martes, noviembre 17, 2015


 Hace tiempo, cuando era pequeño, en mi casa había un pozo con un barreño grande tapando el boquete para que ni yo ni ninguno de mis hermanos nos precipitáramos a lo oscuro. La horma del barreño no se ajustaba a las dimensiones del pozo, así que sus cuatro esquinas se desnudaban en cuatro huecos opacos que parecían cuatro pezuñas de caballo. El enigma que para nosotros era aquel agujero nos absorbía, y ante cualquier despiste de nuestros padres o abuelos allá que acudíamos, a mirar las tinieblas de puntillas, aterrados, pero con esa atracción y ese nerviosismo que da el miedo, que trepa la garganta con dedos huesudos. Mi padre, para que no nos acercáramos, nos decía que por uno de los huecos podía salir la mano de un hombre que había en el pozo, y que por eso estaba el barreño, para que no saliera su alma por las noches. Yo me imaginaba que ese hombre era mi abuelo, que murió joven porque se cayó por un boquete mientras trabajaba. Así que por las noches, cuando pasaba por el pozo, corría con pequeños pasitos para que la mano de mi abuelo no apareciera y me atrapara y me hiciera cabalgar hasta ese nido de hormigas.
Un hueco es lo que más me aterra en la vida. Los huecos tienen el porte de lo recóndito y lo inexpugnable, pero no son más que alimañas con sed de arañazos. Piensen en los defensas de fútbol. Cuando un defensa comprende que en su retaguardia ha aparecido un hueco, sabe que lo inevitable está por llegar, que lo mejor que puede suceder es que la muerte aparezca con los antinieblas puestos y se los lleve a todos por delante, porque el hueco ya está ahí, y después del hueco viene la sangre y el zarpazo. Xavi, Zidane, Guardiola, Riquelme, entre otros, han sido grandes futbolistas, pero antes que eso han sido personas con una capacidad para la maldad inquebrantable. Eran capaces, con un movimiento en diagonal del compañero, de saber dónde se generaba el hueco necesario para introducir el balón por ahí y crear el caos más absoluto en el campo del rival. Aunque el pase se produjera desde 40 metros, como aquel de Riquelme en la final de la Intercontinental ante el Real Madrid, en el que el futbolista argentino, tirando de escuadra y cartabón, descubrió un resquicio para aniquilar la defensa blanca de la misma forma que Joaquin Phoenix introduce veneno en el vaso de plástico del juez, en la película Irrational Man
Un hueco es el vacío. Dolor. Sangre. Las cuencas blancas de los ojos de un ciego. Cuando era pequeño los huecos eran lugares divertidos, como cuando nos encerrábamos en las cavidades de las escaleras para examinar nuestra sexualidad, cuando la pubertad empujaba las puertas de la adolescencia. Pero ahora los huecos son pezuñas de caballo, y a todo lo que llegan es a la desesperación. Lo sabía Lorca y así lo constata en Poeta en Nueva York, donde utiliza la imagen del hueco para expresar todo el dolor del desamor que manejaba en su viaje por América. Tanto, que un poema se titula Nocturno de lo hueco (Para ver los huecos de nubes y ríos). También alude al hueco en 1910 (Intermedio), como antítesis a la infancia y la felicidad y como recurso para expresar el dolor absoluto: <<(...) He visto que las cosas / cuando buscan su curso encuentran su vacío. / Hay un dolor de huecos por el aire sin gente / y en mis cojos criaturas vestidas ¡sin desnudos!>>. Un hueco es el vacío. Dolor. Sangre. Las cuencas blancas de los ojos de un ciego. Cuatro pezuñas de caballo.  

Foto: Irrational Man

Publicado el martes, noviembre 17, 2015 por La enfermedad de las Turas

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martes, noviembre 10, 2015


 Hace poco una chica me dijo que era feo. Así, sin más, escupiendo, arañando la nuez. Uno intuye ciertas cosas en la vida, pero cuando te las muestran tan nítidas, no tienes más remedio que encogerte y esperar que el tiempo pase. Sin embargo, me puse a escribir sin mesura mil incongruencias; no importaba el qué, sólo que el cursor fuera empujado por palabras indescifrables hasta caer por el precipicio de la hoja, como Jack Nicholson con su máquina de escribir en El Resplandor.
Es algo raro el ejercicio de escribir, más que nada, porque nadie sabe dar una explicación exacta a por qué eligió ese oficio y no otros más sutiles como pescador o azafato de vuelo. Hay quienes se intentan aproximar, en la medida de la grandeza, a una definición rebosante de grandilocuencia y sentenciosa, y otros que aluden al desconocimiento del asunto, a que escribir es mejor que descargar cajas en el mercado central, o como Caballero Bonald, que afirma que comenzó la tarea porque le fascinaba la vida que había llevado Espronceda. Sin duda, la mejor afirmación al respecto del ejercicio de la escritura la encuentro en Juan José Millás, que con la cadencia y la amargura con que un borracho le dice al camarero, puro y whisky en sendas manos, que le ha dejado su mujer, afirma: <<escribo por las mismas razones que leo, porque no me encuentro bien>>.
Escribir puede ser todo lo que los escritores dicen si eres guapo. Si eres feo, el único motivo por el que uno se enfunda el pijama y se acompaña de un Cola-Cao con el ordenador enfrente, es para ligarse a alguna chica. Adolfo Bioy Casares -que aunque bien guapo, supongo que debía sentirse muy feo-, confiesa en una entrevista: <<Lo cierto es que para enamorar a una prima que no me hacía caso pensé en escribir un libro parecido al de un autor que le gustaba a mi prima. Así, a los seis o siete años, intenté escribir por primera vez>>. Los escritores pueden haber leído mucho, pero al final, las obras -o ciertas obras, más bien, sobre todo aquellas iniciales- no tienen otro objetivo que el de dar un beso de tornillo, y quién sabe si algunas caricias.
Juan Marsé, que como él mismo se retrata, es <<visto de espaldas, la mismísima imagen del pesimismo>>, cuenta que a los dieciséis o diecisiete años escribió unos relatos, y que se los daba a una vecina, amiga de su hermana, para que se los pasara a máquina, pues era la única en el barrio que poseía una. La chica, verdaderamente, le gustaba al escritor catalán, que afirma <<no sé hasta qué punto era una excusa, es decir, no sé hasta qué punto yo escribía no para conseguir un cuento, sino para que ella me lo pasara a máquina>>. Marsé confundía, en sus inicios como escritor, la vocación y el deseo. Pero no es el único caso que el autor de Últimas tardes con Teresa guarda que relaciona escritura con mujeres. El periodista José Martí Gómez relata, en el documental Érase una vez Juan Marsé, cómo una chica se acercó al escritor y le dijo -o le escupió, más bien- que había llegado a la conclusión de que lo que había pretendido con Últimas tardes con Teresa era hacer un ajuste de cuentas con la burguesía, a lo que el autor, feo y venenoso, contestó: <<mira, nena, te voy a explicar la idea que me inspiró escribir la novela: yo siempre me he querido follar a una chica rubia y de ojos azules como tú, pero como soy feo no he podido nunca, entonces, para mí la novela es una forma de embellecer mi mundo, y he creado ese personaje que podrías ser tú, y si hubiera tenido la posibilidad de follarte, probablemente no hubiera escrito la novela>>.
Yo también empecé a escribir para ligar. Mal negocio. Las chicas querían palabras bonitas pero a la hora de la verdad, un buen coche o una buena cena hacía olvidar los crepúsculos y las metáforas de senos y besos incandescentes, que en realidad no tienen otra lectura que la de <<quiero follarte>>. La chica para la que empecé a escribir era mi novia, guapa y enamorada, y eso en la época de la que os hablo, en la que la pubertad dejaba su huella en el rostro como una madreselva en una pared, era mucho pedir para un chico lánguido y asqueado como yo. El caso es que el rumor de que yo escribía cosas para las chicas se extendió y una tarde, en la que estudiaba latín, se acercó Vero, una chica rubia y de ojos verdes que era lo más parecido al amor de mi vida en aquellos años. Lo dejé todo por escribirle un poema, aborrecí a mi novia -a la que dejé por supuesto- y me inmiscuí en una lectura tan profunda y a la vez tan ridícula de Quevedo, Garcilaso o Darío, que mi madre comenzó a preocuparse y a llevarme un Cola Cao cada diez minutos para poder ver qué ocurría en mi habitación.
Una tarde Vero me dijo que fuera a un patio que había detrás de su casa. Yo me abotoné la camisa y me puse una corbata negra como las de Don Draper, o eso para mí eran las zapatillas deportivas y los pantalones de tres tallas más que acostumbraba a llevar entonces. Recuerdo la luz del patio, no porque fuera tibia y porque creara una bonita estampa, sino todo lo contrario, algunos niños traviesos le habrían apedreado la dignidad y la bombilla, resistiendo a la muerte como la llama de un mechero en la Antártida, me daba fogonazos en los ojos. Pero le leí el poema, y Vero me abrazó, y cuando afilé el tornillo de mi lengua, el amor de mi vida, con sus ojos azules y malvados como los de una mujer en un poema de Béquer, se retiró creando una muralla con sus manos en mi pecho. Me dijo que <<era feo, y los feos eran graciosos cuando escribían cosas, pero que nada de tornillos ni qué ocho cuartos>>. No recuerdo lo que pensaba en el camino a casa. Tan sólo recuerdo que cuando llegué, necesitaba escribir. Desenfundé el Nokia y escribí a mi novia de hacía dos días un SMS de auxilio: <<Necesito verte>>.

Foto: Adolfo Bioy Casares.  

Publicado el martes, noviembre 10, 2015 por La enfermedad de las Turas

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martes, noviembre 03, 2015

 Un día un amigo se borró del facebook, dijo que estaba cansado y desactivó la cuenta, que es lo mismo que quemar todos tus papeles que acrediten alguna identidad. Mi amigo veía en el hecho un acto heroico, una forma de soledad, de juntar cuatro ropas y embarcarse en una furgoneta a ver mundo para encontrarse consigo mismo, como Sean Penn en Hacia rutas salvajes. Al tiempo volvió, cabizbajo y casi como pidiendo perdón, diciendo que <<necesitaba estar al tanto de la vida y hablar con algunas personas>>.
Siempre hay que volver a las cosas, es algo inevitable del ser humano, volver al punto donde se empezó todo, a lo oscuro. Por algo nacemos y por algo morimos. Morir no es otra cosa que volver al origen de uno mismo. A los escritores les sucede tres cuartos de la misma cosa: escriben, entran en crisis y a los diez meses, cinco años, cincuenta años, vuelven al papel aunque sólo sea para poner <<escribo como la mierda>>. Todos salvo Juan Rulfo. Es conocido que alguna vez un admirador lo instó a que escribiera más novelas, a lo que el autor de Pedro Páramo contestó, sorprendido, algo así como que ya había escrito dos novelas, y esas ya eran muchas.
Todo regreso viene acompañado de un rumor. No es una voz que te dicta, ni una señal ni otras gilipolleces del mismo estilo. Es como una carcoma, que te va mordiendo las entrañas despacito, o el estómago, que no es otra cosa que un precipicio muy hondo donde anida todo aquello que quiere venir de vueltas. Mucho mejor que yo lo explicó Rafael Alberti cuando escribió aquello de <<Estos rumores / estos leves susurros conocidos / de cielos, hojas, vientos y oleajes / son mis aires mejores, ya felices / o confesadamente melancólicos. / Vuelvo a encontrarlos, vuelvo / a sentirlos tan míos / después de tan alegres y cansados (..)>>
El caso es saber cómo y cuándo volver. Pongo dos ejemplos de futbolistas: Joaquín volvió al Betis entre vítores y loas, digamos que Sevilla lo recibió y se preparó para ello como cuando eras pequeño y tu maestra te concienciaba de que venía la Reina Sofía al pueblo. Entonces, cuando salías del colegio, veías al alcalde descorchar champán y lanzárselo por encima, y el pueblo era todo derroche, todo alegría y todo Bienvenido Mr. Marshall. Joaquín puede jugar bien o mal, eso es su elección, pero en el Betis siempre va a tener al utillero a su favor. Algo distinto sucedió con Dani Güiza. Jerezano de nacimiento, cuando las cosas iban bien lanzó obuses de plata a la afición del Cádiz, afirmando <<nunca jugaré en el Cádiz>>, o cuando jugaba en el Real Murcia, que declaró que le gustaría <<chafarle el ascenso al Cádiz>>, incluso cuando militaba en Primera y era internacional, envalentonado por la situación, llegó a decir que <<Cádiz era un pueblo de Jerez>>. Pero al tiempo un futbolista se hace viejo, y necesita volver a su tierra, aunque su tierra sea hostil. No le ocurre como a Rosa Chacel, que no sentía nostalgia de España cuando estuvo en el exilio porque la España victoriosa y franquista no era su España. Güiza fichó por el Cádiz, y en su presentación había gente que deseaba que dejara el mundo y que le decía cosas muy feas a su madre.
Uno de los personajes que he leído y que más asombro me ha causado ha sido el psicópata que orinaba en las iglesias en la novela 2666 de Roberto Bolaño. El hombre profanaba los altares con su orín y después de miccionar, permanecía rezando. A pesar de lo descarado de su ofensa y de su crimen, volvía una y otra vez a un altar para orinar y después rezar. Y en esas estoy, volviendo una y otra vez a este blog, quizás porque necesito a un editor que me meta a pobre, o quizás porque uno cree que escribiendo va a arreglar algo. El caso es que he vuelto a llenar el minibar y que las puertas están abiertas 24 horas. Descálcense y sírvanse una copa, son bienvenidos.

Foto: Rosa Chacel.


Publicado el martes, noviembre 03, 2015 por La enfermedad de las Turas

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martes, marzo 17, 2015

<<¡Buscad el tablero, hay que buscar el tablero, carallo!>>, nos aguijoneaba Ángel, un entrenador gallego que nos iniciaba en el arte confuso del baloncesto. Para nosotros, en cambio, el tablero era la manera sucia de meter una canasta, el camino fácil que desechaba la floritura, aquella  que nos había suscitado las ganas de practicar ese deporte. Así las cosas, Ángel nos parecía un pelmazo cuando dejábamos el balón directamente en el aro y nos repetía una y otra vez que el tablero era el camino que había que elegir para encestar. No era el procedimiento que usaban los jugadores que nos gustaban, no era el recurso que unos niños de trece años querían para disfrutar del baloncesto.
Aunque si echamos la vista atrás, a nuestra generación le costaba encontrar  un jugador que se amoldara a nuestros gustos. Nos encontrábamos, seguramente, ante la época más confusa desde que David Stern se hiciera cargo de la NBA en 1984. Michael Jordan, el jugador símbolo de la liga, que acaparaba todo el marketing de ésta y a la que proporcionaba unos resultados económicos sin precedentes, había anunciado su segunda retirada cuando nos adentrábamos en la temporada del año 1999, dejando en las oficinas de la liga el silencio incómodo de la incertidumbre. Antes, el comisionado de la NBA tuvo que hacer frente a las exigencias económicas por parte de la patronal y el sindicato de jugadores, que no consideraba justo que el 20% de los jugadores recibiera el mínimo salarial, mientras que sólo nueve acapararan el 15% de todo el dinero que estaba destinado a pagar salarios. La NBA y la Asociación de Jugadores se habían reunido 9 veces antes del 30 de junio de 1998, día en el que se decretó un lockout que duró 204 días. Fue David Stern quien agarró el problema por las asas. La amenaza del cierre completo de la temporada  amenazaba la NBA, que envió una carta a título personal a todos los jugadores y que amenazó con el cierre definitivo de la temporada si en enero no se había llegado a un acuerdo. La jugada le salió bien a Stern y se pudo jugar una temporada de 50 partidos.
Para el aficionado fue un año raro. El juego ofrecido por las franquicias era especialmente pobre. Con el adiós de Jordan, aquellos que nos saciábamos viendo algunos resúmenes en +Deporte, el programa de Canal Plus, nos sentimos abandonados al no poder contemplar más sus mates ingrávidos, sus canastas en el último segundo y sus aros pasados con doble pirueta. Porque no sólo se fue Jordan, sino que también se fue Chicago. Tras la despedida del 23, Pippen, Rodman y Phill Jackson también acordaron su salida, y con ellos se fue lo que quedaba de una franquicia que -quizás porque era la franquicia más mediática y a la que teníamos más acceso- nos había enganchado al baloncesto.
En estas circunstancias, yo me adentraba a buscar al nuevo jugador que fuera capaz de levantarme del sillón. No estaba, desde luego, en la franquicia ganadora en aquella temporada del 99. Los San Antonio Spurs de Gregg Popovich obtuvieron ese año en el draft al posiblemente mejor ala-pívot de la historia, Tim Duncan, y fueron campeones. Es sin duda el 21 de los Spurs el jugador que mejor ha aprovechado el tablero para encestar, y esto, precisamente, le quitaba méritos de excepcionalidad ante la mirada codiciosa de un chaval de 13 años. Si después de cinco anillos y de desplegar en la última final, ante los Miami Heat de Lebron James, el mejor juego ofensivo y de equipo que he visto hasta ahora, se sigue acusando a Tim Duncan y sus San Antonio Spurs de estrella y franquicia con poco tirón, imagínense el que pudieran tener aquel año, en el que el juego pragmático y de ascendencia militar como la de su entrenador distaba mucho del desarrollado en las últimas Finales.
La NBA se encontraba frente a un panorama sombrío y necesitaba reclutar a los aficionados  anhelantes de showtime. La revelación apareció de forma inesperada. Sacramento Kings, una franquicia en constantes procesos de remodelación, escogió en el draft del 98 a Jason Williams, un base blanquito capaz de hacer auténticas locuras con un balón de baloncesto. Dice Antoni Daimiel en El sueño de mi desvelo, libro del que nos hemos surtido para este artículo, lo siguiente sobre Chocolate Blanco: <<Se puso a jugar con el codo. Perfección, nunca exenta de espectacularidad, que sentó frente al televisor a altas horas de la madrugada a gente que en su vida había visto más de un par de partidos de baloncesto completo>>. La incursión de este base, que estaba acompañado por excelentes jugadores como Chris Webber, Vlade Divac y Stojakovic, fue un brote de esperanza para aquellos que esperábamos juego de contraataque y pases mirando al tendido finalizados con mates sonoros.
Aunque la primera señal de que la NBA empezaba a darle otro ritmo de juego a la competición fue el concurso de mates del 2000. Fue la primera vez que vi a Tracy McGrady. Me sorprendieron sus piernas largas y flacas y la potencia inusitada con que atacaba el aro para machacar. El gran triunfante de la noche fue su primo y compañero de equipo, Vince Carter, pero mis ojos se centraron en los ojos caídos de Mcgrady y el pasotismo con que botaba el balón. Su concurso de mates fue excepcional, pero el de sus contrincantes más aún. Aquel concurso fue un muestrario de mates irrealizables que dejó atónitos a los presentes, fue una advertencia a los huidizos de que la espectacularidad iba a volver, y Mcgrady iba a ser uno de los protagonistas.
Tracy Mcgrady fue uno de esos chavales que entraron en la liga directamente del instituto pidiendo paso entre los grandes de la manera más rápida. Llegó a Toronto Raptors, una franquicia que contaba con tres años de existencia y donde vivió a la sombra de su primo Vince Carter. No obstante, sus números fueron buenos en la franquicia canadiense y en cuanto quedó libre, fue reclutado por los Orlando Magics para formar una dupla exterior junto con Grant Hill que fuera temida por los defensores de la Conferencia Este. Pero a Mcgrady, y a Grant Hill, les acompañaría durante su carrera un aura maldita en forma de lesiones, especialmente con el segundo, que se lesionaría al poco tiempo de iniciarse la temporada, dejando huérfano a Mcgrady en un equipo que con Grant Hill aspiraba al anillo y sin él podía luchar por los playoffs.
Muchos eligieron otros jugadores, algo normal. La época de T-Mac con los Magics coincidió con una etapa de descompensación entre la Conferencia Este y Oeste, que provocaba que se volviera la vista a otros jugadores exteriores como Kobe Bryant. Incluso en el Este se encontraban algunos más mediáticos, como Iverson o el propio Vince Carter. Aun así, McGrady era una fuerza incontrolable y tardaría poco en hacerse un hueco entre los grandes de la NBA. En su primer año como solista en Orlando, recibió el premio de Jugador más mejorado de la NBA, promedió 26,8 puntos por partido, apareció en el segundo mejor quinteto de la liga y fue nominado para el MVP de la temporada, todo esto con 21 años. De esta forma, se convirtió en uno de los habituales en los All Star Games de la década del 2000 e iba fraguando al jugador capaz de anotar 13 puntos en 35 segundos. 
Elegí a Mcgrady por la dulzura con que botaba el balón, por el buen manejo de la bola a pesar de su altura (2,03), por la capacidad que tenía para pararse y tirar con movimientos casi de bailarina, por su potencia para matar por encima del rival, pero sobre todo, porque fue un jugador perseguido por la derrota. Además, la aceptaba con impasibilidad aparente. Siempre guardaba la misma expresión para los momentos buenos y los malos, y con sus canastas imposibles, nos sacaba una sonrisa que hacía gritar a Andrés Montes: <<¿Por qué eres tan bueno McGrady?>>. En definitiva, era un jugador con potencial para ganar cuantos anillos quisiera pero al que la mala suerte, en forma de lesiones (ya fueran suyas o de sus compañeros más ilustres), no le hizo ver más allá de la primera ronda de playoffs.
Mientras tanto, en aquella época en la que T-Mac fraguaba su leyenda oscura en Orlando, Ángel nos seguía preguntando qué carallo nos pasaba con el tablero. Comenzamos a usarlo por su insistencia, y porque nos dimos cuenta que a veces la gravedad era un problema irresoluble para nuestros menudos cuerpos. No usar el tablero era una virtud que sólo unos pocos jugadores se podían permitir. Sin embargo, llegó el All Star Game de Filadelfia en el año 2002. Recuerdo que era muy tarde y a la mañana siguiente había instituto. Nada importaba, era una oportunidad única para ver a Tracy McGrady en acción. El partido discurría de forma tranquila, como suelen empezar esos encuentros, hasta que de pronto, cuando nos encontrábamos al principio del segundo cuarto, McGrady recibió el balón en su propia canasta tras saque de fondo, botó hasta la línea de 6,75 rival, desde ahí estrelló el balón contra el tablero, bajo la mirada de Steve Nash, Gary Payton y Dirk Nowitzki, y con un potente salto desde la pintura, logró cogerlo de nuevo para machacar, volviendo incrédulos a los presentes El salón de mi casa explotó. Era la primera vez que veía un auto-alley-hoop contra el tablero. Fue cuando pensé que si pocos jugadores se podían permitir jugar sin tablero, sólo McGrady podía jugar con él de esa forma. Habíamos visto una jugada que desquiciaría a Ángel durante muchos entrenamientos. 
Tracy McGrady tras asistirse en el tablero en el All Star Weekend de Filadelfia (2002)

Artículo publicado en el primer número de La tabarrera

Publicado el martes, marzo 17, 2015 por La enfermedad de las Turas

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martes, marzo 03, 2015

Chirigota La Familia Pepperoni (1998)
El fútbol español vive unos momentos confusos si hablamos de los aficionados que van al estadio para desgañitarse por sus equipos. Y no les hablo sólo de los incidentes ocurridos el pasado 30 de noviembre en el Manzanares -cuyo suceso no vamos a explicar aquí, pues ya el sensacionalismo nacional nos ha dado buena cuenta de ello-, sino de la dificultad que tienen algunos aficionados para asistir al estadio por mor de las exigencias horarias impuestas por la LFP.
Están desalojando los estadios para que los orientales puedan ver nuestro fútbol, mientras el aficionado autóctono, en lugar de abonarse a su club, se abona a Canal Plus Liga para poder ver el partido de su equipo después de cenar. Traicionar a los estadios de fútbol es apuñalar de las entrañas  hacia arriba el alma de los clubes y, aunque suene a topicazo, la única alma que puede tener un club de fútbol es su afición, y ésta toma su estadio como parapeto ante el golpe enemigo, como el lugar que hay que defender de los forasteros como si de tu propia casa se tratara.
El Cádiz C. F. también tiene un estadio que defender, y su afición pintarrajea los alrededores de azul y amarillo siempre que el equipo juega en casa. Manolo Santander, con su chirigota Los de la Roca (2007), ofrece una excelente visión de cómo un aficionado de fútbol siente el estadio del equipo que defiende como su segunda casa. Tratándose de Manolo Santander, ese segundo hogar sólo puede tratarse del estadio Carranza: En el barrio La Laguna / dueño soy de una parcela / (…) El terreno es chiquitito / lo comparto con más gente / y allí voy cada domingo / porque es que yo necesito / empaparme de su ambiente. / En sus gradas he crecido / y quiero vivir / en sus gradas he crecido y quiero morir.
Cádiz, lugar al que pertenecen las dos artes a las que me voy a dedicar en este artículo, es una ciudad extraña: puede lucir como una brillante modelo rubia si nuestra mirada es superficial, pero si nos fijamos en sus entrañas, destila la suciedad de los malos hábitos habituales entre las personas de glamour. Aunque si algo define la ciudad, es la pasión. Los gaditanos giran todo el año entorno a dos emociones difíciles de explicar si no eres de Cádiz: el fútbol y carnaval, y cuando hablamos de fútbol, hablamos del Cádiz C.F. Pocas veces he visto a miles de aficionados esperar a su equipo cuando se va a disputar un partido de 2ªB. Ocurrió el 20 de mayo de 2012, cuando el Cádiz se jugaba el ascenso a Segunda División contra el Real Madrid Castilla. Miles de aficionados esperando al autobús del equipo en la entrada al estadio y gritando <<por un Cádiz revolucionario, todos los fachas fuera del estadio>>, <<oé Cádiz oé>> o el pasodoble de  la chirigota La Familia Pepperoni  <<Me han dicho que el amarillo / está maldito pa´los artistas / y ese color sin embargo / es gloria bendita para los cadistas>>. Porque como hemos dicho antes, carnaval y fútbol son las dos pasiones de los gaditanos y éstos se han encargado de que vayan juntas. De hecho, el pasodoble Me han dicho que el amarillo se ha convertido en el himno oficioso del Cádiz C.F.
Por supuesto, La Familia Pepperoni, chirigota encargada de entonar por primera vez el pasodoble con autoría de Manolo Santander, no hizo la letra por encargo del club. El hecho de que una copla de carnaval se convirtiera en una especie de himno para la afición de un club importante como el Cádiz, ejemplifica muy bien la importancia y significación que tiene esta fiesta entre la gente de la ciudad.  En un ejercicio de poesía popular, el pueblo de Cádiz tomó esa letra como suya. Uno puede no conocer al autor de la letra, pero seguro que conoce el pasodoble. No hay mayor colofón para un carnavalero que una letra suya se convierta en un himno para la ciudad, como bien recordaron Los hinchapelotas, chirigota del 2012, en una copla suya dedicada al autor del pasodoble que se ha erigido como himno del club, en la que se puede apreciar lo siguiente: <<No hay Gran Final / ni hay antifaz / ni premio que supere / que una canción / de carnaval / el pueblo se la quede>>. Por ello, Manolo Santander ha pasado ya al olimpo de personajes ilustres en Cádiz, y estoy seguro de que hay más personas que conocen antes su nombre que el de Fernando Quiñones o José Mª Pemán.
Si uno observara a miles de  personas esperando el autobús de su equipo de fútbol, podría pensar que ese equipo se bate en una eliminatoria importante de Champions League, o que se enfrenta a un partido decisivo para ganar una liga. Pero la realidad del club amarillo es bien distinta. Su presente es aciago y está marcado por la incertidumbre. Así, se va dejando el orgullo por campos de mala madre de 2ªB para volver al lugar que por afición le corresponde. El Cádiz me recuerda a esa escena de Kill Bill 2, la película de Tarantino, en la que la protagonista está enterrada en un ataúd, y a base de paciencia, dando pequeños puñetazos para que la madera ceda, logra escapar del boquete. Y eso es exactamente lo que lleva intentando el Cádiz desde hace varios años ya, escapar del boquete.
Para relatar la última gran gesta protagonizada por el club, debemos retroceder una década, exactamente hasta el año 2005. El Cádiz se jugaba ascender en el campo del máximo rival, el Xerez C.D. Imaginen que el F.C. Barcelona visita el Bernabéu y el equipo blanco puede dejarlo sin liga, o por el contrario, puede ser derrotado en su propia casa para regodeo de toda Cataluña; imaginen ese escenario. Pues con esa misma tensión se vivía ese derbi. Pero pronto se disiparon las dudas. Nada más comenzar el partido, Oli asestó un zurdazo que retumbó como el golpe de bombo de una chirigota clásica. El resto fue dejar atrás los minutos, de hecho, el segundo gol cadista fue mera anécdota, ya Oli se había encargado de dejar las cosas claras desde el inicio, como cuando Michael Corleone vuelve del baño con un revólver y dispara, sin preguntar, a Sollozo y el capitán McClusky en la película El Padrino.
Por supuesto, las agrupaciones se acordarían de la hazaña y la reflejarían en sus letras. En el carnaval siguiente al ascenso conseguido, la comparsa Los Parias, del autor Juan Carlos Aragón, se referiría a la gesta de la siguiente forma: Hay días que pasan cuando llegan / pero sus noches nunca pasan, / como la noche coronada / por nuestra amarilla bandera, / la noche de la primavera / más bella que tuvo Carranza. / De Jerez, fueron de vino de Jerez / las lágrimas que derramé / la noche de la primavera / más bella que tuvo Carranza (…) / Por eso cuando las banderas / cubrieron las ciudad entera / sentí el mayor escalofrío. / Lo que pasaba era más grande / y cada gol más importante / que to el ascenso conseguío.
Oli fue el jugador referente de aquel Cádiz C.F. que consiguió el ascenso. No fue casualidad que el asturiano fuera quien asestara la cuchillada final en Chapín. Su relación con el club gaditano y con la afición se manifestaba en cada minuto que el jugador permanecía en el campo. Tanto se reflejaban el club y el jugador, que tras  no conseguir mantenerse  en Primera División, Oli fue elegido como técnico para volver a repetir la gesta la temporada siguiente. Pero las cosas empezaron a decaer y el idilio entre ambas partes se terminó antes de lo esperado. Sin embargo, la afición aún guarda un gran recuerdo del jugador ovetense. Ya antes de esta gesta, la chirigota Los golfus de Roma (2005), dedicaron un pasodoble al futbolista, en el que querían decirle que lo consideraban como un gaditano más, a pesar de que no hubiera nacido en Cádiz: cuando tú besas mi escudo / estás besando a to Cai entero. / Venga, sigue partiéndote el alma / que te llevan en volandas / todos los cadistas buenos (…) / pudiste venir a Cádiz / para llevarte el parné / pero elegiste vencer / y conquistar corazones / de una afición que te adora / y a la que respondes echando cojones (…) / Y por eso esta afición / aunque tú seas asturiano / te ha demostrado su amor / porque ya eres Oli otro gaditano
Oli, estandarte de la última gran época del Cádiz C.F.
No todas las letras de los pasodobles referidas al equipo gaditano son tan aduladoras. El espíritu crítico de algunas agrupaciones es algo destacable, y más aún cuando las cosas no marchan bien, que es lo que le ha ocurrido al Cádiz en los últimos años. Si repasamos la trayectoria del equipo, ha conseguido subir a Primera División, descender a 2ª B dos temporadas después de haber estado en la máxima categoría. Antes de descender, el club había sido abandonado por los nuevos dueños, cuando tan sólo llevaban cuatro meses de mandato, dejando la incertidumbre sobre el futuro económico de la entidad entre sus aficionados, que auscultaban el fantasma del descenso ante el mal rumbo que estaba tomando la dirección del club. Ese descenso se consumó añadiéndole una pizca más de tragedia al asunto. Abraham Paz, capitán del equipo, falló un penalti cuando corría el minuto seis de descuento para el final del partido que, de haber sido anotado, hubiera dejado al Cádiz en Segunda División. Al año siguiente se consiguió el ascenso a Segunda de nuevo, pero cuando el objetivo era mantenerse en la categoría, para que la temporada siguiente, la del 2011, temporada del Centenario del club, se pudiera luchar por objetivos más ambiciosos, el equipo volvió a descender a 2ªB.
Ese descenso fue un varapalo para la afición. El nuevo estadio, que se pretendía que estuviera finalizado para el año del Centenario, estaba desnudo ante la ciudad. El ambiente era frío y raro, y la nostalgia se apoderó del aficionado cadista, que miraba al pasado como método para perderse de una realidad tan pesarosa. Estas circunstancias influyeron también en las letras de las agrupaciones dedicadas a un acontecimiento tan importante como el Centenario del club al que defienden, como la de la chirigota The Cádiz Post Time, de José Antonio Vera Luque, en la que define el acontecimiento de cumplir un siglo de edad de esta forma: Centenario sin tribuna / sin alegría ninguna / sin motivos de jolgorio /que más que lo que merece / el cumpleaños parece / un velatorio.  Y donde más adelante, si seguimos escuchando el pasodoble, sumerge al aficionado en la nostalgia antes mencionada, nombrando jugadores míticos del club cadista, para finalizar con una crítica salvaje e implacable hacia aquellos que jugaron con el futuro del club tratando de hacer negocios: Y recuerdo a los piratas / de chaqueta y de corbata / que llegaron prometiendo, / prometieron oro y plata / y luego como las ratas / de aquí se fueron corriendo. / Y es por eso que lo advierto / y lo digo como socio / a tos los que están ahora / pa´que se apliquen el cuento / que el Cádiz no es un negocio.
La situación del club, después del Centenario, no ha mejorado mucho. Aparte de haber pasado de nuevo por varias manos en su dirección, en lo deportivo tan sólo han sobrevenido catástrofes. El mismo año del Centenario, cuando todo parecía indicar que el club volvería a la Categoría de Plata en el minuto 82 de partido de vuelta en Mirandés, en el que se perdía 2-1, pero en el que se contaba con una ventaja de 2-0, es decir, que el Mirandés disponía tan sólo de 8 minutos para meter dos goles y remontar la eliminatoria. Sin embargo, se trataba del Cádiz, y por supuesto que el club negrirojo consiguió esos dos tantos.
Algo parecido ocurrió la temporada siguiente, en la que en el partido decisivo para el ascenso, el Cádiz C.F. consiguió remontar un 3-1 en contra frente al Lugo, pero no pudo conseguir el ascenso porque erraron más en la tanda de penaltis. Además, después de ese nuevo golpe, el club estuvo a punto de descender a 3ª División bajo el mandato de un grupo italiano que endeuda aún más el club.
El Cádiz C.F. posee una afición que acude en gran número al estadio, algo que parece difícil de imaginar teniendo en cuenta los últimos acontecimientos sufridos. Además, esa afición ofrece su visión de lo que acontece en su club cantando coplas de carnaval, lo que la hace más única todavía del resto de España. Una afición que se acoge a la nostalgia para soñar con recuperar el lugar que le corresponde, y que no mira otros colores que el azul y el amarillo. Pero hay quien dice y maldice / que el Cádiz para él no existe / ya puede presumir / pero siendo de aquí / con esa pena tendrá que morirse, cantaba la chirigota Retrato de familia en el año 1993, diciendo que en Cádiz puede haber gente a la que le guste otros equipos, pero que el equipo de la ciudad juega en Carranza y es el Cádiz C.F.                                                         
Los comparsistas se la dan de artistas (2009)
    (Artículo publicado en el 2º número de La Tabarrera).

Publicado el martes, marzo 03, 2015 por La enfermedad de las Turas

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martes, febrero 10, 2015

 Pocas cosas existen tan hábiles como ser un torpe. Estoy seguro de que hay gente que si le dieran a elegir, escogería ser torpe. No es mi caso, por supuesto, la ineptitud lleva agarrada al bolsillo trasero de mi pantalón, como una niña asustada agarra el de su padre, prácticamente desde que sé comer con tenedor. A mí no me pesa, es más, la considero fatalmente bella, un signo de muerte trágica capaz de dejar un cadáver con aspecto de majestuoso sosiego, como el de Kevin Spacey en American Beauty. Sin embargo, la torpeza es molesta para el pequeño mundo que te rodea. Mi hermano, con el que comparto habitación, es quien especialmente sufre las consecuencias de lo que yo considero como un don. Suele colocar todas las noches, en las mismas coordenadas, una botella de agua para calmar la fatiga del sueño. Uno, que acostumbra a leer y ver cine de madrugada, intenta ser sigiloso cuando entra en la habitación, aunque no hay día en que no derribe la botella de agua y provoque un estruendo en el silencio, parecido al de un ejército de elefantes intentando conquistar la casa.
Hace unos meses, cuando vivía en Alemania, un murciélago se coló por una pequeña rendija de nuestra habitación. Yo nunca me hubiera dado cuenta de que semejante animal estaba sobrevolando la cabeza de Marian y la mía mientras veíamos una serie, hacíamos el amor o sabrá dios qué tonterías más. Fue Marian quien empezó a señalarme, azuzada por el pánico, un bulto negro que intentaba escapar dándose cabezazos con el techo. Cuando consiguió caer al suelo, se encontraba totalmente destrozado. Aun así, no fui capaz de atraparlo. El murciélago, magullado y moribundo, me tenía ganada la batalla psicológica, para desesperación de Marian, que ya bastante tiene con tener que abrocharse el sujetador ella solita porque yo soy incapaz.
Es agradable sentarse en el sillón, Fosters en mano, y mirar la ferocidad de un hipopótamo, o las historias de unos ciudadanos que en realidad no interesan a nadie, porque no eres capaz de hacer nada por ti mismo. Aunque si alguna virtud echo de menos, es la de saber tocar un instrumento musical. Últimamente pienso mucho en apuntarme a clases de guitarra, o de saxofón, o de acordeón mismo, todo con tal de saber tocar algo. Pero la incertidumbre aletea en mi nunca como un cuervo y siempre opto por hacer otras cosas más importantes, como planchar calcetines o beber cervezas. No me va a ocurrir tocando un instrumento como a Mildred Pierce, que aprende a trabajar como camarera y finalmente acaba montando un imperio con sus pasteles. Tampoco pretendo hacerlo para actuar en Benicàssim, ni siquiera para ir por los bares de los pueblos para que los ancianos bailen en sus fiestas. El único logro que conseguiría sería el de tocar algunas notas desafinadas en compañía del alcohol y el complot amable de tus amigos. Suficiente.
Una mañana, cuando rondaba los 14 ó 15 años, edad en la que empiezas a comprender de la pasta que vas a estar hecho, mis padres decidieron llevarnos a la playa de Cádiz. Hay días en los que el desastre se te mete en la garganta desde que despiertas, y esa mañana era uno de esos días. Nada hacía presagiar que un lamentable incidente iba a dejarme el sabor de la acritud, provocada por la certeza de que vas a ser un torpe, en los labios. Cuando estábamos divisando un lugar en el que depositar nuestros tiestos de playa, nos dimos cuenta de que en esa zona era imposible. Mis padres empezaron a ponerse nerviosos, y querían salir a toda prisa de aquella parte de la playa, claro que eso no era tarea fácil. Enfilamos hacia la única salida que nos ofrecía el recinto, pero estaba tan frecuentado que nos era casi imposible dar un paso. Para colmo, la resaca -una resaca que ahora recuerdo como se recuerda la primera vez que tocas a una mujer- empezaba a agarrarme de las piernas fuertemente. Sin embargo, mi padre vislumbró una enorme rampa por la que cortar -él era el único que pensó que eso era posible- camino. Agarró la nevera con una mano, con la otra una bolsa pesada, y debajo de una de sus axilas la sombrilla. Se encaminó pendiente arriba sin que ninguno de nosotros pudiera discrepar sobre su idea. Cuando casi consiguió remontar la rampa entera, aprecié que no éramos los únicos que presenciábamos la gesta, un nutrido grupo de curiosos observaba a mi padre batirse contra la gravedad. Entonces perdió pie. Logró posicionarse para emprender la pendiente hacia abajo, a pesar del peso que llevaba encima, que hizo que alcanzara una velocidad peligrosa. Mientras se deslizaba por la empinada bajada, mi madre murmuraba para sí <<no, si al final hemos venido a matarnos>>. Mi padre consiguió salir airoso físicamente de la batalla, pero el honor de su cordura quedó seriamente lastimado. Nos dirigimos a la salida del recinto con la cabeza gacha, mi madre pensando en la vergüenza, yo pensando en que así iba a ser incapaz de tocar nunca un instrumento.

Foto: American Beauty.   

Publicado el martes, febrero 10, 2015 por La enfermedad de las Turas

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