Hace tiempo, cuando era pequeño, en mi casa había un pozo con un
barreño grande tapando el boquete para que ni yo ni ninguno de mis
hermanos nos precipitáramos a lo oscuro. La horma del barreño no se
ajustaba a las dimensiones del pozo, así que sus cuatro esquinas se
desnudaban en cuatro huecos opacos que parecían cuatro pezuñas de
caballo. El enigma que para nosotros era aquel agujero nos absorbía,
y ante cualquier despiste de nuestros padres o abuelos allá que
acudíamos, a mirar las tinieblas de puntillas, aterrados, pero con
esa atracción y ese nerviosismo que da el miedo, que trepa la
garganta con dedos huesudos. Mi padre, para que no nos acercáramos,
nos decía que por uno de los huecos podía salir la mano de un hombre
que había en el pozo, y que por eso estaba el barreño, para que no
saliera su alma por las noches. Yo me imaginaba que ese hombre era mi
abuelo, que murió joven porque se cayó por un boquete mientras
trabajaba. Así que por las noches, cuando pasaba por el pozo, corría
con pequeños pasitos para que la mano de mi abuelo no apareciera y
me atrapara y me hiciera cabalgar hasta ese nido de hormigas.
Un hueco es lo que más me aterra en la vida. Los huecos tienen el
porte de lo recóndito y lo inexpugnable, pero no son más que
alimañas con sed de arañazos. Piensen en los defensas de fútbol.
Cuando un defensa comprende que en su retaguardia ha aparecido un
hueco, sabe que lo inevitable está por llegar, que lo mejor que
puede suceder es que la muerte aparezca con los antinieblas puestos y
se los lleve a todos por delante, porque el hueco ya está ahí, y
después del hueco viene la sangre y el zarpazo. Xavi, Zidane,
Guardiola, Riquelme, entre otros, han sido grandes futbolistas, pero
antes que eso han sido personas con una capacidad para la maldad
inquebrantable. Eran capaces, con un movimiento en diagonal del
compañero, de saber dónde se generaba el hueco necesario para
introducir el balón por ahí y crear el caos más absoluto en el
campo del rival. Aunque el pase se produjera desde 40 metros, como
aquel de Riquelme en la final de la Intercontinental ante el Real
Madrid, en el que el futbolista argentino, tirando de escuadra y
cartabón, descubrió un resquicio para aniquilar la defensa blanca
de la misma forma que Joaquin Phoenix introduce veneno en el
vaso de plástico del juez, en la película Irrational Man.
Un hueco es el vacío. Dolor. Sangre. Las cuencas blancas de los
ojos de un ciego. Cuando era pequeño los huecos eran lugares
divertidos, como cuando nos encerrábamos en las cavidades de las
escaleras para examinar nuestra sexualidad, cuando la pubertad
empujaba las puertas de la adolescencia. Pero ahora los huecos son
pezuñas de caballo, y a todo lo que llegan es a la desesperación.
Lo sabía Lorca y así lo constata en Poeta en Nueva York,
donde utiliza la imagen del hueco para expresar todo el dolor del
desamor que manejaba en su viaje por América. Tanto, que un poema se
titula Nocturno de lo hueco
(Para ver los huecos de nubes y ríos).
También alude al hueco en 1910 (Intermedio),
como antítesis a la infancia y la felicidad y como recurso para
expresar el dolor absoluto: <<(...) He visto que las
cosas / cuando buscan su curso encuentran su vacío. / Hay un dolor
de huecos por el aire sin gente / y en mis cojos criaturas vestidas
¡sin desnudos!>>. Un
hueco es el vacío. Dolor. Sangre. Las cuencas blancas de
los ojos de un ciego. Cuatro pezuñas de caballo.
Foto: Irrational Man.
0 comentarios:
Publicar un comentario
Gracias por tu comentario!