Me suele ocurrir cuando acaece algo descorazonador y me voy a la
cama. Por ejemplo, puede pasar que esté preparado para ver un buen
partido de fútbol, con el sillón frente por frente de la
televisión, una lata de Coca-Cola que me he tomado la molestia de
mantener fría toda la tarde, tan fría que pueda dibujar garabatos
en su escarcha. La abro con la seguridad de que es imposible acabar
mejor un día. Doy el primer trago, largo, masoca, porque el gas dará
puñetazos en mi garganta como si fuera Manny Pacquiao, pero no me
importa, ahí se puede acabar el mundo si quiere. El olor de la pizza
me invita a que vaya a recogerla. Cuando abro la puerta del horno
estoy alerta, como el comandante que le pide a sus soldados que no
pisen por si acaso, que puede haber minas. Meto la mano en el horno,
pero no estás hecho para tener control sobre tu cuerpo, pierdo la
noción del espacio y rozo el techo del horno. La fatalidad me ha
tocado el hombro. Veo el partido como si no hubiera pasado nada, pero
la quemadura, la molesta quemadura, ha ennegrecido el placer. Cuando
vaya a la cama el revólver estará apoyado en la sien. Seguramente.
Antes de que el revólver aparezca, ideo la huida. Pero los cobardes
no somos capaces de ingeniar la fuga, aunque tampoco haya que ir muy
lejos. A ti te gustaría ser como Henry David Thoreau, que para huir
se construyó una cabaña donde leía a los clásicos, observaba la
naturaleza y escribía, porque la escritura, a fin de cuentas, es una
excusa para evaporarse de uno mismo. Te decides a marcharte, con
cuatro trapos y una tristeza muy rara, pero cuando te sientas al
borde del colchón y metes los pies en las zapatillas, contemplas
ataúdes, como aquellos versos de Nicanor Parra que decían Sepan
que desde ahora en adelante / los zapatos se llaman ataúdes.
Entonces vuelves sobre tus pasos, mirando el culo del revólver que
se asoma a fogonazos, con la luz de la cruz de la farmacia de fondo,
por el cajón de la mesita de noche. Aprietas los ojos para no ver
nada más y te aferras al nórdico, como si debajo de él fueras
capaz de sobrevivir a un naufragio.
![](https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEg2D9pRQ13AxXcIch699OJQ6NBNRuGkfbK1XtuaQz3Eva-oZ62cLZT6X0N5wyK_2KGg481uISOYgVR_zlz1mx2OmFo1LB4mSpm8PLlGnAcSOutpoa5JK7TCf2Qzl3TeapePqSEl9m2G7qU/s1600/coppola.jpg)
El caso es que cumplo años y el revólver ha vuelto a acecharme por las noches. No soy muy viejo, supongo, pero he
jugado demasiado con los ataúdes. Uno lee las Soledades de
Machado y parece que estuviera hablando un hombre muy mayor. Yo creo
que me he contagiado de ese espíritu. Ves tambalearse la veintena
cuando todos los futbolistas son menores que tú. Cuando caes en la
cuenta, oyes un zumbido pasar al lado tuyo, como el de un tren cuando
se adentra en un túnel, y recuerdas al amigo que es mayor que tú y
te decía <<ya te llegará, ya>>. Porque hubo una época
en la que te creías intocable. Incluso te llegaste a reír del
Tiempo. La merma pasará, porque la nostalgia también necesita
descanso. Así que beberé la noche de mi cumpleaños y fumaré, y cuando llegue a
casa y abandone la Fosters en la mesita de noche, una mueca
asomará debajo de la barba. Dormiré a pierna suelta, como se duerme
cuando se oyen tambores de resaca. Será ahí, en la resaca, cuando
vuelva a escudriñar los menesteres del revólver.
Foto: Francis Ford Coppola.
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