La vaguedad para pensar no es un buen instrumento para la memoria.
Soy loador de aquellas personas que se acuerdan perfectamente de lo
que hicieron hace cinco minutos. Mi memoria no funciona así. Supongo
que es porque mi memoria es como una habitación tranquila con
moqueta a la que hay que entrar descalzo, y el ejercicio de recordar
siempre viene con zapatos de charol y es muy ruidoso, además de muy
puñetero. El caso es que no puedo recordar si hace cinco minutos me
lavé los dientes. Sí puedo recordar, en cambio, que el 12 de
octubre de 1996 fui a Jerez de la Frontera con mi familia porque mi
hermano jugaba un partido de benjamines contra La Granja. Y también
puedo recordar que mi hermano se escoraba a la derecha y regateaba
como nunca lo había hecho, tanto, que es el mejor partido de su
infancia que le recuerdo. La culpa no es de mi memoria, oigan, no la
considero tan caprichosa. La culpa es del fútbol. Recuerdo que ese
día vi a mi hermano jugar al fútbol porque cuando llegué a casa
jugaba Ronaldo. No el F. C. Barcelona, Ronaldo, que desde el centro
del campo llegó a la portería del Compostela como si tuviera un
detonador en la mano y los defensas huyeran de ver sus cuerpos
esparcidos por el césped, para marcar uno de los goles más hermosos
que he visto en mi vida.
El fútbol parece tener en mi memoria el mismo efecto que la música
tenía para Gabriel, el protagonista de The music never stopped.
En la película, Gabriel padece un tumor cerebral que le impide tener
recuerdos. Incluso no recuerda su nombre ni su cumpleaños. Sólo
cuando su terapeuta le hace escuchar las canciones de su
adolescencia, Gabriel es capaz de conocer su identidad y su pasado.
Yo recuerdo la primera vez que me masturbé. Lo recuerdo porque
mientras veía al Barça jugar contra el Bayern de Múnich en el
Olímpico, en casa de mi abuela había mucha gente. La había porque
era 16 de abril de 1996, Martes Santo, y los amigos de mi tío se reunieron allí para ver
las procesiones. Mientras Gica Hagi empataba el partido a dos, yo me
encontraba en el regazo de una de las amigas de mi tío, que me
preguntaba las cosas que se le preguntan a los niños de ocho años,
a las que le contestaba automáticamente, porque casi ni oía su
interrogatorio. Prefería estar más atento al escote que se abría
en su vestido, de donde amanecían dos grandes pechos sobre los que
apoyaba mi cara porque no había sentido nunca nada más placentero
que la huella de aquellos dos seres maravillosos en mi rostro. Cuando
la gente se hubo ido, subí a mi casa, me encerré en el cuarto de
baño y me masturbé. Tuve un orgasmo que me dejó pensativo varios
días.
El 4 de julio de 1998 leía, después de comer, La venganza de
Sandokan, de Emilio Salgari, antes de que Dennis Bergkamp bajara
un balón servido por Frank de Boer desde cuarenta metros con el
cuidado con el que un empleado de tintorería colgaría en la percha
un traje manchado de Don Draper, para ponerla al palo largo y
clasificar a Holanda a las semifinales del Mundial de Francia. Años
más tardes, el 3 de marzo de 2001, estuve con paperas. El Barça,
que era un trapo en la boca de un dóberman como el Real Madrid,
consiguió empatar a dos en el Bernabéu. Incluso pudo ganar, pero el
árbitro anuló a Rivaldo un gol en el último minuto del que mi
padre aún sigue cagándose en la madre. El 18 de mayo de 2006 tenía
el último examen de Historia de España, al que no me presenté. No
lo hice porque el día anterior, el 17 de mayo de 2006, vi al Barça ganar por primera vez la
Champions League contra el Arsenal -ya saben, el héroe Larsson-, y
preferí emborracharme y celebrar a hacer la selectividad ese año.
Recuerdo que dije: <<que le zurzan a Cánovas del Castillo>>.
Tardé dos años más en aprobar la asignatura.
El último partido que recuerdo fue el 24 de mayo de 2014. Jugaba el
Atleti contra el Real Madrid la final de Champions en Lisboa. La
tarde discurrió tranquila, aunque yo sabía que no era una calma
normal, porque no estaba aburrido y cuando uno está tranquilo está
aburrido, que es el estado natural del hombre. Yo intuía que era la
calma que sienten las personas que van a morir antes de que la
muerte dé un zapatazo al lado de la cama. Esa tarde marqué como
favorito un tweet en el que se veía el cuadro de
Napoleón a caballo con el dedo índice de la mano derecha levantado,
fundiéndose con el cielo, y que decía <<A ese dedo debemos
seguir, atléticos>>. Lo marqué sin saber que la aparición de
Napoleón era la señal del final del Atleti. Lo supe dos días más
tarde, cuando vi que Roger Sterling llamaba a Don Draper en Mad Men
para informarle de la muerte de su socio en común, y le confesaba:
<<Pobre Bert. Debería haberme dado cuenta de que era el final.
Cada vez que un viejo empieza a hablar sobre Napoleón, sabes que va
a morir>>. Cuando el Atleti parecía que iba a sortear la señal
de Napoleón, el Real Madrid asestó una cuchillada que dejó a la
víctima desangrándose poco a poco, con los leones de la Diosa
Cibeles arrastrando al muerto treinta minutos más por el césped, dejando
huellas de sangre en el tapete. No se sabe dónde depositaron el
cadáver.
Cuando pasen los años, diré que el 24 de mayo de 2014 acababa de
morir mi abuelo, y que en Hanóver seguía lloviendo como si
quisieran matarme.
Foto: Dennis Bergkamp.