El sol de finales de verano lijaba el cemento. El tráfico ignoraba lo que estaba pasando. En realidad para el mundo no pasaba nada. Así es como se fraguan las grandes historias, cuando al mundo le importa un comino lo que está ocurriendo. En el medio campo de una áspera pista de baloncesto de un colegio público, diez chavales vestidos de manera destartalada para el deporte que iban a practicar escuchaban atentamente las primeras palabras de su entrenador. De los diez chavales, sólo dos habían jugado alguna vez al baloncesto. El resto se adormecía buceando por la musicalidad del acento gallego del entrenador. Los chicos eran bajitos y menudos para el juego, pero eso lo sabrían más tarde. Cuando Ángel terminó su charla de motivación, por un lado de la pista apareció un chico que en el momento creímos nuestro salvador. Era grande y corpulento, y caminaba con la seguridad de los que han vivido mucho. <<Éste seguro que llega a canasta desde el triple>>, nos decíamos unos a otros ilusionados. El chico se llamaba Adrián. Mientras los demás lanzábamos a canasta mirando de reojo lo que hacía Adríán, éste se acercó a por un balón, se dirigió a la línea de triple, boto dos, tres veces, apuntó, lanzó y el balón salió por encima del tablero de canasta. Yo sólo atiné a mirarle las zapatillas. Adrián se había calzado unas Adidas Predator multitacos para jugar al baloncesto. Apoyé mis sienes en los dedos pulgar e índice. El desastre estaba asegurado.
La estrella del equipo finalmente no resultó ser Adrián. Fue Iván, un chico de Algar, un pueblo de al lado, que reunía unas cualidades envidiables para su edad. Los tres primeros partidos fueron calamitosos. Creo recordar que en el primer partido amistoso que jugamos no llegamos ni a anotar veinte puntos. Y si creen ustedes que por nombrar a Iván, la estrella del equipo, esto va a convertirse en algo épico, que al final terminaremos siendo campeones como en una película americana de instituto, están muy equivocados. Eso sí, en el primer partido de temporada disputado en casa, Iván hizo un partido asombroso.
Al principio firmábamos la derrota, como casi siempre. Pero me di cuenta de que podíamos hacer algo cuando le apretaba al base y éste se ponía nervioso. Ángel también se dio cuenta. Pidió tiempo muerto y nos dijo: <<Están asustados, no meten ni una, cierren el rebote y désenla a Iván, que corra y meta canasta carallo>>. Las tres o cuatro personas que veían el partido rugían. Yo recuerdo que me coloqué un turbante rojo de mi hermana en la cabeza, quería imitar a Ayuso, un anotador puertorriqueño que formaba un tándem genial con Carlos Arroyo en la selección. El plan se ejecutó a la perfección. Iván terminó con 36 puntos y la cara ensangrentada de correr pista arriba y pista abajo durante todo el partido. Más adelante aprendimos a jugar y sí formamos un equipo decente. Pero esa primera victoria queda en nuestra memoria como símbolo del equipo que hicimos en los años posteriores.
Ahora nos reunimos todos los veranos para jugar una liga local amateur. Pero yo ya no soy tan ágil y disfruto de las canastas de mis otros compañeros. Iván tampoco es tan ágil ya. Ahora la cara se le pone ensangrentada cuando baja a defender dos veces. Le ponemos ímpetu. En el banquillo, cuando hemos corrido más de lo que nuestro organismo nos permite, nos decimos <<verás mañana cómo nos va a doler el cuerpo>>. En ese momento siempre alguien dice: ¿te acuerdas Iván cuando metiste los 36 puntos y eras el mejor del equipo?. E Iván sonríe: <<¡Qué malos éramos!>>. Esa temporada sólo ganamos ese partido, pero fue hermoso. Enric González dice en un artículo suyo que "son más hermosas las victorias de los vencidos". Yo también lo creo. Hoy me levanté con el ánimo hecho un desastre, pero me envalentoné y tecleé lo primero que se me vino a la cabeza, que fueron Iván y sus canastas. Como Iván en el banquillo he sonreído. Supongo que también uno necesita una pequeña victoria contra esos días.