En el mejor de los casos, los cobardes, somos conscientes de que estamos ante un peligro. No somos como Tony Soprano, capaz de hurgar durante días con la mirada las acciones de los que le rodean, sabedor de que algún peligro está por venir. Mediante la radiografía meticulosa, reflexiva, Tony Soprano es capaz de anticiparse al peligro. Una vez Dostoievski estaba en peligro y también supo anticiparse. Se encontraba endeudado y Stellovski, su editor, le exigía la entrega inmediata de una novela, de la que el novelista recibió un anticipo que no tardó mucho en fundirse, probablemente en el juego. Por recomendación de un amigo, Dostoievski contrató los servicios de una secretaria, Ana Grigórievna -que más tarde sería su mujer- , para que escribiera a todo trapo lo que el ruso le dictara. En una semana Dostoievski terminó El jugador.
A falta de unas horas para que terminara el plazo, fue a entregársela a Stellovski, pero el editor no se encontraba, había salido de viaje. Los cobardes nos hubiéramos secado el sudor de la frente ante la mirada insensible de una secretaria. Dostoievski adivinó que los planes de Stellovski eran apoderarse de sus derechos como novelista, apretó el manuscrito contra su cadera, dio la media vuelta y entregó la novela en la comisaria del distrito para que constatara que su parte del trato se había cumplido a tiempo.
Hará unas semanas, mientras intentaba descifrar una oración en alemán, oí que la puerta de casa se abría acompañada por un barullo de voces. Fue todo muy rápido. Cuando salí de la habitación, un viejo borracho me increpaba con la lengua del diablo y otro señor intentaba sacarlo de dentro de mi casa. Empujé la puerta con el pie y giré dos veces la llave. Al mirar atrás Zeus me miraba como un niño miraría a su dibujo animado favorito borracho.
Marian y Virgina llegaron más tarde. Le explicamos lo ocurrido como una miserable anécdota. Todos reíamos y hablábamos sobre qué íbamos a hacer para cenar. <<¿Qué tenéis pensado hacer con esta cebolla que está cortada?>>, dije. <<Yo no he cortado cebolla>>, contestaron los tres. Nos miramos y nos reímos, pero muy nerviosos. Un señor borracho había estado jugando con un cuchillo en la cocina de nuestra casa y nosotros ni lo habíamos sospechado. Yo intenté tirar la cebolla que había en la cacerola, pero sentía mucho asco. Después del susto inicial, intentamos dejarlo pasar, pero el viejo había entrado por las rendijas de nuestro miedo como un hongo en la piel, sin que apenas te dieras cuenta. A los días siguientes parecía que todos lo habíamos olvidado, pero mientras fregaba los platos, Virginia preguntaba <<¿qué aspecto tenía?>>, o Marian <<¿y qué te dijo?>>. El borracho se había instalado en la casa junto con la monotonía, yo aún no era consciente de que estaba frente a un peligro, soy ese tipo de cobardes que advierte que la cosa va en serio cuando el cuchillo ya ha perforado el vientre.
No sé cuántos días pasaron hasta llegar a hace cuatro noches. En el silencio, Hemmingen no suena a grillos, suena a cuervos. Cuando oyes un cuervo en lugar de la película que estás viendo es porque algún peligro te preocupa. Pero ya os he dicho el tipo de cobarde que soy. Oímos la cerradura de la entrada y sin decirnos nada nos pusimos de pie. Abrí la puerta de mi habitación y la casa estaba a oscuras, pero yo sentía la presencia de alguien. Imaginé cómo actuar: Me escondería detrás de la puerta de la cocina, el intruso no me vería ni sabría que estaba fuera de mi habitación, y cuando lo localizara bien, en el momento en que intentara hacernos daño, lo atacaría por detrás con una tanza de pesca y lo estrangularía, como Sollozzo con Luca Brasi en El Padrino. La puerta del cuarto de baño se abrió y apareció Zeus, que venía de la calle. Me encontró lleno de pánico y concentrado para actuar. <<Pensé que eras el viejo que peló la cebolla>>, le dije. <<Joder macho -me dijo Zeus con acento madrileño-, puto viejo, nos está jodiendo la vida>>.  

Foto: El Padrino I.