Aunque parezca que el tiempo siempre es el mismo, ya hace más de una década en la que nuestra generación se acoge a los videojuegos como un soldado se amparaba en un cigarro para arañarle unos minutos a la vida desde su trinchera. A su vez, ya llevamos más de una década siendo futbolistas aunque sea tan sólo durante unos cientos de segundos, porque si algo tienen de especial esos videojuegos, es su capacidad de ilusionista para transportarnos desde el salón de nuestra casa hasta San Siro, Old Trafford o el Santiago Bernabéu.
A veces, mientras manejo tácticas y ambiento mi juego para asaltar algún estadio extranjero con mi equipo, irrumpe en el patio de mi abuela un pequeño diablillo llamado Aitana, toda llena de fuerzas y de nervio y con el único objetivo de hacer corretear a mi abuela y de desperdigar sus muñecos por el patio. Mi casa es una casa andaluza tradicional, presidida por el mencionado patio con sus macetas -las cuales mi abuela cuida con mimo-, con una orquesta de pájaros y en un tiempo ya remoto para la memoria de nuestro hogar, con un enorme jazmín que se levantaba imperial en el centro de su arquitectura. Nada más cruzar la casapuerta, a la izquierda, una veintena de escalones conducen a la puerta que ha visto crecer a mis hermanos.
Mi abuela ahora sufre los juegos inocentes de su queridísima nieta. Y la disfruta, no hay más que verle el rostro u oír el estruendo de su risa cuando contempla alguna travesura. Pero hubo una época en la que el patio no recibía a una niña chillona cuya mayor trastada quizás sea arrancar alguna hoja de una maceta en una carrera desequilibrada, sino que albergaba a dos niños obsesionados con ser futbolistas, y que convertían el patio de vecinos en una batalla campal de balonazos y galopadas.
Nuestra capacidad de ilusionistas era aún mayor que la de los videojuegos actuales. Planificábamos la temporada, escogíamos a los equipos del Viejo Continente que más nos emocionaban y dedicábamos la tarde a jugar nuestra propia Copa de Europa. Había un rival al que le teníamos especial manía, y era el París Saint-Germain, porque entre las desgracias más dolorosas que recordábamos a nuestra temprana edad, había una inolvidable, y era la derrota sufrida dos temporadas antes en el Parque de los Príncipes por el PSG de Weah, Ginola y Luis Fernández, con la desafortunada participación del portero blaugrana Busquets.
Claro está que los cruces los elegíamos nosotros, y a los victoriosos también. El patio de nuestra casa se llenaba de vítores cuando cruzábamos el túnel de los vestuarios. Nuestros rostros eran serios, implicados profundamente en derrotar a los franceses. Las hojas del jazmín, que se extendían por el patio, simulaban una nieve suave y eso nos hacía concentrarnos aún más, porque además de luchar contra un equipo bien armado, teníamos que combatir el frío de París. El balón echaba a rodar y las macetas se tronchaban ante los balonazos. Calculábamos el tiempo para acabar el partido, siempre antes de que llegara mi abuela de la misa y nos correteara esta vez no para jugar con sus nietos, sino para reprocharnos el estado en el que le dejábamos las plantas que con tanta devoción cuidaba. Nuestra madre, cuando oía a mi abuela, nos reclamaba para la ducha. Nosotros subíamos las escaleras exhaustos, con olor a jazmines pisoteados, pero sonrientes y triunfantes porque habíamos conquistado París, y además, nos habíamos proclamado Campeones de Europa.

Foto: PSG-F.C.B. Barcelona (1995)