Foto: Julio Cortázar.
lunes, diciembre 23, 2013
Llueve en la parada del autobús. Al menos lo parece. En estas
tierras del norte de Europa las casas siempre están mojadas y el
cielo lloroso. Los árboles desnudos ya están acostumbrados a la
noche de diciembre y sus poses son tranquilas, saben que un día
reverdecerán y todo seguirá igual. Es peor para nosotros. Uno
siempre va con la chaqueta hasta la barbilla y las manos metidas en
los bolsillos, aunque no haga frío ni llueva, pero hay que
protegerse de algo. Dan ganas de arrimarse a una manta y contar la
lluvia. También dan ganas de leer. <<Yo quiero ser escritor>>,
le decía a una profesora gallega que tuve en la E.S.O. <<Para
eso tienes que leer mucho>> me contestaba. Yo me marchaba a
casa y leía muchos libros. Los leía y los olía, que ambas cosas
juntas ya son un hábito del que no puedo huir. <<Si quiere ser
buen poeta debe usted leer mucho, lea cien libros y escriba un
poema>>. No son las palabras exactas, hablo de memoria, pero
más o menos eso venía a decirle Julio Mariscal a Francisco
Ballasote en una correspondencia epistolar que mantuvieron allá por
los cincuenta. Roberto Bolaño afirmaba que leía mientras se
duchaba. Eso ya es muy trágico. Imagino sus libros llenos de
arañazos como los ataúdes cuando guardan dentro alguien vivo. Así
no se puede vivir.
Es verdad que hay que leer, pero también hay que oler, cada libro
tiene su propia esencia. En una clase de literatura, a Nieves Vázquez
-la profesora- se le olvidaron en el aula unos libros de relatos de
los que nos quería enseñar unos textos. Al día siguiente volvió
alarmada, apenándose de haber abandonado sus libros en la fría mesa
de un aula de facultad. <<Pobres libros, ¿de qué habrán
hablado durante toda la noche?>> se preguntó en voz alta. Yo
me sentí aliviado porque alguien formuló la pregunta que me hacía,
y asentí con una pequeña mueca que simulaba una sonrisa. Los libros
tienen su propia vida, su propio olor y su propio hogar en una
rendija de una estantería. Por eso me causan desagrado las librerías
de los centros comerciales. No puedo tratar sus libros de igual forma
que mis libros; los miro con desprecio. Todos colocados en orden y
con una luz reflectante encima para que brillen las letras de sus
portadas sinuosas. No tienen vida, están ubicados en la sección
best sellers como en otra sección llamada frutas están
puestas las naranjas, los limones y los albaricoques brillantes y
relucientes para el consumidor voraz.
Una mañana andaba por la Calle Larga de Jerez, no llovía ni tampoco
lo parecía, uno camina más aliviado si no parece que siempre está
lloviznando. Un pequeño puesto llamó mi atención, justo en el
centro de la calle, antes de entrar en el hipermercado Los Cisnes.
Acorralados en una esquina, sin hacer mucho ruido, unos pocos libros amontonados unos encima de otros contemplaban como los
viandantes ignoraban su presencia en el centro de la ciudad. Me
acerqué al puesto, cogí un libro de García Márquez y miré hacia
los lados por si me observaba alguien, como cuando uno abre un
perfume que no está a probar en un supermercado. Abrí el libro y lo
olí. Se me acercó el librero, un señor grande con aspecto
desaliñado y unas barbas desordenadas; me dijo que podía mirar
cuanto quisiera. Para agradecerle su amabilidad le dije que me
gustaba mucho su tenderete, y que era muy extraño encontrar ya cosas
así. Él se sonrió, y como si mi afirmación lo hubiese activado,
comenzó a hablar de las ediciones que poseía como si fueran la
bandera de su orgullo. Me enseñó una novela de Carlos Murciano y
con especial devoción unos libritos primeras ediciones de Corín
Tellado, de los que hablaba con mucho aprecio. <<También soy
poeta>> me dijo. Y nos embarcamos en una conversación de
poesía en la que bogaban nombres como Mariscal, Murciano, Vázquez
Montalbán y hasta Joaquín Sabina. <<Yo también escribo
cosas>> le dije. <<¿Ah sí?, ¿y qué técnica utiliza,
en qué basa sus escritos? -me hablaba de usted->>. <<Pues
mira -quise informarle sin pudor, pero la vergüenza me punzaba el
cuerpo-, si ahora tuviera que escribir algo sobre esta situación,
escribiría sobre tu cigarro -fumaba con ansia un tabaco muy
fuerte->>. Al hombre aquello pareció haberle gustado, pero la
prisa empujaba y con todos los respetos le dije que me tenía que
marchar, que perdía el tren. De camino, pensaba en su cigarro
consumiéndose y en sus libros. Ésto es lo único que he podido
escribir sobre su cigarro, al menos lo he mencionado. De vez en
cuando, en cambio, sí me acuerdo de su librería y me repito a mí
mismo que tengo una deuda pendiente con ese señor.
En estas cosas pienso mientras llueve en la parada del autobús, o al
menos lo parece. Quizás creo que llueve porque leo últimamente
Mazurca para dos muertos, y ahí siempre llueve y el libro
huele a lluvia. Ya viene el autobús, guardo mis manos en los
bolsillos y escondo la barbilla debajo de la chaqueta. Ni llueve ni
hace frío, pero hay que protegerse de algo.
Foto: Julio Cortázar.
Foto: Julio Cortázar.
Publicado el lunes, diciembre 23, 2013 por La enfermedad de las Turas
lunes, diciembre 16, 2013
Si
os digo su nombre, quizás pocos lo conozcáis. De hecho, yo no lo
conocía, pero
la otra tarde leí un artículo en el que aparecía una historia
relacionada con una famosa meada, y como si la memoria llevase mi
pensamiento en un bólido, rápidamente me acordé de su figura
pétrea. La anécdota que aparece en el artículo dice que John
Lennon, en una estancia de Los Beatles en Hamburgo, propuso a sus
compañeros mearle desde la habitación del hotel a unas monjas que
pasaban por la acera al grito de <<¡Vamos a bautizarlas!>>.
Yo no soy tan rápido como la memoria, pero en cuanto leí el
artículo me vestí, me cepillé los dientes y evacué mis aguas
menores, porque de casa hay que salir lavado y meado, más aún en
este caso. Cuando me vi frente a él, lo primero que busqué fue su
nombre. Diego Jiménez Ayllón constaba en la leyenda. Me pareció un
hombre resignado, aunque el paisaje que le rodea y las tumultuosas
noches que han contemplado esos ojos grisáceos tienden una mano a la
benevolencia hacia ese personaje y hacen que lo mire con cierta pena
por su ubicación
![](https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEjlmoGa_0GKsIIGbd7U7OdVZrSB3L7v5211-s__ec9bGXM-LTjpukH_sZsRtFRFIapynnwKhD_Vk7Zu_nJJ9q8TNUMNO-QkIKKxdU7FVouOGYX4nSU05iEIUH_LiBe4ZmScs3pYbqLOUJI/s1600/estatua+3.jpg)
Esas
casillas en el currículo le valieron para que todavía guarde en
propiedad un trocito de hierba rodeada de plantas en el pueblo. En
medio del bucólico paraje, su estatua, con nombre y la fecha de
nacimiento y muerte, para que ningún paisano de Arcos se olvide de
su existencia. Quizás de ahí viene su pesadumbre. A lo mejor
pensaba que los novi poetae de las postreras
generaciones recitarían sus primeros versos a los pies de su talla.
Sin embargo, los años trasladaron la zona de bares y discotecas al
mismo lugar donde se encuentra su poética estancia, y su idílico
hogar quedó encajonado entre el Bar Castro y la calle por donde los
jóvenes acceden a éste y otras discotecas. Los únicos Tercios para
gobernar ahí son los de botellines de Cruzcampo, su césped ha sido
y es váter idóneo para que depositemos nuestros orines cuando la
urgencia nos toca la puerta. Un día, allanada su finca por mis
amigos y por mí, uno de nosotros dijo <<voy a mearle en lo
alto>>, y allí que se puso con el bulto al aire y haciendo
dibujos con el orín en su esculpida piedra, para deleite y regocijo
nuestro. A lo mejor esa es su resignación. <<Para lo que hemos
quedado>>, pensará.
Cuántas
generaciones habrá visto su resignado gesto pasar enfrente de sus
narices ebrias de alegría y jolgorio. A cuántos quinceañeros habrá
visto con manos nerviosas subirle la falda a chiquillas dulces con
sandalias. Cuántos hemos sido los que hemos vomitado en la
casapuerta de su aposento, los que hemos hecho pis en alguno de sus
árboles con un ojo en el chorro y otro en el asfalto por si llegaba
la policía. Se acercan las navidades, y allí estará él, como
siempre, con mirada dócil y la figura afligida. Al menos mírenlo y
sonrían cuando pasen cerca suya, no sabemos cuál es el origen de su
tristeza. Y por favor, no le meen encima.
Foto: Diego Ximénez de Ayllón.
Publicado el lunes, diciembre 16, 2013 por La enfermedad de las Turas
lunes, diciembre 09, 2013
Cuando en la serie The Wire, Omar Little pedía
consejos a Butchie, el mundo se paraba. Butchie cumple
a la perfección ese refrán que dice más sabe el diablo por
viejo que por diablo. Privado de
la vista, desarrolló dos virtudes indispensables para cualquier ser
humano: la serenidad y la reflexión. Y si he dicho indispensables
para cualquier ser humano, más indispensables si cabe para los
personajes que habitan las calles de The Wire,
donde el silbido de las balas te hacen saber que una vida vale lo
mismo que una hamburguesa. Omar
se sentaba en la barra del bar de Butchie,
con mohín torcido, exponía el tema y esperaba a que su consejero
canalizara toda la información. El ciego, con la expresión en el
vacío que le otorgaban esos ojos que miraban hacia atrás,
aguantando el silencio sin dejar de darle brillo con un paño a un
vaso, dictaba la solución: la única y posible que su protegido
podía tomar para salvar su pellejo. El mundo comenzaba a funcionar y
los que temíamos por la vida del delincuente respirábamos mejor.
Pero yo no escuchaba los consejos de Butchie,
yo miraba sus ojos y pensaba en la niebla.
![](https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEhs9eJLUiMhjSDiH5fBEK3Zr4Hh_rbEk05Z4jAPF9zPtbVuMfkuQn6arLxcb6fyjrez3AN8_z186bUnJRxIoq4mgWDdDuCjRMEu3Ksat7mIsMGqW5-AixDnR6_ks2T5dZASvqvb5iEwS4w/s320/omar+y+butchie.jpg)
Pero además de lluvia, en Hannover
ahora mismo una niebla suave se va apoderando de los tejados de las
casas. Camina lenta, para que la veamos llegar, y yo, con mi sien
apoyada en el frío ventanal, escuchando la metralla del aguacero, me
olvido de Machado y recito: las cuencas blancas de los ojos
de un ciego. Ninguna imagen se
asemeja mejor a la niebla que ese verso. Mª Jesús Ortega es la
artífice, una poeta más entre muchos poetas, cuyo libro seguramente
sólo conozcamos unos cuantos, pero que carga sus poemas de un dolor
y de un ritmo, que cada acento retumba en la cabeza como un martillo
golpeando un yunque. Las cuencas blancas de los ojos de un
ciego, un verso que pertenece a
un poema que dedica a la niebla en su libro Toque de
arrebato (Delegación de Cultura del Ayuntamiendo de Arcos, 2006). Una imagen
que me acompañará toda la vida; un poema que yo recitaba cuando
veía los ojos de Butchie
mirando al vacío.
Y es que es curioso este paisaje de
tejados verticales y de casas en medio del bosque. Miro la niebla y
veo ciegos paseando por las aceras, con sus cuencas blancas y andando
sin bastón porque qué más cómodo que andar por la niebla si tus
ojos son la niebla. La niebla de Mª Jesús. Que ahora también es la
mía. Que llega con su espíritu de nubes y de sombras, te hace temer
y apartar la vista de la ventana, porque viene con la melena suelta y
un vestido blanco y una risa loca, envolviéndolo todo, metiéndote
dentro de ella, cumpliendo su propósito: el recordatorio espeso de
que no estamos en ninguna parte.
Foto: Omar y Butchie.
Foto: Omar y Butchie.
NOTA: Éste es el poema al que se hace mención en el artículo.
Niebla en el castillo de Fatetar
Parece que no estamos en ninguna
parte.
Tras los cristales, el vacío
mojado,
las cuencas blancas de los ojos de
un ciego.
Huele a moho.
Sobre las mesas corretean en
espíritu puro
sombras y nubes.
Dan ganas de arrimarse a alguien
y hay espanto,
un espanto blando y muy secreto
que prefiere correr hacia lo oscuro,
echar las persianas,
cualquier cosa antes que levantar la
vista
hacia esas ventanas sin sentido,
huir del despiste temprano
de este extravío correoso.
No hay más remedio que hacerse el
loco
y negar el saludo a los cristales
que retienen como pueden ahí fuera
la lechosa exageración que es hoy
la niebla
y su recordatorio espeso
de que no estamos en ninguna parte.
Mª Jesús Ortega, Toque
de arrebato, 2006.
Publicado el lunes, diciembre 09, 2013 por La enfermedad de las Turas
lunes, diciembre 02, 2013
La otra madrugada, mientras veía un partido de la NBA, volvió a
suceder. La noche era un manto de silencio, como es normal en el
pueblo, que no conoce el estruendo de las ambulancias. Un silencio
quieto y frío el de aquella noche, ordinario, que se vio
interrumpido por un poderoso aleteo y pequeños rugidos que iban de
un lado para otro. No le hice mucho caso al principio, pero ante la
insistencia de lo que parecía un vuelo acompañado de un llanto, me
asomé a la ventana. Las hormigas voraces del miedo hicieron una
hilera en mi espalda. Imperiosa y atenta, apoyada en un cable de luz
que está sujeto a la ventana de mi salón, se encontraba una
lechuza, con la demencia instaurada en los ojos, que me penetraban
hasta ahogarme el cuello. No pude resistir la contienda de miradas y
volví al sofá, a ver si alguna buena jugada de baloncesto me hacía
olvidar la fatalidad de aquel reencuentro.
![](https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEiLDZ95Djs58d_PfCXL24jpdZd8gwEAOYzuf5uNGToc7MEeTyowWXGr_dMSDFVHvmIDkPk2ZxIcs_9Iqx0xk-_Eq1N5PlU1xuS9RHA-DuWq-aqudbB29ZVyze0ytPWoVsrTkJRnJjG6Ml4/s1600/la+casa+de+psicosis.jpg)
Pasados unos años, la leyenda del Loco Reyes se acrecentó.
Jugábamos a contar historias de miedo y siempre aparecía alguna de
él. <<El Loco Reyes estaba enganchado a jugar -narraba siempre
intrigante mi primo-, y se murió porque jugaba a la ruleta rusa, y
una vez pues le tocó a él y se disparó. Yo muchas noches lo
escucho gritar, los portones de las ventanas se mueven y la reja
chirría, da mucho miedo>>. Si mi casa estaba cerca de la del
Loco Reyes, la de mi primo aún más. Si él escuchaba eso por las
noches, es porque tenía que ser cierto. Yo, después de oír todo
eso, cada vez que pasaba por el caserón me quedaba mirando los
grandes ventanales por si veía algo parecido a la silueta de aquel
personaje grotesco.
Pocas noches después de haber oído la espeluznante historia, con
la ventana de mi cuarto abierta para que corriera algo de aire, pues
era verano, comencé a escuchar ruido de maderas contra unos
cristales, unas rejas que chillaban como un violín desafinado y un
grito espeluznante, que procedía de muy cerca de la ventana de mi
cuarto contigua al patio de mi casa, conectada por el aire con la
casa del Loco. El miedo se instaló en mi cuarto, un nerviosismo
extraño recorría mis piernas y los gritos no cesaban, parecía que
salían de mi cogote; no lo pude resistir y fui a acostarme a la cama
de mi hermano junto a él. Al día siguiente, mi padre, que sabía
que me moría de la vergüenza por acostarme con mi hermano, quiso
demostrarme que los gritos no eran del Loco, sino que era una lechuza
que se apoyaba en la antena del patio y comenzaba a gritar para
comunicarse con otras lechuzas. Esa noche comprobé que era verdad,
pues otros gritos procedentes de distintas gargantas pero con la
misma tonalidad, contestaban a los gritos de la lechuza que se posaba
en la antena de nuestro patio, organizando una banda sonora
aterradora. Yo me repetía “es una lechuza, es una lechuza, es una
lechuza” hasta quedarme dormido, pero el terror estaba ahí, y yo
sabía que el Loco Reyes se había reencarnado en una lechuza y venía
hasta mi ventana para castigarme por buscar su silueta detrás de sus
grandiosos ventanales.
Con los libros, he sabido que el Loco a lo mejor no era tan loco. Era
un falangista taciturno y solitario, de los pocos falangistas
confesos que quedaron en el pueblo cuando Franco murió y la
democracia estaba por establecerse. Un falangista que se suicidó con
un tiro en la cabeza quizás porque veía cómo los comunistas
ganaban terreno y el fascismo perdía todos los privilegios que había
disfrutado durante cincuenta años. Yo aún cuando paso por su casa
acelero un poco la zancada sin quererlo. A mí me da igual lo que
digan los libros y lo que me dijera mi padre: para mí el Loco Reyes
es una lechuza que la otra madrugada volvió a visitar una ventana de
mi casa, para que no me olvide que hubo un tiempo en el que buscaba
su silueta tras los ventanales de su enorme casa. Menos mal que no
le dio por gritar.
Foto: La casa de Psicosis.
Foto: La casa de Psicosis.
Publicado el lunes, diciembre 02, 2013 por La enfermedad de las Turas
lunes, noviembre 25, 2013
Para
que os abrigue en el centro de este invierno.
Como muchos saben, Leo Messi comenzó jugando en la banda derecha.
Desde esa posición trazaba unas diagonales hacia el centro
prodigiosas, rápidas como un calambre de luz, que normalmente
acababan con un disparo colocado al palo o con un zambombazo, nunca
se sabía cuál era la suerte que iba a correr el portero rival.
Parecía claro que Messi se iba a convertir en uno de los mejores
jugadores de la historia desde esa posición, el extremo derecha que
a pierna cambiada descosía a las defensas. Pero los grandes rivales
estudiaron la historia, y Guardiola buscaba la fórmula para que “La
Pulga” fuera más peligrosa aún.
Cuenta Guardiola que a él le gustaba tener más hombres en el
centro del campo que su rival, y sobre todo a sus mejores hombres,
porque cuantos más hombres de calidad tuvieras en el centro, mejor
podías pasarte el balón. Messi, escorado en la banda, tenía la
función de recibir lo más cerca del pico del área posible, para
encarar e inventar alguna pared, pero eso sí, siempre con la marca
de un lateral y una cobertura más pendiente de que ese diablo
travieso no recortara hacia dentro que del juego de su propio equipo.
Al situarlo en el centro, Messi era doblemente más peligroso. Ya no
hacía falta que el equipo tocara hasta llegar a su banda, porque
podía participar directamente del juego asociándose con los otros
dos jugadores de gran calidad que había en el equipo. Desde el
centro, Messi era una materia incontrolable, los rivales no sabían
cómo podían marcarlo. Si los centrales salían, dejaban demasiado
campo a sus espaldas, si esperaban, demasiado espacio y tiempo para
que un asesino de esa magnitud pudiera ejecutar. Ahí estaba Messi,
convertido al centro y dominando aún más si cabe el terreno de
juego. Siendo Messi y en el centro, es decir, como un niño revoltoso
con tarros de cera y sin nadie que lo controle. El resultado de su
conversión, ya todos lo conocen.
Otra conversión al centro que ha dado muchas alegrías a los
aficionados al fútbol es la de Andrea Pirlo, pero este caso es
distinto. En sus primeros años como profesional, Andrea Pirlo no fue
ni una cuarta parte del jugador que todos sabemos que es. No era
porque no tuviera calidad, era porque jugaba en el lugar equivocado.
En el Brescia, Inter y Reggina la función de Pirlo era la de
ejecutar desde el centro. Era el encargado de dar el último pase, y
en esa posición de trequartista además de saber pasar bien
el balón tienes que desbordar y tener algo de velocidad. A Pirlo,
con ese aspecto desgarbado, en la posición de mediapunta le faltaba
campo para pensar. Su lugar estaba en la sala de máquinas, justo
antes de los defensas. Desde ahí era una brújula. A él no le
gustaba ejecutar, le gustaba distribuir el balón para que los
jugadores más determinantes ya se encargaran de asesinar al rival.
Del centro donde tienes que mostrar artillería al centro donde se
cuece la táctica, donde se contempla mejor la batalla y donde se
decide cómo se juega. Ancelotti tuvo mucha culpa de que en la última
década hayamos disfrutado de uno de los mejores centrocampistas que
han existido al atrasarle la posición. Para mí, ese Milán no fue
el Milan de Sevchenko ni de Kaká, era el Milan de Pirlo, porque a
partir de él existía el juego y el equilibrio para que los otros
dos machacaran. El resultado de su conversión, ya todos lo conocen.
Hay personas que no eligen estar en el centro, simplemente es un
contrato invisible que firman con la vida por el mero hecho de
existir. Son los padres. Juegan su partida desde el centro, pero no
pueden elegir si jugarla de tres cuartos hacia delante o desde la
retaguardia. Ni siquiera tienen a alguien que les diga en qué
posición podrán explotar mejor sus virtudes. Sólo están ahí,
solos en el centro, con la obligación de distribuir algunas veces y
de ejecutar otras tantas, sujetando lo que les importa para de vez en
cuando darse una alegría, sin salir nunca en la foto. En el centro,
con el único fin de llenar de decencia su casa.
Publicado el lunes, noviembre 25, 2013 por La enfermedad de las Turas
miércoles, noviembre 20, 2013
Aunque parezca que el tiempo siempre es el mismo, ya hace más de una
década en la que nuestra generación se acoge a los videojuegos como
un soldado se amparaba en un cigarro para arañarle unos minutos a la
vida desde su trinchera. A su vez, ya llevamos más de una década
siendo futbolistas aunque sea tan sólo durante unos cientos de
segundos, porque si algo tienen de especial esos videojuegos, es su
capacidad de ilusionista para transportarnos desde el salón de
nuestra casa hasta San Siro, Old Trafford o el Santiago Bernabéu.
A veces, mientras manejo tácticas y ambiento mi juego para asaltar
algún estadio extranjero con mi equipo, irrumpe en el patio de mi
abuela un pequeño diablillo llamado Aitana, toda llena de fuerzas y
de nervio y con el único objetivo de hacer corretear a mi abuela y
de desperdigar sus muñecos por el patio. Mi casa es una casa
andaluza tradicional, presidida por el mencionado patio con sus
macetas -las cuales mi abuela cuida con mimo-, con una orquesta de
pájaros y en un tiempo ya remoto para la memoria de nuestro hogar,
con un enorme jazmín que se levantaba imperial en el centro de su
arquitectura. Nada más cruzar la casapuerta, a la izquierda, una
veintena de escalones conducen a la puerta que ha visto crecer a mis
hermanos.
![](https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEhvzXVuTIizz_3-ubH2ybD3_LpsK7RwvebGZvAX0ZqBAJ4vDcEa3kOKgaeFjr4Zm5k7IZW-nudVztnSZWdth5jQI3njzz4HwNzSJxvwO957JP6xiWgGkN-s73VXSlFGL_jM-2J22wIXoKo/s1600/psg+ginola-bar%C3%A7a+1.jpg)
Nuestra capacidad de ilusionistas era aún mayor que la de los
videojuegos actuales. Planificábamos la temporada, escogíamos a los
equipos del Viejo Continente que más nos emocionaban y dedicábamos
la tarde a jugar nuestra propia Copa de Europa. Había un rival al
que le teníamos especial manía, y era el París Saint-Germain,
porque entre las desgracias más dolorosas que recordábamos a
nuestra temprana edad, había una inolvidable, y era la derrota sufrida dos temporadas antes en el Parque de los Príncipes por el PSG de Weah, Ginola y Luis Fernández, con la desafortunada
participación del portero blaugrana Busquets.
Claro está que los cruces los elegíamos nosotros, y a los
victoriosos también. El patio de nuestra casa se llenaba de vítores
cuando cruzábamos el túnel de los vestuarios. Nuestros rostros eran
serios, implicados profundamente en derrotar a los franceses. Las
hojas del jazmín, que se extendían por el patio, simulaban una
nieve suave y eso nos hacía concentrarnos aún más, porque además
de luchar contra un equipo bien armado, teníamos que combatir el
frío de París. El balón echaba a rodar y las macetas se tronchaban
ante los balonazos. Calculábamos el tiempo para acabar el partido,
siempre antes de que llegara mi abuela de la misa y nos correteara
esta vez no para jugar con sus nietos, sino para reprocharnos el
estado en el que le dejábamos las plantas que con tanta devoción
cuidaba. Nuestra madre, cuando oía a mi abuela, nos reclamaba para la
ducha. Nosotros subíamos las escaleras exhaustos, con olor a
jazmines pisoteados, pero sonrientes y triunfantes porque habíamos
conquistado París, y además, nos habíamos proclamado Campeones de
Europa.
Foto: PSG-F.C.B. Barcelona (1995)
Foto: PSG-F.C.B. Barcelona (1995)
Publicado el miércoles, noviembre 20, 2013 por La enfermedad de las Turas
lunes, noviembre 11, 2013
No se sabe si María Dolores Armijo iba acompañada de su cuñada o
de una buena amiga, ni tampoco si en cuanto salió del portal se oyó
el pistoletazo. Lo único cierto de la historia es que visitó la
casa de la calle Santa Clara al caer la tarde y que, inmediatamente o
unas horas después de la fatídica visita, su amante, el ilustrísimo
Mariano José de Larra, se desentendió de sus esperanzas y abandonó
su vida en algún recoveco polvoriento del cañón de su pistola.
Dicen que el estruendo en la calle fue mayúsculo, pero más
escandalosa fue en Madrid la noticia de que el joven que arañaba con
sus textos a la sociedad española había decidido poner fin a su
existencia a la manera ingrata del suicidio.
Su entierro fue multitudinario, pero no fue la abultada congregación
de gente la única causa por la que el sepelio de Larra ha pasado a
la historia. Cuando los restos del célebre escritor se estaban
introduciendo en el nicho, de entre la muchedumbre surgió un joven
pálido que, mirando a la tumba y al cielo, recitó un poema panegírico provocando el entusiasmo de los presentes. El joven se
llamaba José Zorrilla, y su intrusión en el entierro de Larra le
valió para reemplazarlo casi de inmediato en el periódico El
Español y para instalarse en la sociedad intelectual. Gracias al
poema recitado, el poeta y dramaturgo pudo hacerse un hueco como
escritor profesional y convertirse en uno de los autores teatrales
más representados.
![](https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEiERY8rTWTeKgxjDRv4xyC4Z4NDsFVXfQZYz6nrVEVJdjFxccq4I0rF8xHRqp61N-cr2BoLzC-RGbzXtL5yAw1aTmUmEUVSs-HVrzZfysfwUZqXTVQeEm0Hc3NOW-eo1gzDP_UlEcjQr6k/s200/foto+orson+welles.jpg)
Siempre la evoco con una voz quieta y suave. Nos expresaba sus ideas
y nos daba consejos. Cuando lo hacía, parecía que nos cantaba una
canción o nos recitaba algún poema. Su voz era un susurro de paz
que agradaba escuchar porque además iba acompañada siempre de una
estupenda sonrisa, que nunca oí a carcajada limpia, quizás porque
su sosiego y su lisura sólo le permitían sonreír.
No era una mujer tan importante como Larra, ni su velatorio estuvo
tan concurrido, pero ocurrió algo que para mí fue extraordinario,
como extraordinario fue en el entierro de Larra la intromisión de
José Zorrilla. Cuando los presentes acudimos a la pequeña capilla
del tanatorio, de sobra sabíamos que no íbamos a escuchar una misa
católica, por eso nos acercamos con incertidumbre al lugar. En el
pequeño atril de la capilla no apareció ningún cura, sino el viudo
flanqueado por sus dos hijos. Se subió tranquilo, contemplando
sonriente al auditorio confuso, y comenzó su dircurso. Primero nos
ofreció la oportunidad de despedir a la difunta como nuestras
costumbres y creencias requirieran, y luego, con una naturalidad
inaudita, comenzó a hablar de la sonrisa de su mujer, de cómo
hubiera sonreído al ver a unas cuantas personas velar su muerte. A
mí ese hombre me devolvió a mi juventud plena, no sólo porque
cuando miraba a mi alrededor veía a mis amigos y profesores de la
adolescencia, sino porque me pareció sobrehumano que alguien en esa
situación fuera capaz de aparcar el dolor para hacernos saber que,
si alguna vez queríamos recordar a su fallecida esposa, no lo
hiciéramos desde la enfermedad, sino desde el fino hilo de agua que
eran su voz y su sonrisa.
Desde entonces tengo claro cuál será la primera cláusula de mi
testamento: no velad mi muerte, velad lo que recordéis de mi risa.
Foto: Orson Welles.
Foto: Orson Welles.
Publicado el lunes, noviembre 11, 2013 por La enfermedad de las Turas
lunes, noviembre 04, 2013
En la temporada 2000/2001 el Barça era un soldado triste que
pataleaba piedrecitas por las calles de su ciudad derruida. Su
desolación era aguda, no sólo porque jugaba una guerra que desde el
principio tenía perdida, sino porque era conocedor de que su
comandante, un luso que desahogaba cientos de batallas dando
cuchilladas y cañonazos por la banda diestra, los había debilitado
marchándose al frente rival, el cual de por sí ya contaba con una
primera línea de fuego atroz y con ocho medallas relucientes en el
pecho.
Era el 17 de junio de 2001. El Valencia C.F., cuarto en la
clasificación, visitaba el Camp Nou con tres puntos de ventaja sobre
el Barça, que necesitaba la victoria para empatar a puntos con los
“chés” y clasificarse por “gol average” para la Champions
League. En realidad, el Barça necesitaba los tres puntos para no
mancharse aún más el babero de estiércol. El Valencia no era el
mejor rival para jugarse la honra. Ese Valencia era un equipo muy
bien hilado que no ofrecía ninguna fisura en los pespuntes. El Barça
peleaba el partido con rabia más que con juego, y por dos veces
atizó mediante Rivaldo la portería valencianista. Pero el conjunto
levantino también sabía dar cachetadas en la cara y llegó casi al
final del partido con empate a dos y bien armado atrás. Era el
minuto cuarenta y tres y medio y el Barça estaba fuera de la
Champions League.
![](https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEjTUggkpcqtewyTI0BrSZlHQg8v1xsGrTqJUxkXlFkocmiZCGbQWhsF4mOJ8MhFIj5l3BUoJMk40RVd05O83z_5qDsPHdgsmcCj2jYaPjDkP9N9D_et2j6WMy0mNoH1VqrNl7fj276j49o/s320/chilena+rivaldo.jpg)
Con los discos de Violadores del Verso y La Mala Rodríguez bebidos,
había oído que un chaval en Arcos rapeaba bastante bien. Yo me
moría por conocerlo, por agradarle y por hacerle saber que yo
también sabía enlazar versos con calidad. Y que sabía entonarlos
correctamente. Recuerdo la primera vez que le di la mano al verano
siguiente del partido que narraba en párrafos anteriores, y le pedí
que me rapeara. Su rapeo no dejaba descanso. Eran cientos de
oclusivas sonoras que pasaban al lado de mis oídos a una velocidad
endiablada. Cientos y cientos de disparos que por ser violentos no
dejaban de arropar metáforas e imágenes bellas.
Los años nos hicieron casi familia. Con otros dos compañeros más
montamos un grupo de rap, Flaco Dolce, una lluvia que siempre
recordaremos con la nostalgia con la que se recuerda un amor
adolescente. Por culpa de esa música y de ese grupo he podido
compartir canciones, versos, desamor, humor, viajes en furgoneta y
sobre todo, una admiración irrevocable hacia esa persona . Él es
un chico enfermo de Tura al que la vida le debe una boina, un buen
vaso de vino y una tasca en la que poder retirarse cantando rap y
flamenco con sus amigos.
Era el minuto cuarenta y tres y medio y el Barça estaba fuera de la
Champions League. Frank de Boer acarició el balón para ponerlo al
borde del área, Rivaldo lo impulsó hacia arriba con su pecho para
ganar espacio como si fuera una catapulta, y con la habilidad de un
felino remató de espaldas a la portería con un gesto técnico y una
rabia, que a mi edad todavía no he visto en ninguna otra jugada. Una
chilena antológica sin más que le dio al esférico tal velocidad y
colocación, que el balón entró pegado al palo izquierdo de
Cañizares como un triple desde el centro del campo en el último
segundo. Incontestable. El Barça se clasificaba para la Champions y
Gaspar zarandeaba el aire mirando al cielo y dando gracias a Dios.
El sótano de la Peña Barcelonista Arcense estalló como el pueblo
jacobino con un rey en la guillotina. Yo recuerdo que un chico al que
no conocía de nada se agarró a mí y me izó en volandas. Los dos
nos abrazábamos y levantábamos el puño sin poder creer que esas
jugadas eran posibles en el fútbol. Y gritando, no sé el qué pero
gritando mucho. Ese chico era Antonio Juan Moreno Caro, un muchacho
menudo y largo con el que años después compartiría versos,
canciones y carretera. La chilena de Rivaldo no es un símbolo de
nuestra amistad, pero sí un abrazo que aparece cuando la euforia
nos invade el cuerpo; cuando la noche nos abriga con la nostalgia del
vino y del tiempo.
Publicado el lunes, noviembre 04, 2013 por La enfermedad de las Turas
lunes, octubre 28, 2013
Creo que mi hermana cumplía su sexto aniversario y mi hermano su
quinto. En el salón de mi abuela materna olía a tarta de galletas,
los vasos de plástico parecían pisoteados por caballos y en torno a
los dos cumpleañeros se disponía un corro de chillidos, palmas y
risas que avecinaban los regalos. Tras la resaca del jolgorio, mi tía
abuela Luisa se acercó a mis hermanos para darles su obsequio, que
eran dos juguetes de los que no recuerdo ahora forma ninguna. Pero
se le quedó en los brazos un tercer objeto liado en papel, que
bondadosa me acercó al rincón donde me encontraba para no usurpar
espacio a los protagonistas. Su regalo eran dos libros. Yo me marché
a una habitación herido en mi orgullo y rompí a llorar, también
quería cacharros con los que jugar y en ese momento la lectura no me
servía de nada.
Ahora, con el tiempo, esa breve anécdota me sirve para calcular
cuánto es de larga mi relación con la literatura, la lectura y la
escritura. Los siguientes años discurrieron enfrascados en novelas
de terror, ensimismado con las aventuras que narraban Julio Verne o
Emilio Salgari. Debajo de mi casa un hombre del que nunca he sabido
su nombre tenía -aún tiene- por costumbre montar un tendedero de
libros. Yo me embobaba mirando los títulos y mis padres, viendo que
el niño se entusiasmaba más mirando esos libros viejos, baratos y
gastados que en un pasillo de Hipercor, no objetaban ningún
inconveniente en comprarme los dos o tres que les pedía (ya cursadas
algunas asignaturas de Filología Hispánica, cuando paso por el
tendedero de libros y analizo sus ediciones, gesticulo una risilla
sarcástica. Pero algunas gotas de sabiduría no podrán empañar el
cariño respetable que le tengo a ese hombre y a esos libros).
![](https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEgINrm2VNtrSX_WaJsbkbQuwutnVrqy1EljULNAQv5wo5jqy7vIhihScatLatYDo6p6U1M12D0crvmU8GrcjD5JyJ617_j3t7270vmV24adh4Eaxr2rvbOT_JiMV5i5jpfyaVfQAH7B4yc/s1600/woody+allen.jpg)
Comencé a escribir sonetos con un ritmo enfermizo. Sonetos
angustiosos, llenos de dolor ficticio y de paisajes oscuros. Conocí
a la poeta Mª Jesús Ortega, que ya había sido mi profesora, y con
ella descubrí cómo apostillar las nervaduras de los poemas. En 2006
publicó un espléndido poemario que me firmó de esta forma: “Para
Abraham, herido, tocado inevitablemente por el repique maravilloso,
doloroso... especial de la poesía”. Esta dedicatoria la llevo
sellada en el pecho. No rehusó Mª Jesús de utilizar los términos
herido y tocado, como tampoco doloroso.
Todavía me pregunto de dónde ha venido ese dolor y por qué esa
herida. Qué tipo de fuerza es la que te desplaza hacia esa tristeza
incierta. Con los años he conocido a más gente como yo, gente
tocada y herida por el dolor suave y constante de la literatura, la
escritura, la pintura, la lectura... víctimas inconscientes de que
fueron procreados por la silenciosa e indomable enfermedad de las
turas.Foto: Woody Allen.
Publicado el lunes, octubre 28, 2013 por La enfermedad de las Turas
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