedándose por mucho tiempo en la memoria. Un día descubrí que lo peor de la literatura eran los hombres, y ya no quise nunca más saber de ellos. No puedo permitir, y espero que en esto estemos de acuerdo, que una especie que se considera a sí misma privilegiada, arruine lo poco que queda de mi matrimonio con las letras. Aunque eso ya es harina de otro costal y no quisiera abrumarle.
  Esto de que le hablo me ha hecho recordar que cuando recibí su carta, un temporal asolaba la mesa de trabajo donde estaba. Y justo comenzaba a girar en el espacio de la biblioteca, en el centro de una vorágine que hizo saltar las alarmas: todo el personal evacuando, los bomberos de camino, las mujeres y los niños, los hombres después, un violinista en mitad del desastre. Porque como le dije en uno de los escasos encuentros que tuvimos, lo mío con la literatura es un problema irresoluble que he deseado muchas veces resolver como una incógnita llamada X se despeja en las operaciones matemáticas. Y sin embargo no es posible, de tal manera que me enredo en un ovillo que continuamente se contrae y se expande, llegando incluso a deshacerse por las fibras, dejándome solo las últimas hebras para volver a tejer. Y ese era el motivo de la enfermedad que tenía a la ciudad en cuarentena, ese tira y afloja que solo permite el gusto por la lectura los domingos de pascua, y el resto del tiempo se debate entre lo que llegara a ser un día y lo que tan a menudo es un coito muy rápido y casi por compromiso. Pero esos domingos, esos instantes tan breves en que uno encuentra el espejo e inunda el suelo del salón con un llanto primigenio a causa de lo que otros han escrito, vale por todas las vorágines del mundo.
  La cuestión es que leí su carta y desertó el temporal. Y vi la escena congelándose como si todo se hubiera convertido en un cuadro que mientras alguien lo contemple logrará ser impune a la caducidad.
  Me decía Vd. en su carta que le hacía tambalearse la idea de ir aireando por ahí que eso que Vd. ha venido a llamar “nuestras pequeñas intimidades”. Vd. y yo no tenemos de eso, pues el carácter literario de nuestras conversaciones eleva lo que nos decimos al grado malversado de la universalidad. No debe temer. Déjeme decirle, por otra parte, que esa distancia física de la que habla no ha variado por la suma de kilómetros que iban mediando entre su cuerpo y el mío conforme Vd. tomaba su avión y se alejaba de España. Mal suponía yo que era consciente de que lo nuestro se conformó desde el principio en base a este decoro de mutuo acuerdo que nos estrecha en los márgenes de lo incorpóreo, no siendo necesaria la rigurosa visita semanal que muchas veces, he de decir, he deseado. De haber estado Vd. al escribirme en la tierra natal de mi querido Julio, habría respondido a su carta como acabo de hacer.

  Olvide los tomates. Si los viéramos caer sobre nosotros, podríamos bañarnos en su jugo.

  Afectuosamente,



  Ana Rodríguez Callealta.


  PD: Envíeme usted si es tan amable la receta del puchero que me prometió, si es posible, con todo lujo de detalles. No termino de entenderme con los tiempos de cocción.