Llueve en la parada del autobús. Al menos lo parece. En estas
tierras del norte de Europa las casas siempre están mojadas y el
cielo lloroso. Los árboles desnudos ya están acostumbrados a la
noche de diciembre y sus poses son tranquilas, saben que un día
reverdecerán y todo seguirá igual. Es peor para nosotros. Uno
siempre va con la chaqueta hasta la barbilla y las manos metidas en
los bolsillos, aunque no haga frío ni llueva, pero hay que
protegerse de algo. Dan ganas de arrimarse a una manta y contar la
lluvia. También dan ganas de leer. <<Yo quiero ser escritor>>,
le decía a una profesora gallega que tuve en la E.S.O. <<Para
eso tienes que leer mucho>> me contestaba. Yo me marchaba a
casa y leía muchos libros. Los leía y los olía, que ambas cosas
juntas ya son un hábito del que no puedo huir. <<Si quiere ser
buen poeta debe usted leer mucho, lea cien libros y escriba un
poema>>. No son las palabras exactas, hablo de memoria, pero
más o menos eso venía a decirle Julio Mariscal a Francisco
Ballasote en una correspondencia epistolar que mantuvieron allá por
los cincuenta. Roberto Bolaño afirmaba que leía mientras se
duchaba. Eso ya es muy trágico. Imagino sus libros llenos de
arañazos como los ataúdes cuando guardan dentro alguien vivo. Así
no se puede vivir.
Es verdad que hay que leer, pero también hay que oler, cada libro
tiene su propia esencia. En una clase de literatura, a Nieves Vázquez
-la profesora- se le olvidaron en el aula unos libros de relatos de
los que nos quería enseñar unos textos. Al día siguiente volvió
alarmada, apenándose de haber abandonado sus libros en la fría mesa
de un aula de facultad. <<Pobres libros, ¿de qué habrán
hablado durante toda la noche?>> se preguntó en voz alta. Yo
me sentí aliviado porque alguien formuló la pregunta que me hacía,
y asentí con una pequeña mueca que simulaba una sonrisa. Los libros
tienen su propia vida, su propio olor y su propio hogar en una
rendija de una estantería. Por eso me causan desagrado las librerías
de los centros comerciales. No puedo tratar sus libros de igual forma
que mis libros; los miro con desprecio. Todos colocados en orden y
con una luz reflectante encima para que brillen las letras de sus
portadas sinuosas. No tienen vida, están ubicados en la sección
best sellers como en otra sección llamada frutas están
puestas las naranjas, los limones y los albaricoques brillantes y
relucientes para el consumidor voraz.
Una mañana andaba por la Calle Larga de Jerez, no llovía ni tampoco
lo parecía, uno camina más aliviado si no parece que siempre está
lloviznando. Un pequeño puesto llamó mi atención, justo en el
centro de la calle, antes de entrar en el hipermercado Los Cisnes.
Acorralados en una esquina, sin hacer mucho ruido, unos pocos libros amontonados unos encima de otros contemplaban como los
viandantes ignoraban su presencia en el centro de la ciudad. Me
acerqué al puesto, cogí un libro de García Márquez y miré hacia
los lados por si me observaba alguien, como cuando uno abre un
perfume que no está a probar en un supermercado. Abrí el libro y lo
olí. Se me acercó el librero, un señor grande con aspecto
desaliñado y unas barbas desordenadas; me dijo que podía mirar
cuanto quisiera. Para agradecerle su amabilidad le dije que me
gustaba mucho su tenderete, y que era muy extraño encontrar ya cosas
así. Él se sonrió, y como si mi afirmación lo hubiese activado,
comenzó a hablar de las ediciones que poseía como si fueran la
bandera de su orgullo. Me enseñó una novela de Carlos Murciano y
con especial devoción unos libritos primeras ediciones de Corín
Tellado, de los que hablaba con mucho aprecio. <<También soy
poeta>> me dijo. Y nos embarcamos en una conversación de
poesía en la que bogaban nombres como Mariscal, Murciano, Vázquez
Montalbán y hasta Joaquín Sabina. <<Yo también escribo
cosas>> le dije. <<¿Ah sí?, ¿y qué técnica utiliza,
en qué basa sus escritos? -me hablaba de usted->>. <<Pues
mira -quise informarle sin pudor, pero la vergüenza me punzaba el
cuerpo-, si ahora tuviera que escribir algo sobre esta situación,
escribiría sobre tu cigarro -fumaba con ansia un tabaco muy
fuerte->>. Al hombre aquello pareció haberle gustado, pero la
prisa empujaba y con todos los respetos le dije que me tenía que
marchar, que perdía el tren. De camino, pensaba en su cigarro
consumiéndose y en sus libros. Ésto es lo único que he podido
escribir sobre su cigarro, al menos lo he mencionado. De vez en
cuando, en cambio, sí me acuerdo de su librería y me repito a mí
mismo que tengo una deuda pendiente con ese señor.
En estas cosas pienso mientras llueve en la parada del autobús, o al
menos lo parece. Quizás creo que llueve porque leo últimamente
Mazurca para dos muertos, y ahí siempre llueve y el libro
huele a lluvia. Ya viene el autobús, guardo mis manos en los
bolsillos y escondo la barbilla debajo de la chaqueta. Ni llueve ni
hace frío, pero hay que protegerse de algo.
Foto: Julio Cortázar.
Foto: Julio Cortázar.
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