<<Hacer los ejercicios de alemán, echar currículums, preparar la clase para Alina, hacer la cena y el almuerzo para mañana, escribir>>. Me he comprado una agenda. Estaba ya cansado de tanto desorden. Uno tiene que agarrarse a algo para que tomen forma los días, aunque sólo sea ir a recogerle el recado a tu madre, un tweet de buenos días, esperar el partido de Champions, sujetar la guitarra mientras miras el póster gastado de El club de la lucha. Yo he preferido comprarme una agenda. Antes, cuando lo más interesante que hacías durante el día era traducir frases de Latín, había veces que la vida sólo era aburrimiento. Pensabas que todo era una mierda, y te dabas un empujón de ánimos oteando un futuro memorable. Te decías: <<no te preocupes, dentro de pocos vivirás en una ciudad>>. Y cuando vivías en una ciudad: <<no te preocupes, pronto vivirás en otro país>>. Así que aquí me veo, en otro país y con una agenda.
Lo malo de mi agenda es que también te marca las horas. Es decir, tiene hojas divididas en líneas horizontales precedidas por una hora. Lo de abandonar el desorden no me está resultando tan difícil, pero apuntar mis labores encima de una línea que me está avisando de lo rápido que se agota mi tiempo me da pavor. Cada puntada de mi bolígrafo suena a sentencia de minutero. Además del desorden, estoy abandonando los bares. La cosa se pone grave. Creía que me resultaría más complicado no abrazarme al Gin Tonic, pero no es lo que más echo de menos. Es extraño pero echo de menos la gente de los bares. El amigo que sólo ves en los bares y al que entre semana ni siquiera le abres la puerta de la memoria. Ese tipo de persona que sonríe todo el tiempo en un bar, que da conversación a todo el mundo, que te invita de vez en cuando a una cerveza y te dice que muy bueno lo que escribes en el blog, aunque tú dudas de si realmente lo ha leído.
Es la gente que hace de cada trago un borrón en la línea horizontal de su agenda. Que celebra que no hay absolutamente nada que celebrar, pero bebe mirando para todos los lados con el vaso a la altura de la barbilla. Un amigo solía decirme cuando veía una persona así: <<Fulanito lo tiene que estar pasando mal, se ríe demasiado en los bares>>. Y yo le daba la razón. Me preguntaba cómo sería la resaca de Fulanito.
Esas personas me recuerdan a un iceberg. De un iceberg podemos contemplar su punta majestuosa y brillante cuando nos asomamos al balcón de un trasantlántico, pero desconocemos si está agrietado por dentro. Son como la joven americana del relato El gato bajo la lluvia de Hemingway. En ese relato, una joven pareja norteamericana se hospeda en un hotel de Italia. Mientras él lee, la joven divisa por la ventana de la habitación un gato que se está mojando por la lluvia, y decide bajar a buscarlo. En el trayecto a la intemperie, la mujer se siente complacida por el dueño del hotel, aunque el propietario la trata como a un cliente más. Cuando sale al exterior, el gato se ha ido. Su criada llega con un paraguas para protegerla de la lluvia. La joven se encapricha con el gato, y cuando sube a la habitación le recrimina a su marido que quiere a ese gato. Él sigue leyendo e intenta no hacerle caso, pero ella ya tiene la necesidad del gato. En el relato se nos muestra un capricho, pero se nos esconde la grieta que causa ese capricho. Como el amigo del bar, o como uno mismo en un bar, que deja las fisuras en las profundidades para alejarlas de los ojos, y luce un vaso y una sonrisa como la punta esplendorosa de su iceberg.

Foto: Mad Men.