Cuando lean este artículo, ya habré cumplido 29 años. La edad es una señorita que camina descalza por tu casa para no hacer mucho ruido, pero que cuando te sientas en el sillón, descuidado, aparece dándote una patada en la cara. Entonces te das cuenta de que estás en 2016, que hace veinte años que cantas el popurrí de Los bordes del área, que lo más productivo que has hecho contigo es perder el tiempo viendo El día después, y que aún esperas meter la canasta decisiva en el último segundo y salvar de un disparo certero a la chica rubia del vestido blanco. Esa patada inesperada y diestra, en definitiva, te hace recordar las cosas importantes, como la abuela de una amiga que tiene alzheimer y no se acuerda del nombre de su nieta, pero que cuando mira la tele mientras echan Cine de barrio, exclama <<mira Manolo Escobar, ¡qué guapo era!>>
Hablaba con mi abuela de los años que cumplía y apareció mi padre. Él no prestaba atención a la conversación literaria que llevábamos entre manos, porque la literatura, a fin de cuentas, es hablar del paso de los años. Hace unos meses asistí en Madrid a una charla con el poeta y novelista Manuel Vilas. Tras un silencio que sonaba a hoja partida por la mitad, alguien del público preguntó si había cambiado algo en su forma de ver la literatura, a lo que el escritor de Huesca respondió que últimamente pensaba mucho en la muerte, que eso lo estaba cambiando todo. La edad está llena de muerte, pero no de una muerte física de <<ahí te quedas>>, sino de una muerte literaria, la de los versos con olor a hospital -que diría aquél- a los que no has prestado mucha atención porque no te correspondían pero que cobran sentido cuando has traspasado la trinchera de unos años determinados, y te das cuenta de que siempre han estado ahí, excavándote pacientes como nadadores. El caso es que mi padre nos interrumpió tocándome la barriga y diciéndome <<tío, estás echando bartola>>. Yo me signé, preciso, y quise pedirle permiso a mi abuela para que me dejara asesinarlo delante suya, como cuando Johnny Sack pide a Carmine Lupertacci bondadosamente que le conceda su consentimiento para matar a Ralph Cifaretto, en Los Soprano, puesto que éste último había llamado gorda a su mujer en público.
29 años y todavía no he cumplido nada de lo que no me he prometido cumplir. No hace falta ir por la vida tratando de ponerte metas cuando todos sabemos, a ciencia cierta, que la vida está para aburrirse, y que cuanto más nos aburrimos, más felices somos. Ya Alejandra Pizarnik nos alertaba cuando nos decía <<esta lúgubre manía de vivir>>. Hay que aburrirse, mirar hacia abajo, y cuando veas tus zapatos, llamarlos ataúdes, como Nicanor Parra, que una vez escribió <<sepan que de ahora en adelante / los zapatos se llaman ataúdes>>. Eso es lo principal, ya luego nos pondremos metas. Pensando ayer en la ducha tomé conciencia de que la única actividad constante en mi vida ha sido la de escribir. No pensaba en qué había escrito, sino que había escrito durante muchos años seguidos, y que es lo único que podía hacer. Esto me recordó una escena de la serie Treme: Janette es una chef de alta cocina exiliada en Nueva York a causa del huracán Katrina, al igual que Delmond Lambreaux, un espléndido trompetista de Jazz. Los dos están cenando en un restaurante y conversan sobre el destino que han escogido. Delmond se sorprende de la voracidad con que come Janette. La chica le explica que lo hace así porque en su trabajo no se comen la comida que cocinan. El trompetista le objeta que es una cosa dura la que ha elegido con su vida, a lo que la chef le contesta: <<nosotros dos, ¿cierto?, gente como nosotros, solo hacemos una cosa. No tenemos elección, en realidad. ¿Podrías hacer algo más?>>.

Artículo publicado en Arcos Información (29/04/2916)  

Foto: Manolo Escobar.