martes, marzo 17, 2015

<<¡Buscad el tablero, hay que buscar el tablero, carallo!>>, nos aguijoneaba Ángel, un entrenador gallego que nos iniciaba en el arte confuso del baloncesto. Para nosotros, en cambio, el tablero era la manera sucia de meter una canasta, el camino fácil que desechaba la floritura, aquella  que nos había suscitado las ganas de practicar ese deporte. Así las cosas, Ángel nos parecía un pelmazo cuando dejábamos el balón directamente en el aro y nos repetía una y otra vez que el tablero era el camino que había que elegir para encestar. No era el procedimiento que usaban los jugadores que nos gustaban, no era el recurso que unos niños de trece años querían para disfrutar del baloncesto.
Aunque si echamos la vista atrás, a nuestra generación le costaba encontrar  un jugador que se amoldara a nuestros gustos. Nos encontrábamos, seguramente, ante la época más confusa desde que David Stern se hiciera cargo de la NBA en 1984. Michael Jordan, el jugador símbolo de la liga, que acaparaba todo el marketing de ésta y a la que proporcionaba unos resultados económicos sin precedentes, había anunciado su segunda retirada cuando nos adentrábamos en la temporada del año 1999, dejando en las oficinas de la liga el silencio incómodo de la incertidumbre. Antes, el comisionado de la NBA tuvo que hacer frente a las exigencias económicas por parte de la patronal y el sindicato de jugadores, que no consideraba justo que el 20% de los jugadores recibiera el mínimo salarial, mientras que sólo nueve acapararan el 15% de todo el dinero que estaba destinado a pagar salarios. La NBA y la Asociación de Jugadores se habían reunido 9 veces antes del 30 de junio de 1998, día en el que se decretó un lockout que duró 204 días. Fue David Stern quien agarró el problema por las asas. La amenaza del cierre completo de la temporada  amenazaba la NBA, que envió una carta a título personal a todos los jugadores y que amenazó con el cierre definitivo de la temporada si en enero no se había llegado a un acuerdo. La jugada le salió bien a Stern y se pudo jugar una temporada de 50 partidos.
Para el aficionado fue un año raro. El juego ofrecido por las franquicias era especialmente pobre. Con el adiós de Jordan, aquellos que nos saciábamos viendo algunos resúmenes en +Deporte, el programa de Canal Plus, nos sentimos abandonados al no poder contemplar más sus mates ingrávidos, sus canastas en el último segundo y sus aros pasados con doble pirueta. Porque no sólo se fue Jordan, sino que también se fue Chicago. Tras la despedida del 23, Pippen, Rodman y Phill Jackson también acordaron su salida, y con ellos se fue lo que quedaba de una franquicia que -quizás porque era la franquicia más mediática y a la que teníamos más acceso- nos había enganchado al baloncesto.
En estas circunstancias, yo me adentraba a buscar al nuevo jugador que fuera capaz de levantarme del sillón. No estaba, desde luego, en la franquicia ganadora en aquella temporada del 99. Los San Antonio Spurs de Gregg Popovich obtuvieron ese año en el draft al posiblemente mejor ala-pívot de la historia, Tim Duncan, y fueron campeones. Es sin duda el 21 de los Spurs el jugador que mejor ha aprovechado el tablero para encestar, y esto, precisamente, le quitaba méritos de excepcionalidad ante la mirada codiciosa de un chaval de 13 años. Si después de cinco anillos y de desplegar en la última final, ante los Miami Heat de Lebron James, el mejor juego ofensivo y de equipo que he visto hasta ahora, se sigue acusando a Tim Duncan y sus San Antonio Spurs de estrella y franquicia con poco tirón, imagínense el que pudieran tener aquel año, en el que el juego pragmático y de ascendencia militar como la de su entrenador distaba mucho del desarrollado en las últimas Finales.
La NBA se encontraba frente a un panorama sombrío y necesitaba reclutar a los aficionados  anhelantes de showtime. La revelación apareció de forma inesperada. Sacramento Kings, una franquicia en constantes procesos de remodelación, escogió en el draft del 98 a Jason Williams, un base blanquito capaz de hacer auténticas locuras con un balón de baloncesto. Dice Antoni Daimiel en El sueño de mi desvelo, libro del que nos hemos surtido para este artículo, lo siguiente sobre Chocolate Blanco: <<Se puso a jugar con el codo. Perfección, nunca exenta de espectacularidad, que sentó frente al televisor a altas horas de la madrugada a gente que en su vida había visto más de un par de partidos de baloncesto completo>>. La incursión de este base, que estaba acompañado por excelentes jugadores como Chris Webber, Vlade Divac y Stojakovic, fue un brote de esperanza para aquellos que esperábamos juego de contraataque y pases mirando al tendido finalizados con mates sonoros.
Aunque la primera señal de que la NBA empezaba a darle otro ritmo de juego a la competición fue el concurso de mates del 2000. Fue la primera vez que vi a Tracy McGrady. Me sorprendieron sus piernas largas y flacas y la potencia inusitada con que atacaba el aro para machacar. El gran triunfante de la noche fue su primo y compañero de equipo, Vince Carter, pero mis ojos se centraron en los ojos caídos de Mcgrady y el pasotismo con que botaba el balón. Su concurso de mates fue excepcional, pero el de sus contrincantes más aún. Aquel concurso fue un muestrario de mates irrealizables que dejó atónitos a los presentes, fue una advertencia a los huidizos de que la espectacularidad iba a volver, y Mcgrady iba a ser uno de los protagonistas.
Tracy Mcgrady fue uno de esos chavales que entraron en la liga directamente del instituto pidiendo paso entre los grandes de la manera más rápida. Llegó a Toronto Raptors, una franquicia que contaba con tres años de existencia y donde vivió a la sombra de su primo Vince Carter. No obstante, sus números fueron buenos en la franquicia canadiense y en cuanto quedó libre, fue reclutado por los Orlando Magics para formar una dupla exterior junto con Grant Hill que fuera temida por los defensores de la Conferencia Este. Pero a Mcgrady, y a Grant Hill, les acompañaría durante su carrera un aura maldita en forma de lesiones, especialmente con el segundo, que se lesionaría al poco tiempo de iniciarse la temporada, dejando huérfano a Mcgrady en un equipo que con Grant Hill aspiraba al anillo y sin él podía luchar por los playoffs.
Muchos eligieron otros jugadores, algo normal. La época de T-Mac con los Magics coincidió con una etapa de descompensación entre la Conferencia Este y Oeste, que provocaba que se volviera la vista a otros jugadores exteriores como Kobe Bryant. Incluso en el Este se encontraban algunos más mediáticos, como Iverson o el propio Vince Carter. Aun así, McGrady era una fuerza incontrolable y tardaría poco en hacerse un hueco entre los grandes de la NBA. En su primer año como solista en Orlando, recibió el premio de Jugador más mejorado de la NBA, promedió 26,8 puntos por partido, apareció en el segundo mejor quinteto de la liga y fue nominado para el MVP de la temporada, todo esto con 21 años. De esta forma, se convirtió en uno de los habituales en los All Star Games de la década del 2000 e iba fraguando al jugador capaz de anotar 13 puntos en 35 segundos. 
Elegí a Mcgrady por la dulzura con que botaba el balón, por el buen manejo de la bola a pesar de su altura (2,03), por la capacidad que tenía para pararse y tirar con movimientos casi de bailarina, por su potencia para matar por encima del rival, pero sobre todo, porque fue un jugador perseguido por la derrota. Además, la aceptaba con impasibilidad aparente. Siempre guardaba la misma expresión para los momentos buenos y los malos, y con sus canastas imposibles, nos sacaba una sonrisa que hacía gritar a Andrés Montes: <<¿Por qué eres tan bueno McGrady?>>. En definitiva, era un jugador con potencial para ganar cuantos anillos quisiera pero al que la mala suerte, en forma de lesiones (ya fueran suyas o de sus compañeros más ilustres), no le hizo ver más allá de la primera ronda de playoffs.
Mientras tanto, en aquella época en la que T-Mac fraguaba su leyenda oscura en Orlando, Ángel nos seguía preguntando qué carallo nos pasaba con el tablero. Comenzamos a usarlo por su insistencia, y porque nos dimos cuenta que a veces la gravedad era un problema irresoluble para nuestros menudos cuerpos. No usar el tablero era una virtud que sólo unos pocos jugadores se podían permitir. Sin embargo, llegó el All Star Game de Filadelfia en el año 2002. Recuerdo que era muy tarde y a la mañana siguiente había instituto. Nada importaba, era una oportunidad única para ver a Tracy McGrady en acción. El partido discurría de forma tranquila, como suelen empezar esos encuentros, hasta que de pronto, cuando nos encontrábamos al principio del segundo cuarto, McGrady recibió el balón en su propia canasta tras saque de fondo, botó hasta la línea de 6,75 rival, desde ahí estrelló el balón contra el tablero, bajo la mirada de Steve Nash, Gary Payton y Dirk Nowitzki, y con un potente salto desde la pintura, logró cogerlo de nuevo para machacar, volviendo incrédulos a los presentes El salón de mi casa explotó. Era la primera vez que veía un auto-alley-hoop contra el tablero. Fue cuando pensé que si pocos jugadores se podían permitir jugar sin tablero, sólo McGrady podía jugar con él de esa forma. Habíamos visto una jugada que desquiciaría a Ángel durante muchos entrenamientos. 
Tracy McGrady tras asistirse en el tablero en el All Star Weekend de Filadelfia (2002)

Artículo publicado en el primer número de La tabarrera

Publicado el martes, marzo 17, 2015 por La enfermedad de las Turas

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martes, marzo 03, 2015

Chirigota La Familia Pepperoni (1998)
El fútbol español vive unos momentos confusos si hablamos de los aficionados que van al estadio para desgañitarse por sus equipos. Y no les hablo sólo de los incidentes ocurridos el pasado 30 de noviembre en el Manzanares -cuyo suceso no vamos a explicar aquí, pues ya el sensacionalismo nacional nos ha dado buena cuenta de ello-, sino de la dificultad que tienen algunos aficionados para asistir al estadio por mor de las exigencias horarias impuestas por la LFP.
Están desalojando los estadios para que los orientales puedan ver nuestro fútbol, mientras el aficionado autóctono, en lugar de abonarse a su club, se abona a Canal Plus Liga para poder ver el partido de su equipo después de cenar. Traicionar a los estadios de fútbol es apuñalar de las entrañas  hacia arriba el alma de los clubes y, aunque suene a topicazo, la única alma que puede tener un club de fútbol es su afición, y ésta toma su estadio como parapeto ante el golpe enemigo, como el lugar que hay que defender de los forasteros como si de tu propia casa se tratara.
El Cádiz C. F. también tiene un estadio que defender, y su afición pintarrajea los alrededores de azul y amarillo siempre que el equipo juega en casa. Manolo Santander, con su chirigota Los de la Roca (2007), ofrece una excelente visión de cómo un aficionado de fútbol siente el estadio del equipo que defiende como su segunda casa. Tratándose de Manolo Santander, ese segundo hogar sólo puede tratarse del estadio Carranza: En el barrio La Laguna / dueño soy de una parcela / (…) El terreno es chiquitito / lo comparto con más gente / y allí voy cada domingo / porque es que yo necesito / empaparme de su ambiente. / En sus gradas he crecido / y quiero vivir / en sus gradas he crecido y quiero morir.
Cádiz, lugar al que pertenecen las dos artes a las que me voy a dedicar en este artículo, es una ciudad extraña: puede lucir como una brillante modelo rubia si nuestra mirada es superficial, pero si nos fijamos en sus entrañas, destila la suciedad de los malos hábitos habituales entre las personas de glamour. Aunque si algo define la ciudad, es la pasión. Los gaditanos giran todo el año entorno a dos emociones difíciles de explicar si no eres de Cádiz: el fútbol y carnaval, y cuando hablamos de fútbol, hablamos del Cádiz C.F. Pocas veces he visto a miles de aficionados esperar a su equipo cuando se va a disputar un partido de 2ªB. Ocurrió el 20 de mayo de 2012, cuando el Cádiz se jugaba el ascenso a Segunda División contra el Real Madrid Castilla. Miles de aficionados esperando al autobús del equipo en la entrada al estadio y gritando <<por un Cádiz revolucionario, todos los fachas fuera del estadio>>, <<oé Cádiz oé>> o el pasodoble de  la chirigota La Familia Pepperoni  <<Me han dicho que el amarillo / está maldito pa´los artistas / y ese color sin embargo / es gloria bendita para los cadistas>>. Porque como hemos dicho antes, carnaval y fútbol son las dos pasiones de los gaditanos y éstos se han encargado de que vayan juntas. De hecho, el pasodoble Me han dicho que el amarillo se ha convertido en el himno oficioso del Cádiz C.F.
Por supuesto, La Familia Pepperoni, chirigota encargada de entonar por primera vez el pasodoble con autoría de Manolo Santander, no hizo la letra por encargo del club. El hecho de que una copla de carnaval se convirtiera en una especie de himno para la afición de un club importante como el Cádiz, ejemplifica muy bien la importancia y significación que tiene esta fiesta entre la gente de la ciudad.  En un ejercicio de poesía popular, el pueblo de Cádiz tomó esa letra como suya. Uno puede no conocer al autor de la letra, pero seguro que conoce el pasodoble. No hay mayor colofón para un carnavalero que una letra suya se convierta en un himno para la ciudad, como bien recordaron Los hinchapelotas, chirigota del 2012, en una copla suya dedicada al autor del pasodoble que se ha erigido como himno del club, en la que se puede apreciar lo siguiente: <<No hay Gran Final / ni hay antifaz / ni premio que supere / que una canción / de carnaval / el pueblo se la quede>>. Por ello, Manolo Santander ha pasado ya al olimpo de personajes ilustres en Cádiz, y estoy seguro de que hay más personas que conocen antes su nombre que el de Fernando Quiñones o José Mª Pemán.
Si uno observara a miles de  personas esperando el autobús de su equipo de fútbol, podría pensar que ese equipo se bate en una eliminatoria importante de Champions League, o que se enfrenta a un partido decisivo para ganar una liga. Pero la realidad del club amarillo es bien distinta. Su presente es aciago y está marcado por la incertidumbre. Así, se va dejando el orgullo por campos de mala madre de 2ªB para volver al lugar que por afición le corresponde. El Cádiz me recuerda a esa escena de Kill Bill 2, la película de Tarantino, en la que la protagonista está enterrada en un ataúd, y a base de paciencia, dando pequeños puñetazos para que la madera ceda, logra escapar del boquete. Y eso es exactamente lo que lleva intentando el Cádiz desde hace varios años ya, escapar del boquete.
Para relatar la última gran gesta protagonizada por el club, debemos retroceder una década, exactamente hasta el año 2005. El Cádiz se jugaba ascender en el campo del máximo rival, el Xerez C.D. Imaginen que el F.C. Barcelona visita el Bernabéu y el equipo blanco puede dejarlo sin liga, o por el contrario, puede ser derrotado en su propia casa para regodeo de toda Cataluña; imaginen ese escenario. Pues con esa misma tensión se vivía ese derbi. Pero pronto se disiparon las dudas. Nada más comenzar el partido, Oli asestó un zurdazo que retumbó como el golpe de bombo de una chirigota clásica. El resto fue dejar atrás los minutos, de hecho, el segundo gol cadista fue mera anécdota, ya Oli se había encargado de dejar las cosas claras desde el inicio, como cuando Michael Corleone vuelve del baño con un revólver y dispara, sin preguntar, a Sollozo y el capitán McClusky en la película El Padrino.
Por supuesto, las agrupaciones se acordarían de la hazaña y la reflejarían en sus letras. En el carnaval siguiente al ascenso conseguido, la comparsa Los Parias, del autor Juan Carlos Aragón, se referiría a la gesta de la siguiente forma: Hay días que pasan cuando llegan / pero sus noches nunca pasan, / como la noche coronada / por nuestra amarilla bandera, / la noche de la primavera / más bella que tuvo Carranza. / De Jerez, fueron de vino de Jerez / las lágrimas que derramé / la noche de la primavera / más bella que tuvo Carranza (…) / Por eso cuando las banderas / cubrieron las ciudad entera / sentí el mayor escalofrío. / Lo que pasaba era más grande / y cada gol más importante / que to el ascenso conseguío.
Oli fue el jugador referente de aquel Cádiz C.F. que consiguió el ascenso. No fue casualidad que el asturiano fuera quien asestara la cuchillada final en Chapín. Su relación con el club gaditano y con la afición se manifestaba en cada minuto que el jugador permanecía en el campo. Tanto se reflejaban el club y el jugador, que tras  no conseguir mantenerse  en Primera División, Oli fue elegido como técnico para volver a repetir la gesta la temporada siguiente. Pero las cosas empezaron a decaer y el idilio entre ambas partes se terminó antes de lo esperado. Sin embargo, la afición aún guarda un gran recuerdo del jugador ovetense. Ya antes de esta gesta, la chirigota Los golfus de Roma (2005), dedicaron un pasodoble al futbolista, en el que querían decirle que lo consideraban como un gaditano más, a pesar de que no hubiera nacido en Cádiz: cuando tú besas mi escudo / estás besando a to Cai entero. / Venga, sigue partiéndote el alma / que te llevan en volandas / todos los cadistas buenos (…) / pudiste venir a Cádiz / para llevarte el parné / pero elegiste vencer / y conquistar corazones / de una afición que te adora / y a la que respondes echando cojones (…) / Y por eso esta afición / aunque tú seas asturiano / te ha demostrado su amor / porque ya eres Oli otro gaditano
Oli, estandarte de la última gran época del Cádiz C.F.
No todas las letras de los pasodobles referidas al equipo gaditano son tan aduladoras. El espíritu crítico de algunas agrupaciones es algo destacable, y más aún cuando las cosas no marchan bien, que es lo que le ha ocurrido al Cádiz en los últimos años. Si repasamos la trayectoria del equipo, ha conseguido subir a Primera División, descender a 2ª B dos temporadas después de haber estado en la máxima categoría. Antes de descender, el club había sido abandonado por los nuevos dueños, cuando tan sólo llevaban cuatro meses de mandato, dejando la incertidumbre sobre el futuro económico de la entidad entre sus aficionados, que auscultaban el fantasma del descenso ante el mal rumbo que estaba tomando la dirección del club. Ese descenso se consumó añadiéndole una pizca más de tragedia al asunto. Abraham Paz, capitán del equipo, falló un penalti cuando corría el minuto seis de descuento para el final del partido que, de haber sido anotado, hubiera dejado al Cádiz en Segunda División. Al año siguiente se consiguió el ascenso a Segunda de nuevo, pero cuando el objetivo era mantenerse en la categoría, para que la temporada siguiente, la del 2011, temporada del Centenario del club, se pudiera luchar por objetivos más ambiciosos, el equipo volvió a descender a 2ªB.
Ese descenso fue un varapalo para la afición. El nuevo estadio, que se pretendía que estuviera finalizado para el año del Centenario, estaba desnudo ante la ciudad. El ambiente era frío y raro, y la nostalgia se apoderó del aficionado cadista, que miraba al pasado como método para perderse de una realidad tan pesarosa. Estas circunstancias influyeron también en las letras de las agrupaciones dedicadas a un acontecimiento tan importante como el Centenario del club al que defienden, como la de la chirigota The Cádiz Post Time, de José Antonio Vera Luque, en la que define el acontecimiento de cumplir un siglo de edad de esta forma: Centenario sin tribuna / sin alegría ninguna / sin motivos de jolgorio /que más que lo que merece / el cumpleaños parece / un velatorio.  Y donde más adelante, si seguimos escuchando el pasodoble, sumerge al aficionado en la nostalgia antes mencionada, nombrando jugadores míticos del club cadista, para finalizar con una crítica salvaje e implacable hacia aquellos que jugaron con el futuro del club tratando de hacer negocios: Y recuerdo a los piratas / de chaqueta y de corbata / que llegaron prometiendo, / prometieron oro y plata / y luego como las ratas / de aquí se fueron corriendo. / Y es por eso que lo advierto / y lo digo como socio / a tos los que están ahora / pa´que se apliquen el cuento / que el Cádiz no es un negocio.
La situación del club, después del Centenario, no ha mejorado mucho. Aparte de haber pasado de nuevo por varias manos en su dirección, en lo deportivo tan sólo han sobrevenido catástrofes. El mismo año del Centenario, cuando todo parecía indicar que el club volvería a la Categoría de Plata en el minuto 82 de partido de vuelta en Mirandés, en el que se perdía 2-1, pero en el que se contaba con una ventaja de 2-0, es decir, que el Mirandés disponía tan sólo de 8 minutos para meter dos goles y remontar la eliminatoria. Sin embargo, se trataba del Cádiz, y por supuesto que el club negrirojo consiguió esos dos tantos.
Algo parecido ocurrió la temporada siguiente, en la que en el partido decisivo para el ascenso, el Cádiz C.F. consiguió remontar un 3-1 en contra frente al Lugo, pero no pudo conseguir el ascenso porque erraron más en la tanda de penaltis. Además, después de ese nuevo golpe, el club estuvo a punto de descender a 3ª División bajo el mandato de un grupo italiano que endeuda aún más el club.
El Cádiz C.F. posee una afición que acude en gran número al estadio, algo que parece difícil de imaginar teniendo en cuenta los últimos acontecimientos sufridos. Además, esa afición ofrece su visión de lo que acontece en su club cantando coplas de carnaval, lo que la hace más única todavía del resto de España. Una afición que se acoge a la nostalgia para soñar con recuperar el lugar que le corresponde, y que no mira otros colores que el azul y el amarillo. Pero hay quien dice y maldice / que el Cádiz para él no existe / ya puede presumir / pero siendo de aquí / con esa pena tendrá que morirse, cantaba la chirigota Retrato de familia en el año 1993, diciendo que en Cádiz puede haber gente a la que le guste otros equipos, pero que el equipo de la ciudad juega en Carranza y es el Cádiz C.F.                                                         
Los comparsistas se la dan de artistas (2009)
    (Artículo publicado en el 2º número de La Tabarrera).

Publicado el martes, marzo 03, 2015 por La enfermedad de las Turas

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