El final del verano no es más que una derrota dulce -si es que existen las derrotas dulces-  la cual nunca esperas que llegue. Sabes que la felicidad acabará por meterse en cualquier rendija de tu patio, escabulléndose como el rabo de una rata, para dejar paso al no sé qué de tristeza que olemos desde lejos. <<Sabremos que el hastío ha vuelto a derrotarnos, / sabremos que perdimos otro verano mas. / Que nos ganó la vida una trivial batalla.>>, nos dice Juan Bonilla en un poema titulado Muchachas de septiembre. Una sentencia de manual si no fuera porque en mi pueblo, Arcos de la Frontera, el verano es capaz de prolongarse hasta bien entrada la hojarasca amarilla del otoño.
Aquí tuvimos la destreza de alargar el verano, lo cual no debería ser una mala noticia, de no ser porque el otoño tiene la habilidad de meterse de sopetón por la ventana de tu salita, ya sea 21 de septiembre, 29 o principios de octubre. No importa, es un clima establecido en mi pueblo para el día después de la festividad patronal, que celebramos con una feria. Podríamos haber hecho como en cualquier otra parte de España, donde reciben el otoño a principios de septiembre, lo mismo un miércoles o un jueves o un sábado, si es este último día mejor, pues acoges la tristeza armado de gin tonics. Aquí no. Aquí colocamos la festividad patronal al final de septiembre y le damos al lunes la capacidad de aniquilarnos, de que nos eche por encima un manto de oscuridad. Recuerdo el final de la feria de mi pueblo de hace tres años. Durante la fiesta bebí con la conciencia débil, sin saber que cada chupito que entraba en mi garganta como un raquetazo era un manojo de avispas haciendo un nido de resaca. Cuando desperté, después de tres días bebiendo que me parecieron uno, sólo pude atinar al desconcierto que me provocaban los zumbidos de avispa de la resaca pasando al lado mío. Estuve doce horas seguidas en la cama oyéndolas con la sábana cubriendo mis ojos. Al día siguiente le dije a un amigo que <<la sábana ardía; que aquello era la sábana de la muerte>>.
Lo mejor sería huir, como antes se huía. A la facultad, a pelarle papas a tu madre o al bar de tu amigo para emborracharte más y no verle los ojos rojos a la resaca. Pero la escapatoria sólo era posible antes. Ahora la tristeza que trae consigo la resaca está también en las calles del pueblo. Puedes oír, a lo sumo, dos o tres motos cuyo destino es una de mis mayores incógnitas durante ese día. O puedes ver a mujeres vestidas de negro caminar calle arriba como si arrastraran un sembrador con la espalda. Son como las ánimas que pululan en Comala, el pueblo de Pedro Páramo, la novela de Juan Rulfo. Precisamente, ese día en que se ha acabado nuestro verano me recuerda a un pasaje de la novela de Rulfo, cuando Damiana Cisneros, sumergida desde su cama en la noche, bajo la luz de una luna triste, oye continuos bramidos de toros, y dice: <<Esos animales nunca duermen. Nunca duermen. Son como el diablo, que siempre anda buscando almas para llevárselas al infierno>>.
Lo mismo ocurre con el día de después de feria en mi pueblo. Nunca duerme, bramándonos en el oído, para recordarnos que su día va a llegar, que la felicidad dura lo que dura el verano, que lo vamos a sentir aunque hayamos huido de la feria a un hotel a pie de playa. A esas personas, que aparecen vestidas de verano en el día crucial de su fin, les llega la hora en cuanto se quitan la pulsera de Todo incluido.  

Foto: Días sin huella