Uwe era un alemán escurrido como una calada de cigarro. Durante una
semana, era el encargado de llevarme desde Prado del Rey hasta
Suryalila, un retiro espiritual en el que lo más trascendente era si
la Coca-Cola podía servirse bien fría, y en el que tenía que
impartir unas clases de español. Ante mis sospechas sobre por qué
ese individuo con ojos de búho vivía en Prado del Rey, él me
contaba, de manera entrecortada, pues su español era muy pobre, y
con una ironía robada de cualquier tasca, que le gustaba la
tranquilidad del pueblo y que estaba cansado del ajetreo de la gran
ciudad. Tópico entre los tópicos. Sin embargo, nunca he llegado a
comprender la manía de los habitantes de grandes urbes de dejarlo
todo y mudarse a un pueblo.
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De mi pueblo, Arcos de la Frontera,
dicen que es el que mayor número de poetas por metro cuadrado tiene.
Quizás no les falte razón. Antonio Hernández, uno de los grandes
poetas que ha crecido en estas paredes que hipan desconchones, y que
ostenta un currículo literario que ya quisieran muchos, afirmaba sin
vergüenza ninguna en una entrevista concedida en el año 89: «Yo
ni siquiera soy el mejor poeta de mi pueblo».
Quien sea forastero, y analice el historial de Hernández,
probablemente advierta en las palabras del escritor cierto afán de
falsa modestia. Sin embargo, ese individuo estaría muy lejos de la
realidad. En Arcos cada poeta que se atreve a jugar entre asonancias
y metros, hinca una rodilla en el suelo y se signa cuando se menciona
a Julio Mariscal.
Las
calles de Arcos son motivo de metáfora en innumerables ocasiones en
las obras de mis paisanos. Pepa Caro, una de los muchos poetas que
tenemos, incluso dedica un poemario entero a hablar de ellas. En Las
calles de la lluvia,
el agua aparece como una melena con cuchillas dentro. Ni el verso
manso y lento es capaz de aquietar tanto agüacero. «Nadie
quería la lluvia / en esta calle. Nadie»,
dicen algunos versos. De nuevo el lugar donde naces como tenaza de
las ansias. Las calles de Arcos se desdoblan y te hacen nudos en el
cuerpo, te llevan al fango cuando te descuidas. Las calles de Arcos
«ahora son
olvido, / desdibujado perfil, / tierra ya moribunda / que no aviva la
sangre»,
nos recuerda de nuevo Pepa Caro. Y también está la estrechez, que
aprieta. Con sus raras geometrías las calles te acercan a la niebla
y quién sabe si a la muerte. «Dan
ganas de arrimarse a alguien / y hay espanto, / un espamto blando y
muy secreto / que prefiere correr hacia lo oscuro»,
nos dice Mª Jesús Ortega en su poemario Toque
de arrebato.
Podría contaros miles de versos sobre las calles de mi pueblo, pero
las palabras llegan al límite. Seguramente en Tokio, Nueva York,
Madrid, haya alguien queriéndose introducir en la paz de un pueblo,
engañados, quizás, por haber perdido dos o tres veces el metro.
Otros, en cambio, anhelamos el sonido de los coches cabalgando por
las avenidas.
Artículo Publicado en Andalucía Información (06/7/2016)
Foto: The affair.
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