Me suele ocurrir cuando acaece algo descorazonador y me voy a la cama. Por ejemplo, puede pasar que esté preparado para ver un buen partido de fútbol, con el sillón frente por frente de la televisión, una lata de Coca-Cola que me he tomado la molestia de mantener fría toda la tarde, tan fría que pueda dibujar garabatos en su escarcha. La abro con la seguridad de que es imposible acabar mejor un día. Doy el primer trago, largo, masoca, porque el gas dará puñetazos en mi garganta como si fuera Manny Pacquiao, pero no me importa, ahí se puede acabar el mundo si quiere. El olor de la pizza me invita a que vaya a recogerla. Cuando abro la puerta del horno estoy alerta, como el comandante que le pide a sus soldados que no pisen por si acaso, que puede haber minas. Meto la mano en el horno, pero no estás hecho para tener control sobre tu cuerpo, pierdo la noción del espacio y rozo el techo del horno. La fatalidad me ha tocado el hombro. Veo el partido como si no hubiera pasado nada, pero la quemadura, la molesta quemadura, ha ennegrecido el placer. Cuando vaya a la cama el revólver estará apoyado en la sien. Seguramente.
Antes de que el revólver aparezca, ideo la huida. Pero los cobardes no somos capaces de ingeniar la fuga, aunque tampoco haya que ir muy lejos. A ti te gustaría ser como Henry David Thoreau, que para huir se construyó una cabaña donde leía a los clásicos, observaba la naturaleza y escribía, porque la escritura, a fin de cuentas, es una excusa para evaporarse de uno mismo. Te decides a marcharte, con cuatro trapos y una tristeza muy rara, pero cuando te sientas al borde del colchón y metes los pies en las zapatillas, contemplas ataúdes, como aquellos versos de Nicanor Parra que decían Sepan que desde ahora en adelante / los zapatos se llaman ataúdes. Entonces vuelves sobre tus pasos, mirando el culo del revólver que se asoma a fogonazos, con la luz de la cruz de la farmacia de fondo, por el cajón de la mesita de noche. Aprietas los ojos para no ver nada más y te aferras al nórdico, como si debajo de él fueras capaz de sobrevivir a un naufragio.
No es un afán de tremendismo lo que te sujeta a pensar en revólveres y ataúdes, es la merma, la misma de Bukowski, que puede hacer que te vengas abajo porque te has quemado con el horno, o porque tu hermano te ha ganado a un juego de la consola, o por causa / del mensaje en una / galletita de la suerte. No sabes aún cómo te has salvado del revólver, pero tanto pensar en él te ha sometido a una tristeza irónica, a alguna oscuridad, como aquel poema de Luis Antonio de Villena -su poesía rebosa merma-, en el que afirma que pensó en el suicidio de chiquillo, pero que fue pasajero, eso sí, del suicidio no quedó, lógicamente, / más que una notoria disposición a la bruma / y la fraternal nostalgia hacia todas las caídas. Yo si caigo, caigo con mi revólver.
El caso es que cumplo años y el revólver ha vuelto a acecharme por las noches. No soy muy viejo, supongo, pero he jugado demasiado con los ataúdes. Uno lee las Soledades de Machado y parece que estuviera hablando un hombre muy mayor. Yo creo que me he contagiado de ese espíritu. Ves tambalearse la veintena cuando todos los futbolistas son menores que tú. Cuando caes en la cuenta, oyes un zumbido pasar al lado tuyo, como el de un tren cuando se adentra en un túnel, y recuerdas al amigo que es mayor que tú y te decía <<ya te llegará, ya>>. Porque hubo una época en la que te creías intocable. Incluso te llegaste a reír del Tiempo. La merma pasará, porque la nostalgia también necesita descanso. Así que beberé la noche de mi cumpleaños y fumaré, y cuando llegue a casa y abandone la Fosters en la mesita de noche, una mueca asomará debajo de la barba. Dormiré a pierna suelta, como se duerme cuando se oyen tambores de resaca. Será ahí, en la resaca, cuando vuelva a escudriñar los menesteres del revólver.

Foto: Francis Ford Coppola.