Si los poetas del siglo XVI y XVII los hubieran conocido, hubieran escrito muchos poemas sobre ellos. Cualquiera que haya leído un poco a autores como Garcilaso o como Góngora sabrá que sus musas, sus donnas angelicatas, aparte de ser capaces de tatuar su mirada en sus almas -escrito está en mi alma vuestro gesto-, de ser capaces de convertirse en la prenda de sus atormentados amoríos -mi alma os ha cortado a su medida-, de transformar sus manos en ánforas delicadas donde recoger sus muertes -En fin, a vuestras manos he venido/ do sé que he de morir tan apretado-, eran capaces de recoger en su cabello las finas hebras de los rayos del sol y el oro líquido del despertar de los días. Para Garcilaso y para Góngora, el pelo de sus amadas no era rubio, sino que era el cabello que en la vena del oro se escogió o el cabello, oro bruñido que al sol relumbra en vano. Por suerte, no conocieron a la horda de chiquillos y chavales peinados a tazón y con el pelo fino y rubio como hileras de sol y suave como las buenas telas.
Si habéis crecido en la década de los noventa, seguro que los conocéis. Yo recuerdo a Joselito en el colegio, flacucho y con los andares imperantes, ordenando donde debíamos jugar al fútbol y como se debían hacer las cosas. Joselito infundía mucho respeto a pesar de su menudencia. Ahora estoy seguro de que era por su pelo rubio y a tazón. Otro caso parecido era el de mi vecino Pedro. Su padre regentaba una tienda de juguetes, que era el sueño para cualquier niño. Cuando iba a casa de mi primo, siempre me paraba en el escaparate de la tienda del padre de Pedro, y observaba con ojos codiciosos la nueva Play Station, o la Gameboy, o los patinetes con manillar en los que ponías un pie en la plataforma y con el otro empujabas para coger velocidad. Pedro, a parte de todos esos juguetes, tenía el pelo liso y peinado a tazón que le llegaba hasta el cuello. Además, portaba una chulería innata, y andaba calle arriba y calle abajo bamboleándose con la Gameboy en las manos o empujando su patinete. Otras veces, cuatro o cinco niños andaban detrás de él siguiendo la estela de su aureolada melena. Con Pedro también estoy convencido de que sus dotes de mando y chulería eran por su pelo rubio y a tazón.
La otra tarde me disponía a coger el tranvía. Eran las tres, que es la hora en la que en Alemania los niños salen del colegio. Esperando a que el semáforo se pusiera en verde me acompañaba un enjambre de niños drogados de nerviosismo y alegría porque había acabado el día de escuela. Los niños no consiguieron despegarme de mi ensimismamiento, ya saben, pensaba en la mierda de país que es España, en que el tiempo no se frena nunca y mil tonterías más que no vienen al caso. Alcé la vista para ver si el semáforo cambiaba de color y una luz amarilla se destacó ante mis ojos encarándose al cielo gris. Volví a ver a un miembro de esa especie. La especie de chiquillos de pelo dulce y dorado y peinados a tazón. Creía que habían sucumbido a la moda, pero al parecer no. El niño era menudo y delgado y portaba una mochila que hacía más bulto que su cuerpo. Tenía los ojos muy azules, estaba rodeado de tres niños que le seguían las bromas y que se dejaban pegar, como nosotros con Joselito, como los amigos de Pedro con él. El semáforo dio el aviso y los niños cogían el mismo tranvía que yo. Me senté en un asiento de cuatro personas, los amigos del chiquillo rubio y peinado a tazón ocuparon los tres restantes. Al chiquillo le cambió el rostro y se puso serio. No sé por qué, pero había tensión en el pequeño círculo que habíamos formado. Yo creía que alguno de los otros tres niños iba a dejarle su asiento, pero no ocurrió así. El niño rubio me miraba y yo no podía evitar mirarlo. En realidad no a él, sino a su pelo tan del oro y tan fino y a sus ojos tan azules. No lo soporté, cogí mi mochila y con un gesto amable le señalé que el asiento era suyo, que me había ganado. Fue inevitable. Era como un ángel.  

Foto: Leonardo DiCaprio.