Creo que mi hermana cumplía su sexto aniversario y mi hermano su quinto. En el salón de mi abuela materna olía a tarta de galletas, los vasos de plástico parecían pisoteados por caballos y en torno a los dos cumpleañeros se disponía un corro de chillidos, palmas y risas que avecinaban los regalos. Tras la resaca del jolgorio, mi tía abuela Luisa se acercó a mis hermanos para darles su obsequio, que eran dos juguetes de los que no recuerdo ahora forma ninguna. Pero se le quedó en los brazos un tercer objeto liado en papel, que bondadosa me acercó al rincón donde me encontraba para no usurpar espacio a los protagonistas. Su regalo eran dos libros. Yo me marché a una habitación herido en mi orgullo y rompí a llorar, también quería cacharros con los que jugar y en ese momento la lectura no me servía de nada.
Ahora, con el tiempo, esa breve anécdota me sirve para calcular cuánto es de larga mi relación con la literatura, la lectura y la escritura. Los siguientes años discurrieron enfrascados en novelas de terror, ensimismado con las aventuras que narraban Julio Verne o Emilio Salgari. Debajo de mi casa un hombre del que nunca he sabido su nombre tenía -aún tiene- por costumbre montar un tendedero de libros. Yo me embobaba mirando los títulos y mis padres, viendo que el niño se entusiasmaba más mirando esos libros viejos, baratos y gastados que en un pasillo de Hipercor, no objetaban ningún inconveniente en comprarme los dos o tres que les pedía (ya cursadas algunas asignaturas de Filología Hispánica, cuando paso por el tendedero de libros y analizo sus ediciones, gesticulo una risilla sarcástica. Pero algunas gotas de sabiduría no podrán empañar el cariño respetable que le tengo a ese hombre y a esos libros).
Pero no toda la literatura es aventura. Cuando los primeros soles de la adolescencia asomaban sus dedos amarillos por las rendijas de mi saber literario, yo ya estaba ocupado por una tristeza rara. La lluvia en los cristales de Machado, la postrera sombra de Quevedo, los silencios misteriosos de Darío; todos y cada uno de esos elementos habían invadido sin yo conocer a sus autores mi “alma funesta”. Ya más tarde, cuando me inmiscuí en esas graves páginas llenas de desdichas, no podía creer que figuras tan importantes para la literatura española podían coser en sus escritos los sentimientos de un adolescente tan insignificante como yo. En realidad, era yo quien me camuflaba en esos poemas para que mis sentimientos se vistieran de ritmo y de lírica.
Comencé a escribir sonetos con un ritmo enfermizo. Sonetos angustiosos, llenos de dolor ficticio y de paisajes oscuros. Conocí a la poeta Mª Jesús Ortega, que ya había sido mi profesora, y con ella descubrí cómo apostillar las nervaduras de los poemas. En 2006 publicó un espléndido poemario que me firmó de esta forma: “Para Abraham, herido, tocado inevitablemente por el repique maravilloso, doloroso... especial de la poesía”. Esta dedicatoria la llevo sellada en el pecho. No rehusó Mª Jesús de utilizar los términos herido y tocado, como tampoco doloroso.
Todavía me pregunto de dónde ha venido ese dolor y por qué esa herida. Qué tipo de fuerza es la que te desplaza hacia esa tristeza incierta. Con los años he conocido a más gente como yo, gente tocada y herida por el dolor suave y constante de la literatura, la escritura, la pintura, la lectura... víctimas inconscientes de que fueron procreados por la silenciosa e indomable enfermedad de las turas.

Foto: Woody Allen.