No se sabe si María Dolores Armijo iba acompañada de su cuñada o de una buena amiga, ni tampoco si en cuanto salió del portal se oyó el pistoletazo. Lo único cierto de la historia es que visitó la casa de la calle Santa Clara al caer la tarde y que, inmediatamente o unas horas después de la fatídica visita, su amante, el ilustrísimo Mariano José de Larra, se desentendió de sus esperanzas y abandonó su vida en algún recoveco polvoriento del cañón de su pistola. Dicen que el estruendo en la calle fue mayúsculo, pero más escandalosa fue en Madrid la noticia de que el joven que arañaba con sus textos a la sociedad española había decidido poner fin a su existencia a la manera ingrata del suicidio.
Su entierro fue multitudinario, pero no fue la abultada congregación de gente la única causa por la que el sepelio de Larra ha pasado a la historia. Cuando los restos del célebre escritor se estaban introduciendo en el nicho, de entre la muchedumbre surgió un joven pálido que, mirando a la tumba y al cielo, recitó un poema panegírico provocando el entusiasmo de los presentes. El joven se llamaba José Zorrilla, y su intrusión en el entierro de Larra le valió para reemplazarlo casi de inmediato en el periódico El Español y para instalarse en la sociedad intelectual. Gracias al poema recitado, el poeta y dramaturgo pudo hacerse un hueco como escritor profesional y convertirse en uno de los autores teatrales más representados.
El último contacto directo que tuve con la muerte fue en el pasado verano. La noticia era esperable y la aflicción que pude sentir venía de la mano de la añoranza, porque la fallecida había sido mi profesora y además madre de un buen amigo de la adolescencia. Todo lo que ese grupo de amigos pueda recordar de aquella edad tan tierna gira en torno al hogar de la difunta, y sólo ese detalle me sirve para albergar un respeto absoluto cuando esos momentos acuden al salón de mi casa para refrescarme que hubo un tiempo en el que jugábamos a escuchar música, a fumar porros y a darnos besos con las chiquillas.
Siempre la evoco con una voz quieta y suave. Nos expresaba sus ideas y nos daba consejos. Cuando lo hacía, parecía que nos cantaba una canción o nos recitaba algún poema. Su voz era un susurro de paz que agradaba escuchar porque además iba acompañada siempre de una estupenda sonrisa, que nunca oí a carcajada limpia, quizás porque su sosiego y su lisura sólo le permitían sonreír.
No era una mujer tan importante como Larra, ni su velatorio estuvo tan concurrido, pero ocurrió algo que para mí fue extraordinario, como extraordinario fue en el entierro de Larra la intromisión de José Zorrilla. Cuando los presentes acudimos a la pequeña capilla del tanatorio, de sobra sabíamos que no íbamos a escuchar una misa católica, por eso nos acercamos con incertidumbre al lugar. En el pequeño atril de la capilla no apareció ningún cura, sino el viudo flanqueado por sus dos hijos. Se subió tranquilo, contemplando sonriente al auditorio confuso, y comenzó su dircurso. Primero nos ofreció la oportunidad de despedir a la difunta como nuestras costumbres y creencias requirieran, y luego, con una naturalidad inaudita, comenzó a hablar de la sonrisa de su mujer, de cómo hubiera sonreído al ver a unas cuantas personas velar su muerte. A mí ese hombre me devolvió a mi juventud plena, no sólo porque cuando miraba a mi alrededor veía a mis amigos y profesores de la adolescencia, sino porque me pareció sobrehumano que alguien en esa situación fuera capaz de aparcar el dolor para hacernos saber que, si alguna vez queríamos recordar a su fallecida esposa, no lo hiciéramos desde la enfermedad, sino desde el fino hilo de agua que eran su voz y su sonrisa.
Desde entonces tengo claro cuál será la primera cláusula de mi testamento: no velad mi muerte, velad lo que recordéis de mi risa.

Foto: Orson Welles.