martes, abril 29, 2014

    Es muy entretenido ir en un vagón del metro. Es más entretenido aún si vas en un vagón del metro que cruza la ciudad por las calles. Además hay días, en esta primavera alemana, en los que el sol consigue apartar forzosamente las dos columnas de nubes que oprimen el cielo. Si el sol alcanza a triunfar en su labor pertinaz, aparte de oír el suspiro de alivio de la ciudad, es interesante viajar en un vagón del metro que cruza las calles esta vez soleadas. Lo digo porque te sientas en la ventana en la que el sol puede colorearte la cara, te adormeces con sus cosquillas cálidas hasta que se adentra el metro en un túnel y te abofetea la oscuridad, pero no importa, porque cuando vuelves la vista al vagón, ves a una chica cruzada de piernas y riendo, no porque te hayas quedado dormido, sino porque siente la juventud trepar, entre sus piernas cruzadas, por el césped blando de sus sandalias.
Las sandalias son el mejor colorido que puede tener una ciudad. Recuerdo abril en un césped de un parque en el pueblo. Los chicos nos embrutecíamos hablando de películas de mafias, recreándonos en esos personajes italianos que tienen de nombre Sollozzo, Blasi, Corleone, Luchesse o Soprano, mientras las chicas estiraban al lado nuestra sus piernas moviendo coquetas los pies vestidos con sandalias, para llamar nuestra atención. Nosotros las ignorábamos porque éramos pobres. Fue más adelante cuando concreté en mi pensamiento que toda chica que llevara sandalias merecía la atención de mis ojos. Una vez caminaba, mientras amanecía, con una chica. Ella empezó a cojear, pero quizá el pudor evitara que no me diera el aviso de que había un problema. Yo había apreciado su vestido blanco, que resaltaba con su piel morena, pero cuando comenzó la cojera, miré sus pies, tallados a la perfección, pero dañados de dolor porque se había roto una sandalia. Nos sentamos y agarré ese pie con cariño, para que no se sintiera desahuciado porque su casa, la sandalia, ya no tenía arreglo.
Una mujer con sandalias es la belleza de nuestra juventud, uno aún se siente joven porque cuando llega esta época, alrededor tuya abundan chicas con sandalias y sentadas en un césped. Pedro Sevilla dejó de sentirse joven cuando miraba a unas jóvenes adolescentes con sus amigas en sandalias. En Adolescencia, de su poemario Tierra Leve, Pedro Sevilla nos dice lo siguiente: << Desde un exilio impuesto por los años, / hoy has vuelto a una patria de donde ya no eres. […] / Has vuelto de invitado a un solar que fue tuyo, / y aunque ellas te dejen frecuentar sus guitarras, / y oler en sus melenas el trigo de otro siglo, / sabes que es imposible, sin hacer el ridículo, / someterse a su ritmo>>. La juventud estará perdida cuando tu espíritu ya no pertenezca a esas chiquillas, cuando no puedas acompañarlas sentándote en el suelo para mirarles las sandalias: <<tú miras sus ojos, / sus cinturas desnudas como playas / para labios piratas, sus sandalias, / o la forma que tienen de sentarse en el suelo / y comprendes que es eso, la adolescencia es eso: / unos ojos muy limpios, un verso arrebatado, / y el raro privilegio de sentarse en el suelo / o andar casi descalzas por la calle>>.
La nostalgia de la juventud puede acrecentarse aún más si tienes una hija adolescente. Uno, que se ha contagiado de los poetas que añoraban la juventud, teme el momento en el que su casa esté inundada de chiquillas con olor a cuero de sandalias. Teme, incluso, enamorarse de la mejor amiga de su hija. Es como en otro poema de Pedro Sevilla, titulado Sensación de vivir, de su obra La luz con el tiempo dentro, en el que dice: <<no me provoques, hija mía: / no me traigas a casa tan dulces quinceañeras / de inexplicables ojos, de miradas / aún más inexplicables. Diles que no se pinten / los labios en mi espejo, que no te presten ropa. / No metas en mi infierno a esos diablos / que me tratan de usted. Sé buena hija / y evítale a tu padre el duro lance / de morirse de amor por tu mejor amiga>>.
Yo supongo que la muerte sonará a pasos de sandalias alejándose.  

Publicado en Arcos Información (09/09/2016)

Foto: Marilyn Monroe y Dan Dailey. 

Publicado el martes, abril 29, 2014 por La enfermedad de las Turas

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martes, abril 22, 2014

 Me suele ocurrir cuando acaece algo descorazonador y me voy a la cama. Por ejemplo, puede pasar que esté preparado para ver un buen partido de fútbol, con el sillón frente por frente de la televisión, una lata de Coca-Cola que me he tomado la molestia de mantener fría toda la tarde, tan fría que pueda dibujar garabatos en su escarcha. La abro con la seguridad de que es imposible acabar mejor un día. Doy el primer trago, largo, masoca, porque el gas dará puñetazos en mi garganta como si fuera Manny Pacquiao, pero no me importa, ahí se puede acabar el mundo si quiere. El olor de la pizza me invita a que vaya a recogerla. Cuando abro la puerta del horno estoy alerta, como el comandante que le pide a sus soldados que no pisen por si acaso, que puede haber minas. Meto la mano en el horno, pero no estás hecho para tener control sobre tu cuerpo, pierdo la noción del espacio y rozo el techo del horno. La fatalidad me ha tocado el hombro. Veo el partido como si no hubiera pasado nada, pero la quemadura, la molesta quemadura, ha ennegrecido el placer. Cuando vaya a la cama el revólver estará apoyado en la sien. Seguramente.
Antes de que el revólver aparezca, ideo la huida. Pero los cobardes no somos capaces de ingeniar la fuga, aunque tampoco haya que ir muy lejos. A ti te gustaría ser como Henry David Thoreau, que para huir se construyó una cabaña donde leía a los clásicos, observaba la naturaleza y escribía, porque la escritura, a fin de cuentas, es una excusa para evaporarse de uno mismo. Te decides a marcharte, con cuatro trapos y una tristeza muy rara, pero cuando te sientas al borde del colchón y metes los pies en las zapatillas, contemplas ataúdes, como aquellos versos de Nicanor Parra que decían Sepan que desde ahora en adelante / los zapatos se llaman ataúdes. Entonces vuelves sobre tus pasos, mirando el culo del revólver que se asoma a fogonazos, con la luz de la cruz de la farmacia de fondo, por el cajón de la mesita de noche. Aprietas los ojos para no ver nada más y te aferras al nórdico, como si debajo de él fueras capaz de sobrevivir a un naufragio.
No es un afán de tremendismo lo que te sujeta a pensar en revólveres y ataúdes, es la merma, la misma de Bukowski, que puede hacer que te vengas abajo porque te has quemado con el horno, o porque tu hermano te ha ganado a un juego de la consola, o por causa / del mensaje en una / galletita de la suerte. No sabes aún cómo te has salvado del revólver, pero tanto pensar en él te ha sometido a una tristeza irónica, a alguna oscuridad, como aquel poema de Luis Antonio de Villena -su poesía rebosa merma-, en el que afirma que pensó en el suicidio de chiquillo, pero que fue pasajero, eso sí, del suicidio no quedó, lógicamente, / más que una notoria disposición a la bruma / y la fraternal nostalgia hacia todas las caídas. Yo si caigo, caigo con mi revólver.
El caso es que cumplo años y el revólver ha vuelto a acecharme por las noches. No soy muy viejo, supongo, pero he jugado demasiado con los ataúdes. Uno lee las Soledades de Machado y parece que estuviera hablando un hombre muy mayor. Yo creo que me he contagiado de ese espíritu. Ves tambalearse la veintena cuando todos los futbolistas son menores que tú. Cuando caes en la cuenta, oyes un zumbido pasar al lado tuyo, como el de un tren cuando se adentra en un túnel, y recuerdas al amigo que es mayor que tú y te decía <<ya te llegará, ya>>. Porque hubo una época en la que te creías intocable. Incluso te llegaste a reír del Tiempo. La merma pasará, porque la nostalgia también necesita descanso. Así que beberé la noche de mi cumpleaños y fumaré, y cuando llegue a casa y abandone la Fosters en la mesita de noche, una mueca asomará debajo de la barba. Dormiré a pierna suelta, como se duerme cuando se oyen tambores de resaca. Será ahí, en la resaca, cuando vuelva a escudriñar los menesteres del revólver.

Foto: Francis Ford Coppola.   

Publicado el martes, abril 22, 2014 por La enfermedad de las Turas

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lunes, abril 07, 2014

 Durante la infancia alcanzamos el nivel de salvajismo idóneo que añoramos con la madurez. Si tenías una buena tarde, habías jugado con alacranes, te habías roto los pantalones jugando al fútbol, te tirabas con cartones por los cerros abruptos de tu barriada -aún agradezco la suerte de sobrevivir a aquéllo- o te meabas en los muros de la escuela -aun sin conocer las peripecias de los poetas del 27 meándose en los muros de la Real Academia-. Recuerdo una tarde en la que jugábamos al fútbol en el patio central de la barriada donde solía ir a pasar mis ocupadas tardes. Una de las vecinas del bajo salió de su casa para increparnos que no le dejábamos descansar con el ruido de los balonazos. Recogimos nuestro balón y cuando la señora se metió de nuevo al salón y se incorporó en su sillón, los diez chiquillos empezamos a disparar contra las rejas de su ventana, como si hubiera un ejército japonés al otro lado del cristal. <<Ahora sí que le van a molestar los pepinazos>>, sentenció Juan. Una docena de chiquillos enfadados son capaces de ocupar un país como Luxemburgo.
La infancia acude a ti siempre que te mesas la barba. Siempre que te mesas la barba o cuando la desolación te toca en el hombro. La desolación tiene muchas maneras de vestirse, puede presentarse cuando no puedes subirte la cremallera del vaquero o cuando apuras el último trago de Gin Tonic y el camarero corta la música. En ese momento hueco, en el que ni tú ni los de tu alrededor sabéis qué ha pasado realmente, adquieres la clarividencia de un poema de Pedro Sevilla y te dices <<yo pagaría oro, vendería mi alma, / por volverme otra vez / niño de calzón corto saliendo de la escuela / camino de los brazos de mi madre>>.
Aunque para ser justos, hay que reconocer que la infancia también te ofrece momentos malos, como cuando hacías alguna trastada y el salón de tu casa permanecía en silencio. Es lo que me ocurrió otra de las tardes. Ya había acabado de dar balonazos en las rejas de alguna vecina y me dirigí a casa de mi abuela, que era donde me esperaba mi madre. Crucé la calle pensando en el bocadillo y no me percaté de que un coche venía en mi dirección. La Renault Express -imposible olvidarme- quedó a un centímetro de mi flacucha pierna. Corrí a casa de mi abuela sin hacer caso a los improperios que el señor que conducía me escupía. Cuando llegué por fin, mi madre no dijo nada. No dijo nada hasta irme a dormir. Antes de cubrirme con la sábana, justo antes, me dijo <<es a ti a quien ha ido atropellando un coche en la calle de la abuela>>. El miedo se me subió por las piernas. Sólo una madre sabe meterte ese miedo en el cuerpo con un puñado de palabras susurradas.
La mejor habilidad que adquirí en la infancia fue robar. Cuando nos agotábamos de hacer tropelías y nos entraba hambre, robábamos tabletas de chocolate. En realidad, yo era el encargado de robarlas. Sólo utilizaba un método, la inocencia. Entraba en el supermercado y sonreía a las dependientas que por lo general conocían a mi abuela, mis tías y mi madre. En ningún momento esas dulces señoras sospecharían que un niño menudo y bueno fuera a introducirse en la chaqueta algunas tabletas de chocolate, como en Paper Moon ninguna anciana sospecha que va a ser estafada por una niña rubia con un gracioso sombrero. Lo justo para esas trabajadoras hubiera sido darles la información de lo que estaba dispuesto a ejecutar, como hacía Tito Juanma, un admirado personaje de mi pueblo, cuando era empleado de un banco y estaba cansado de engañar a la gente. Recibía a las jubiladas con una sonrisa dulce detrás de la ventanilla, las señoras le entregaban la cartilla a actualizar y le daban los buenos días. Él recogía las cartillas por debajo del metacrilato con la suavidad con la que un jugador avanzado de póker desliza su carta sobre el tapete para que no sea vista, y en un tono amable, con la cartilla de la señora abierta y los codos apoyados en su mesa, le contestaba: <<buenos días señora, aquí estamos para robarle>>.  

Foto: Paper moon

Publicado el lunes, abril 07, 2014 por La enfermedad de las Turas

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