En la temporada 2000/2001 el Barça era un soldado triste que
pataleaba piedrecitas por las calles de su ciudad derruida. Su
desolación era aguda, no sólo porque jugaba una guerra que desde el
principio tenía perdida, sino porque era conocedor de que su
comandante, un luso que desahogaba cientos de batallas dando
cuchilladas y cañonazos por la banda diestra, los había debilitado
marchándose al frente rival, el cual de por sí ya contaba con una
primera línea de fuego atroz y con ocho medallas relucientes en el
pecho.
Era el 17 de junio de 2001. El Valencia C.F., cuarto en la
clasificación, visitaba el Camp Nou con tres puntos de ventaja sobre
el Barça, que necesitaba la victoria para empatar a puntos con los
“chés” y clasificarse por “gol average” para la Champions
League. En realidad, el Barça necesitaba los tres puntos para no
mancharse aún más el babero de estiércol. El Valencia no era el
mejor rival para jugarse la honra. Ese Valencia era un equipo muy
bien hilado que no ofrecía ninguna fisura en los pespuntes. El Barça
peleaba el partido con rabia más que con juego, y por dos veces
atizó mediante Rivaldo la portería valencianista. Pero el conjunto
levantino también sabía dar cachetadas en la cara y llegó casi al
final del partido con empate a dos y bien armado atrás. Era el
minuto cuarenta y tres y medio y el Barça estaba fuera de la
Champions League.
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Con los discos de Violadores del Verso y La Mala Rodríguez bebidos,
había oído que un chaval en Arcos rapeaba bastante bien. Yo me
moría por conocerlo, por agradarle y por hacerle saber que yo
también sabía enlazar versos con calidad. Y que sabía entonarlos
correctamente. Recuerdo la primera vez que le di la mano al verano
siguiente del partido que narraba en párrafos anteriores, y le pedí
que me rapeara. Su rapeo no dejaba descanso. Eran cientos de
oclusivas sonoras que pasaban al lado de mis oídos a una velocidad
endiablada. Cientos y cientos de disparos que por ser violentos no
dejaban de arropar metáforas e imágenes bellas.
Los años nos hicieron casi familia. Con otros dos compañeros más
montamos un grupo de rap, Flaco Dolce, una lluvia que siempre
recordaremos con la nostalgia con la que se recuerda un amor
adolescente. Por culpa de esa música y de ese grupo he podido
compartir canciones, versos, desamor, humor, viajes en furgoneta y
sobre todo, una admiración irrevocable hacia esa persona . Él es
un chico enfermo de Tura al que la vida le debe una boina, un buen
vaso de vino y una tasca en la que poder retirarse cantando rap y
flamenco con sus amigos.
Era el minuto cuarenta y tres y medio y el Barça estaba fuera de la
Champions League. Frank de Boer acarició el balón para ponerlo al
borde del área, Rivaldo lo impulsó hacia arriba con su pecho para
ganar espacio como si fuera una catapulta, y con la habilidad de un
felino remató de espaldas a la portería con un gesto técnico y una
rabia, que a mi edad todavía no he visto en ninguna otra jugada. Una
chilena antológica sin más que le dio al esférico tal velocidad y
colocación, que el balón entró pegado al palo izquierdo de
Cañizares como un triple desde el centro del campo en el último
segundo. Incontestable. El Barça se clasificaba para la Champions y
Gaspar zarandeaba el aire mirando al cielo y dando gracias a Dios.
El sótano de la Peña Barcelonista Arcense estalló como el pueblo
jacobino con un rey en la guillotina. Yo recuerdo que un chico al que
no conocía de nada se agarró a mí y me izó en volandas. Los dos
nos abrazábamos y levantábamos el puño sin poder creer que esas
jugadas eran posibles en el fútbol. Y gritando, no sé el qué pero
gritando mucho. Ese chico era Antonio Juan Moreno Caro, un muchacho
menudo y largo con el que años después compartiría versos,
canciones y carretera. La chilena de Rivaldo no es un símbolo de
nuestra amistad, pero sí un abrazo que aparece cuando la euforia
nos invade el cuerpo; cuando la noche nos abriga con la nostalgia del
vino y del tiempo.
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