lunes, noviembre 25, 2013

                                                                              Para que os abrigue en el centro de este invierno.

Como muchos saben, Leo Messi comenzó jugando en la banda derecha. Desde esa posición trazaba unas diagonales hacia el centro prodigiosas, rápidas como un calambre de luz, que normalmente acababan con un disparo colocado al palo o con un zambombazo, nunca se sabía cuál era la suerte que iba a correr el portero rival. Parecía claro que Messi se iba a convertir en uno de los mejores jugadores de la historia desde esa posición, el extremo derecha que a pierna cambiada descosía a las defensas. Pero los grandes rivales estudiaron la historia, y Guardiola buscaba la fórmula para que “La Pulga” fuera más peligrosa aún.
Cuenta Guardiola que a él le gustaba tener más hombres en el centro del campo que su rival, y sobre todo a sus mejores hombres, porque cuantos más hombres de calidad tuvieras en el centro, mejor podías pasarte el balón. Messi, escorado en la banda, tenía la función de recibir lo más cerca del pico del área posible, para encarar e inventar alguna pared, pero eso sí, siempre con la marca de un lateral y una cobertura más pendiente de que ese diablo travieso no recortara hacia dentro que del juego de su propio equipo. Al situarlo en el centro, Messi era doblemente más peligroso. Ya no hacía falta que el equipo tocara hasta llegar a su banda, porque podía participar directamente del juego asociándose con los otros dos jugadores de gran calidad que había en el equipo. Desde el centro, Messi era una materia incontrolable, los rivales no sabían cómo podían marcarlo. Si los centrales salían, dejaban demasiado campo a sus espaldas, si esperaban, demasiado espacio y tiempo para que un asesino de esa magnitud pudiera ejecutar. Ahí estaba Messi, convertido al centro y dominando aún más si cabe el terreno de juego. Siendo Messi y en el centro, es decir, como un niño revoltoso con tarros de cera y sin nadie que lo controle. El resultado de su conversión, ya todos lo conocen.
Otra conversión al centro que ha dado muchas alegrías a los aficionados al fútbol es la de Andrea Pirlo, pero este caso es distinto. En sus primeros años como profesional, Andrea Pirlo no fue ni una cuarta parte del jugador que todos sabemos que es. No era porque no tuviera calidad, era porque jugaba en el lugar equivocado. En el Brescia, Inter y Reggina la función de Pirlo era la de ejecutar desde el centro. Era el encargado de dar el último pase, y en esa posición de trequartista además de saber pasar bien el balón tienes que desbordar y tener algo de velocidad. A Pirlo, con ese aspecto desgarbado, en la posición de mediapunta le faltaba campo para pensar. Su lugar estaba en la sala de máquinas, justo antes de los defensas. Desde ahí era una brújula. A él no le gustaba ejecutar, le gustaba distribuir el balón para que los jugadores más determinantes ya se encargaran de asesinar al rival. Del centro donde tienes que mostrar artillería al centro donde se cuece la táctica, donde se contempla mejor la batalla y donde se decide cómo se juega. Ancelotti tuvo mucha culpa de que en la última década hayamos disfrutado de uno de los mejores centrocampistas que han existido al atrasarle la posición. Para mí, ese Milán no fue el Milan de Sevchenko ni de Kaká, era el Milan de Pirlo, porque a partir de él existía el juego y el equilibrio para que los otros dos machacaran. El resultado de su conversión, ya todos lo conocen.
Hay personas que no eligen estar en el centro, simplemente es un contrato invisible que firman con la vida por el mero hecho de existir. Son los padres. Juegan su partida desde el centro, pero no pueden elegir si jugarla de tres cuartos hacia delante o desde la retaguardia. Ni siquiera tienen a alguien que les diga en qué posición podrán explotar mejor sus virtudes. Sólo están ahí, solos en el centro, con la obligación de distribuir algunas veces y de ejecutar otras tantas, sujetando lo que les importa para de vez en cuando darse una alegría, sin salir nunca en la foto. En el centro, con el único fin de llenar de decencia su casa.


Publicado el lunes, noviembre 25, 2013 por La enfermedad de las Turas

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miércoles, noviembre 20, 2013


Aunque parezca que el tiempo siempre es el mismo, ya hace más de una década en la que nuestra generación se acoge a los videojuegos como un soldado se amparaba en un cigarro para arañarle unos minutos a la vida desde su trinchera. A su vez, ya llevamos más de una década siendo futbolistas aunque sea tan sólo durante unos cientos de segundos, porque si algo tienen de especial esos videojuegos, es su capacidad de ilusionista para transportarnos desde el salón de nuestra casa hasta San Siro, Old Trafford o el Santiago Bernabéu.
A veces, mientras manejo tácticas y ambiento mi juego para asaltar algún estadio extranjero con mi equipo, irrumpe en el patio de mi abuela un pequeño diablillo llamado Aitana, toda llena de fuerzas y de nervio y con el único objetivo de hacer corretear a mi abuela y de desperdigar sus muñecos por el patio. Mi casa es una casa andaluza tradicional, presidida por el mencionado patio con sus macetas -las cuales mi abuela cuida con mimo-, con una orquesta de pájaros y en un tiempo ya remoto para la memoria de nuestro hogar, con un enorme jazmín que se levantaba imperial en el centro de su arquitectura. Nada más cruzar la casapuerta, a la izquierda, una veintena de escalones conducen a la puerta que ha visto crecer a mis hermanos.
Mi abuela ahora sufre los juegos inocentes de su queridísima nieta. Y la disfruta, no hay más que verle el rostro u oír el estruendo de su risa cuando contempla alguna travesura. Pero hubo una época en la que el patio no recibía a una niña chillona cuya mayor trastada quizás sea arrancar alguna hoja de una maceta en una carrera desequilibrada, sino que albergaba a dos niños obsesionados con ser futbolistas, y que convertían el patio de vecinos en una batalla campal de balonazos y galopadas.
Nuestra capacidad de ilusionistas era aún mayor que la de los videojuegos actuales. Planificábamos la temporada, escogíamos a los equipos del Viejo Continente que más nos emocionaban y dedicábamos la tarde a jugar nuestra propia Copa de Europa. Había un rival al que le teníamos especial manía, y era el París Saint-Germain, porque entre las desgracias más dolorosas que recordábamos a nuestra temprana edad, había una inolvidable, y era la derrota sufrida dos temporadas antes en el Parque de los Príncipes por el PSG de Weah, Ginola y Luis Fernández, con la desafortunada participación del portero blaugrana Busquets.
Claro está que los cruces los elegíamos nosotros, y a los victoriosos también. El patio de nuestra casa se llenaba de vítores cuando cruzábamos el túnel de los vestuarios. Nuestros rostros eran serios, implicados profundamente en derrotar a los franceses. Las hojas del jazmín, que se extendían por el patio, simulaban una nieve suave y eso nos hacía concentrarnos aún más, porque además de luchar contra un equipo bien armado, teníamos que combatir el frío de París. El balón echaba a rodar y las macetas se tronchaban ante los balonazos. Calculábamos el tiempo para acabar el partido, siempre antes de que llegara mi abuela de la misa y nos correteara esta vez no para jugar con sus nietos, sino para reprocharnos el estado en el que le dejábamos las plantas que con tanta devoción cuidaba. Nuestra madre, cuando oía a mi abuela, nos reclamaba para la ducha. Nosotros subíamos las escaleras exhaustos, con olor a jazmines pisoteados, pero sonrientes y triunfantes porque habíamos conquistado París, y además, nos habíamos proclamado Campeones de Europa.

Foto: PSG-F.C.B. Barcelona (1995)


Publicado el miércoles, noviembre 20, 2013 por La enfermedad de las Turas

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lunes, noviembre 11, 2013


No se sabe si María Dolores Armijo iba acompañada de su cuñada o de una buena amiga, ni tampoco si en cuanto salió del portal se oyó el pistoletazo. Lo único cierto de la historia es que visitó la casa de la calle Santa Clara al caer la tarde y que, inmediatamente o unas horas después de la fatídica visita, su amante, el ilustrísimo Mariano José de Larra, se desentendió de sus esperanzas y abandonó su vida en algún recoveco polvoriento del cañón de su pistola. Dicen que el estruendo en la calle fue mayúsculo, pero más escandalosa fue en Madrid la noticia de que el joven que arañaba con sus textos a la sociedad española había decidido poner fin a su existencia a la manera ingrata del suicidio.
Su entierro fue multitudinario, pero no fue la abultada congregación de gente la única causa por la que el sepelio de Larra ha pasado a la historia. Cuando los restos del célebre escritor se estaban introduciendo en el nicho, de entre la muchedumbre surgió un joven pálido que, mirando a la tumba y al cielo, recitó un poema panegírico provocando el entusiasmo de los presentes. El joven se llamaba José Zorrilla, y su intrusión en el entierro de Larra le valió para reemplazarlo casi de inmediato en el periódico El Español y para instalarse en la sociedad intelectual. Gracias al poema recitado, el poeta y dramaturgo pudo hacerse un hueco como escritor profesional y convertirse en uno de los autores teatrales más representados.
El último contacto directo que tuve con la muerte fue en el pasado verano. La noticia era esperable y la aflicción que pude sentir venía de la mano de la añoranza, porque la fallecida había sido mi profesora y además madre de un buen amigo de la adolescencia. Todo lo que ese grupo de amigos pueda recordar de aquella edad tan tierna gira en torno al hogar de la difunta, y sólo ese detalle me sirve para albergar un respeto absoluto cuando esos momentos acuden al salón de mi casa para refrescarme que hubo un tiempo en el que jugábamos a escuchar música, a fumar porros y a darnos besos con las chiquillas.
Siempre la evoco con una voz quieta y suave. Nos expresaba sus ideas y nos daba consejos. Cuando lo hacía, parecía que nos cantaba una canción o nos recitaba algún poema. Su voz era un susurro de paz que agradaba escuchar porque además iba acompañada siempre de una estupenda sonrisa, que nunca oí a carcajada limpia, quizás porque su sosiego y su lisura sólo le permitían sonreír.
No era una mujer tan importante como Larra, ni su velatorio estuvo tan concurrido, pero ocurrió algo que para mí fue extraordinario, como extraordinario fue en el entierro de Larra la intromisión de José Zorrilla. Cuando los presentes acudimos a la pequeña capilla del tanatorio, de sobra sabíamos que no íbamos a escuchar una misa católica, por eso nos acercamos con incertidumbre al lugar. En el pequeño atril de la capilla no apareció ningún cura, sino el viudo flanqueado por sus dos hijos. Se subió tranquilo, contemplando sonriente al auditorio confuso, y comenzó su dircurso. Primero nos ofreció la oportunidad de despedir a la difunta como nuestras costumbres y creencias requirieran, y luego, con una naturalidad inaudita, comenzó a hablar de la sonrisa de su mujer, de cómo hubiera sonreído al ver a unas cuantas personas velar su muerte. A mí ese hombre me devolvió a mi juventud plena, no sólo porque cuando miraba a mi alrededor veía a mis amigos y profesores de la adolescencia, sino porque me pareció sobrehumano que alguien en esa situación fuera capaz de aparcar el dolor para hacernos saber que, si alguna vez queríamos recordar a su fallecida esposa, no lo hiciéramos desde la enfermedad, sino desde el fino hilo de agua que eran su voz y su sonrisa.
Desde entonces tengo claro cuál será la primera cláusula de mi testamento: no velad mi muerte, velad lo que recordéis de mi risa.

Foto: Orson Welles. 

Publicado el lunes, noviembre 11, 2013 por La enfermedad de las Turas

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lunes, noviembre 04, 2013


En la temporada 2000/2001 el Barça era un soldado triste que pataleaba piedrecitas por las calles de su ciudad derruida. Su desolación era aguda, no sólo porque jugaba una guerra que desde el principio tenía perdida, sino porque era conocedor de que su comandante, un luso que desahogaba cientos de batallas dando cuchilladas y cañonazos por la banda diestra, los había debilitado marchándose al frente rival, el cual de por sí ya contaba con una primera línea de fuego atroz y con ocho medallas relucientes en el pecho.
Era el 17 de junio de 2001. El Valencia C.F., cuarto en la clasificación, visitaba el Camp Nou con tres puntos de ventaja sobre el Barça, que necesitaba la victoria para empatar a puntos con los “chés” y clasificarse por “gol average” para la Champions League. En realidad, el Barça necesitaba los tres puntos para no mancharse aún más el babero de estiércol. El Valencia no era el mejor rival para jugarse la honra. Ese Valencia era un equipo muy bien hilado que no ofrecía ninguna fisura en los pespuntes. El Barça peleaba el partido con rabia más que con juego, y por dos veces atizó mediante Rivaldo la portería valencianista. Pero el conjunto levantino también sabía dar cachetadas en la cara y llegó casi al final del partido con empate a dos y bien armado atrás. Era el minuto cuarenta y tres y medio y el Barça estaba fuera de la Champions League.
En esa época el fútbol me desilusionaba. Me cansaba el juego del Fútbol Club Barcelona lleno de dirigentes y de jugadores mediocres. También era porque la adolescencia comenzaba a asomarse por las calles vestida con tops y faldas cortas y oliendo a hembra. Aunque a decir verdad, aún no eran las chicas lo que más me fascinaba. En esos tiempos en los que empezaba a conocer el vino mezclado con casera había otro elemento que se erguía como un acantilado dentro de mí. Era la música. Y para ser más exactos, el rap.
Con los discos de Violadores del Verso y La Mala Rodríguez bebidos, había oído que un chaval en Arcos rapeaba bastante bien. Yo me moría por conocerlo, por agradarle y por hacerle saber que yo también sabía enlazar versos con calidad. Y que sabía entonarlos correctamente. Recuerdo la primera vez que le di la mano al verano siguiente del partido que narraba en párrafos anteriores, y le pedí que me rapeara. Su rapeo no dejaba descanso. Eran cientos de oclusivas sonoras que pasaban al lado de mis oídos a una velocidad endiablada. Cientos y cientos de disparos que por ser violentos no dejaban de arropar metáforas e imágenes bellas.
Los años nos hicieron casi familia. Con otros dos compañeros más montamos un grupo de rap, Flaco Dolce, una lluvia que siempre recordaremos con la nostalgia con la que se recuerda un amor adolescente. Por culpa de esa música y de ese grupo he podido compartir canciones, versos, desamor, humor, viajes en furgoneta y sobre todo, una admiración irrevocable hacia esa persona . Él es un chico enfermo de Tura al que la vida le debe una boina, un buen vaso de vino y una tasca en la que poder retirarse cantando rap y flamenco con sus amigos.
Era el minuto cuarenta y tres y medio y el Barça estaba fuera de la Champions League. Frank de Boer acarició el balón para ponerlo al borde del área, Rivaldo lo impulsó hacia arriba con su pecho para ganar espacio como si fuera una catapulta, y con la habilidad de un felino remató de espaldas a la portería con un gesto técnico y una rabia, que a mi edad todavía no he visto en ninguna otra jugada. Una chilena antológica sin más que le dio al esférico tal velocidad y colocación, que el balón entró pegado al palo izquierdo de Cañizares como un triple desde el centro del campo en el último segundo. Incontestable. El Barça se clasificaba para la Champions y Gaspar zarandeaba el aire mirando al cielo y dando gracias a Dios.
El sótano de la Peña Barcelonista Arcense estalló como el pueblo jacobino con un rey en la guillotina. Yo recuerdo que un chico al que no conocía de nada se agarró a mí y me izó en volandas. Los dos nos abrazábamos y levantábamos el puño sin poder creer que esas jugadas eran posibles en el fútbol. Y gritando, no sé el qué pero gritando mucho. Ese chico era Antonio Juan Moreno Caro, un muchacho menudo y largo con el que años después compartiría versos, canciones y carretera. La chilena de Rivaldo no es un símbolo de nuestra amistad, pero sí un abrazo que aparece cuando la euforia nos invade el cuerpo; cuando la noche nos abriga con la nostalgia del vino y del tiempo.


Publicado el lunes, noviembre 04, 2013 por La enfermedad de las Turas

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