Estimada Ana,
Aunque ahora el fin de la
escritura es muy distinto. No hay que ocultar que a uno le gustaría ganar
algunos euros con ella, pero que sean las palabras las protagonistas, no que
uno vaya buscando la fama o la publicación apegándose a quien haya que
apegarse. Se me viene a la cabeza Roberto Bolaño. El escritor chileno se
encontraba casi en la precariedad económica junto a su familia, y gastaba lo
poco que ganaba en imprimir sus obras y enviarlas a editoriales que, por lo
general, hacían el mismo caso a sus escritos que un entrenador de fútbol al
tercer portero suplente. Cuando le llegó el reconocimiento, cuando el mundo
editorial adivinó que sus novelas y relatos se convertirían en la nueva forma a
seguir de la literatura hispana, le llovieron las ofertas para las
conferencias, ya sabes, eso que prefieren muchos escritores antes de dedicarse
a lo que se deberían de dedicar, que es la escritura. Bolaño apartó las
adulaciones, porque él jugaba mejor en el barro, en el terreno fangoso de las
comas, los puntos y los párrafos bien medidos.
Abraham Guerrero Tenorio.
Empiezo esta correspondencia con dedos temblorosos, por aquello de contar
a la gente nuestras pequeñas intimidades. La distancia nos empuja a ello y
tampoco es cuestión de mantenerse callado. Como ya nos separan algo más de
veinte kilómetros, abro una puerta en mi blog para que también esté perfumado
por su presencia, así logro saber más de usted, que las palabras son más
hermosas si salen de sus dedos. A parte del miedo a que la gente conozca
nuestras intimidades, otro hecho en este ejercicio me da recelo, lo cual es la
posibilidad de que el pequeño número de lectores que nos observen, acabe
tirando tomates y algarrobas a la pantalla de su ordenador.
Y es esta duda lo que me hace escribirle. Hace poco escribí que la
escritura nos sirve para evaporarnos de nosotros mismos, algo que se contradice
con el verdadero afán -al menos el mío- que mueve a los escritores, el cual es
ser leídos por la mayor masa mundial, aunque parezca soberbio. Es bonita la
farragosa tarea entretanto, sobre todo las primeras causas que nos animan a
dedicarnos a ello. Mi decisión para emplearme en esto con ferocidad fue una
mujer, ni siquiera en eso he sido innovador. Le escribía poemas de amor
inspirándome en las Donna Angelicatas
de Garcilaso o Darío. Cuenta Juan Marsé
que cuando tenía dieciséis o diecisiete años escribía relatos, y una amiga de
su hermana que le causaba apetencia se los pasaba a máquina. La duda del Marsé
adulto era si que la chica le pasara
esos relatos a máquina era lo que le obligaba a escribir.
![](https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEiXgTA773ojdxwrFHUGcP-rQ634D8o8Q4RX-xGlGIkaoNlqiUNbewb04fmutIo9p26kukA2yS3P7c3_M4E97H_Ub3Vll6H4aPqmNOl7eUjqxdh02ra5H030RC0T2JgBTB5bn7u8lD9ZSvE/s1600/Juan-Marse.jpg)
La escritura debe ser soledad, querida Ana. Hay que llenar el estómago de
piedras, sentir el aliento de la literatura en la nuca, auscultar los latidos
de las comas y mirar más allá de nuestro ombligo. Ya algún día olerás la tinta.
Cuentan que Schopenhauer, cuando terminó El mundo como voluntad y
representación, envió el manuscrito a su editor con la siguiente nota:
“Este libro será en tiempos venideros fuente y ocasión para un centenar de
otros libros”. Unos años más tarde, los editores le dijeron que la primera
edición de su libro sirvió, entre otras cosas, para reciclar papel, aunque el
tiempo dio la razón a Schopenhauer. Tenemos que debernos a nuestras palabras,
Ana, aunque luego el único dinero que hagan sea el de fabricar folios marrones,
de esos que te decían que tenían ese color porque eran reciclados, cuando
estabas en la escuela, y que olían tan mal.
PD: Le debo una receta de puchero.
Abraham Guerrero Tenorio.
Foto: Juan Marsé.
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