A menudo, la pereza se planta en el salón de tu casa sin previo
aviso, deja el abrigo en el perchero, se sirve una copa, con mucho
hielo, se sienta en la mesa del comedor y se enciende un cigarro. Tú
quieres regañarle, decirle que tu madre no deja que se fume en el
comedor de la casa, pero ella te ignora, que es como los poderosos
exhiben su autoridad. No te queda más remedio que irte a fregar,
aunque te diriges a la cocina con un no sé qué de tristeza, con una
desgana atroz que se erige en tu rostro con una mueca de asco, y
quieres morder el estropajo y fregar la cacerola con las uñas, pero
al final, la limpias con la cabeza apoyada en el mueble donde se
guardan los platos, pausadamente, y con muchas ganas de llorar.
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Hay veces, que te ases a la desgana cuando ves que estás derrotado,
también le ocurre a los deportistas que admiten que ya es imposible
ganar. Te tiendes en el sofá a sacar conclusiones por la derrota.
Quizás fuera que vives constantemente en el abandono, o que estás
tocado por la mala suerte, o quizás fuera el alemán, esa lengua del
demonio que necesita la paciencia de un nadador, y concluyes que será
eso, el alemán, que ha podido con tus ganas.
Te tapas con el cojín la cara porque no quieres que el silencio te
vea en ese estado. De nuevo quieres llorar. No sabes por qué, pero
quieres llorar. Te ocurre como a Morini, el crítico archimboldiano
de 2666, la novela de Roberto Bolaño, cuando va a visitar a
su amiga Norton a Londres. Durante todo el viaje, Morini siente
deseos de llorar. Hay un momento en el que van a comer, y Norton
comienza a narrarle una historia sobre un pintor que hizo famoso el
barrio en donde se encuentran comiendo. Norton pregunta a Morini qué
le parece la historia, a lo que Morini contesta que no sabe qué
pensar. El narrador, acto seguido, nos aclara dónde tenía la
cabeza Morini: <<El deseo de llorar o, en su defecto, de
desmayarse proseguía, pero se aguantó>>.
Yo soy de los que le gustaría aguantar la derrota con altivez, a su vez el llanto, pero
a decir verdad, cuando me siento vencido, cuando me encuentro molido
de echarle la culpa a los designios de la mala suerte, lloro por la
garganta. Estos días he pensado mucho en el Liverpool, quizá uno de
los equipos más perezosos en los últimos años, cuyo juego dio esta
temporada una vuelta de tuerca gracias a que se contagió del coraje
de su delantero centro, Luis Suárez. Con la liga en el bolsillo, un
título que lleva dos décadas buscando, el Liverpool le vio, por
primera vez, los dientes de cerca a la derrota cuando su estandarte,
Gerrard, se resbaló en el centro del campo propiciando el gol del
Chelsea. El Liverpool perdió el partido, pero no estaba del todo
derrotado, todo pasaba por ganarle al Crystal Palace en su feudo y
esperar. En el minuto 78 de partido, los Reds ganaban al Palace
0-3. Finalizado el encuentro, el marcador reflejaba, escrito con
sangre, 3-3. La pereza se aferró a las piernas de los jugadores del
Liverpool, que intentaban abandonar el césped, pero parecía que tuvieran vigas de cemento en los pies. Era de esas veces en las
que, además de sentir una desgana absoluta, además de afligirte por la derrota, te afligías porque conocías
lo hija de puta que podía ser la vida. Luis Suárez se quedó en el
centro del campo llorando.
Foto: Luis Suárez y Gerrard.
Me resulta muy bien, amigo.
ResponderEliminarAbrazos
Y a uno le sienta muy bien tu comentario, está invitado al blog, un saludo.
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