Uno puede pensar que una de las formas más sublimes de sentir soledad es mirar la lluvia. Un error desmesurado. La lluvia puede ser solitaria cuando vives en un pueblo donde llueve diez veces al año. Si vives en Alemania, o en Inglaterra o en Galicia, la lluvia alcanza la misma cotidianidad en tu ser que los libros, y nunca me he sentido solo leyendo un libro. Yo, la mayoría de las veces que me siento más solo es en los bares, rodeado de gente, bebiendo hasta casi atragantarme, siguiendo conversaciones que me importan un comino, riendo incluso con esas conversaciones, pero muy solo, como si estuviera metido en un búnker. No hablo de infelicidad. La infelicidad sobreviene cuando no puedes abrir la tapa del yogur, o cuando no recuerdas un número de teléfono. Hablo de sentirse solo, tan sólo que te dan ganas de gritar.
La otra tarde a Hanóver pareció llegar el verano. Es lo más parecido a un espejismo que he visto. Cogí una manta, un libro y la bici y me marché a uno de los lagos alejados de la ciudad. Por supuesto, mucha más gente había pensado que aquello era un regalo de la naturaleza y también quiso participar de la fiesta. Al lado mía había un grupo de quince jóvenes. Al principio no llamé mucho la atención, pero cuando se percataron de que llevaba una hora sin levantar la vista del libro que leía, observé que murmuraban sobre mí. Uno de los chicos me preguntó que de dónde venía y le contesté mi procedencia en un alemán mal pronunciado, casi sin apartar la vista del libro. Les di un argumento más para que sospecharan de mi rareza.
Mientras leía, mi vista dejó de concentrarse en las letras y comenzó a seguir a una hormiga que cabalgaba por la hoja. Me percaté de que era la primera hormiga que veía en Alemania. La seguía con los ojos intrigados por los caminos que tomaba en su andanada. Pensé que si a los jóvenes de mi alrededor les había parecido raro un chico solo tomando el sol con un libro, qué pensarían de un chico solo tomando el sol mirando las huellas que dejaba una hormiga en un libro. La hormiga tenía una mancha roja en el trasero, algo que me pareció curioso, pues nunca había visto una hormiga con una mancha roja en el trasero. Supuse que era un tipo de hormiga especial de los bosques de Alemania, quizás de los bosques del norte de Alemania. No sabría calcular cuánto tiempo estuve observándola recorrer la hoja de mi libro, estimo que aproximadamente una hora, hasta que le di un manotazo y la aparté de las palabras. A partir de que la hormiga se inmiscuyera en mi lectura, había empezado a sentirme muy solo, como si el invierno se hubiese metido de pronto en mis entrañas.
Mientras me duchaba sentía un picor extraño por la espalda, como si una hilera de hormigas estuviera campando a sus anchas. Después de la ducha me dirigí a la cocina y dejé unas cuantas migas de pan encima de la encimera, por si alguna hormiga acudía a buscarlas. Esperé una hora, pero las migas de pan no eran suficientes para las hormigas de Alemania. No era como en mi casa de España, en Arcos de la Frontera, donde si dejabas una miga de pan encima de la encimera, un ejército de hormigas acudía en tropel para transportarla. Recuerdo una vez que me sentía muy solo. Era una tarde de verano, de esas en las que si mirabas a la calle el pueblo parecía no existir, y dejé unas cuantas migas de pan encima de la encimera. Al minuto, decenas de hormigas llegaron voraces al festín como una excursión de jóvenes ingleses. Yo me quedé en medio de la cocina, en calzoncillos, mirando las hormigas transportar migas de pan hasta perderse por orificios de la pared imperceptibles, con una tristeza y una soledad agolpadas en la garganta como un puño, y acordándome de Old Boy, la película surcoreana de Chang-wook Park, cuando Mido le dice a Oh Dae-Su: <<Cuando uno está solo ve hormigas. He conocido personas muy solitarias, y todos han visto alguna vez hormigas>>. Es cuando supe que no hay nada más terrorífico y solitario que enfrentarse a una hormiga.

Foto: Old Boy