Hoy hace exactamente diez años que quiero ir al gimnasio, pero
siempre hay algo mejor que hacer. Un día dices que no vas porque tu
madre te ha ordenado pelar unas papas para la tortilla, otro día se
te resiste el tarro de nocilla, y la mayoría de las veces por el
camino te encuentras a un amigo que tiene los brazos largos de la
pereza y te arrastra indómito hacia la barra de un bar. El gimnasio
es un silencio prolongado, aunque a veces, es una forma de
regocijarte en la muerte, levantando mancuernas y quilos, o nadando,
como aquellos versos de Manuel Vilas que dicen «La
muerte nos gusta, por eso nadamos y nadamos / hasta que el gimnasio
cierra y nos echan / con los brazos convertidos en acero, músculos /
tan atormentados, tan desesperados / como los planetas sin nombre, /
dando tumbos en la estúpida oscuridad del universo».
Entonces te decides a ir, de nuevo, porque tú siempre has querido
esperar a la muerte sudado. Pero los gimnasios tienen saunas, y
tampoco es plan de que vengan unos rusos a aniquilarte como a Viggo
Mortensen en Promesas
del este.
En realidad, yo siempre he
esperado mientras viene la muerte en una butaca. La he esperado
leyendo y escribiendo. La butaca es el páramo desde el cual miras la
lluvia un domingo, aunque sea agosto y no llueva. «Qué
hago / mirando la lluvia, / si no llueve»,
que nos decía Karmelo C. Iribarren en un poema. Hay que acudir a ella
bien equipado, con una bata y quizás un gato. A veces incluso en
calzoncillos, pero siempre con la disposición de que la muerte va a
llegar sin previo aviso, va a dejar el abrigo en el perchero y va a
servirse una copa, con mucho hielo, para después sentarse en la
butaca de al lado y encenderse un cigarro, aunque a tu madre no le
guste que se fume en el salón. Nada da más señal de muerte que una
butaca y una bata. En Nudo de víboras, de François Mauriac,
su protagonista es un millonario que odia a su familia y no quiere
dejarle su herencia. Para justificarse, escribe un diario en el que
cuenta los pormenores de su decisión y de su odio, y lo hace desde
su butaca: «Me
dispongo a morir, vestido con la bata, la vestimenta de los grandes
enfermos incurables, en una butaca de orejas donde mi madre aguardó
su fin».
Hace un par de meses que mi madre
cambió las butacas de casa. «Apestan
a muerto», dijo para
convencernos. Yo me sonreí, como si una butaca pudiera oler a otra
cosa. Mi abuela también espera desde la suya. Siempre que voy a
verla está ahí, sentada, cosiendo para sus nietos cosas que sus
nietos nunca van a ponerse. A veces me gustaría que me dijera
«total, Abraham, por lo
menos es bastante cómoda».
La butaca de mi abuela tiene unas orejas enormes que a veces parece
que van a abrazarte. Al menos las nueva que ha comprado mi madre no
son verdes ni de terciopelo, como era la del protagonista de
Continuidad de los parques, de Cortázar. En el relato, un
hombre ocupadísimo encuentra tiempo para proseguir con la novela que
había dejado a medias, acariciando el terciopelo verde de su sillón.
En ella, una pareja de amantes urde un asesinato y se cuela en una
casa, con todo planeado: la ausencia del mayordomo y del ladrido de
los perros. El hombre lee cómo la mujer se desliza por la casa, que
tenía una sala azul como la suya, unas escaleras alfombradas como
las suyas. Hasta que al final, la mujer, con un puñal en la mano,
vislumbra «el
alto respaldo de un sillón de terciopelo verde, la cabeza del hombre
en el sillón leyendo la novela». Es
una forma sutil de Cortázar de decirnos que siempre esperamos en la
butaca mientras viene la muerte.
Publicado en Andalucía Información (11/7/2016)
Foto: Promesas del este.
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